– ¿Qué móvil puede haber tenido Linder? -preguntó el agente de Inteligencia-. ¿Qué móvil puede haber tenido cualquiera de ellos?
Michael les habló del resentimiento de Linder en el plano profesional. El portavoz comentó que dudaba mucho que ese tipo de rencores pudieran llevar a cometer un asesinato. Michael convino en ello, pero explicó que, hasta el momento, ése era el único tipo de tensiones que habían aflorado.
– ¿Y qué nos puedes decir de ella, de Eva Neidorf? -le preguntó el comisario jefe a Danny Balilty, quien, después de revolver sus papeles, comenzó a relatar la vida de la doctora: lugar de nacimiento, estudios secundarios en Tel Aviv, servicio militar, matrimonio, hijos, estilo de vida, trabajo, conversaciones con sus vecinos, situación económica y relaciones sentimentales: ninguna. Nadie le preguntó dónde había obtenido esa información.
Michael se felicitó por tener en su equipo al mejor agente de Inteligencia de la historia de la fuerza policial. Balilty se había convertido en una figura legendaria desde el principio. De pronto Michael tomó conciencia de todo el cansancio acumulado, recordó que llevaba veinticuatro horas sin pisar su casa, sin comer algo decente y sin cambiarse de ropa. Tenía por delante una jornada de trabajo muy larga, dijo. Y, antes, era imprescindible que fuera a su casa.
Emanuel Shorer salió con él del despacho, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y dijo:
– ¿Te acuerdas del asesinato de aquella comunista? ¿Recuerdas cómo nos atascamos con ese caso? ¿Pensaste en algún momento que llegaríamos a resolverlo? -después volvió a palmearle el hombro-. Y también quería decirte otra cosa. Feliz cumpleaños, inspector jefe Ohayon. ¿Cuántos cumplimos?
– Treinta y ocho -contestó Michael confuso. Lo había olvidado por completo. Ni siquiera recordaba que fuera domingo.
– Haz el favor de sonreír -le ordenó Shorer-. Eres un niño de pecho. Tienes toda la vida por delante. ¿Qué sabrás tú de eso? Pregúntaselo a un viejo como yo, que llegó a los cuarenta hace tanto tiempo que ya ni siquiera recuerda cuándo ocurrió.
Michael todavía estaba sonriendo cuando abrió la puerta de su despacho. Encontró en la mesa una rosa roja dentro de un vaso de plástico y una nota: «Estaré en casa si quieres hablar conmigo. Voy a tratar de recuperar el sueño atrasado. Feliz cumpleaños. Más adelante te informaré en persona de lo que le he sonsacado a su mujer y a los vecinos. Todo confirmado. Está libre de sospecha». Era la letra de Tzilla.
Junto al edificio de apartamentos donde vivía Michael no quedaba ningún sitio libre para aparcar y, aunque fue corriendo del coche a la puerta, llegó calado hasta los huesos. Su piso estaba en la planta baja, aunque en realidad no era un piso bajo. El edificio se alzaba en la ladera de Givat Mordechai y la planta baja era luminosa y permitía divisar un panorama de verdes colinas y casas en la lejanía.
En cuanto abrió la puerta sintió la presencia de alguien. Tras cerrarla sin hacer ruido, entró y escudriñó el pequeño salón, el butacón azul, el sofá, el teléfono, la estantería y la alfombra de rayas. Allí no había nadie. Después pasó al dormitorio y vio a Yuval, tumbado en la gran cama, con los pies colgando por fuera. Aunque el muchacho aparentaba estar dormido, sabiendo que tenía un sueño muy ligero, Michael no se dejó engañar. Se sentó a su lado y le acarició el cabello rizado mientras observaba los pelitos aislados que afloraban en su barbilla. No cabía duda, se estaba haciendo mayor, pensó. La voz que emergió de las profundidades de la almohada vino a confirmárselo: era la voz destemplada de un adolescente.
– No basta con darle a alguien la llave de tu casa -dijo Yuval sin abrir los ojos-, también es necesario que estés en casa alguna vez. Pero ¿qué clase de padre tengo?
– Bueno, ¿qué clase de padre tienes? -preguntó Michael suspirando. Podía imaginar cómo acabaría aquella conversación. Comenzó a desvestirse y el chico levantó la cabeza y se quedó mirándolo sin responder-. Vamos, Yuval, dame un respiro; hoy ha sido un día muy duro, y ayer también. Ten corazón.
– Sólo quería darte una sorpresa, te he traído un regalo de cumpleaños. Porque hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? -dijo el chico, y se sentó-. Creía que estábamos citados ayer noche. ¿No habíamos quedado en que me llamarías?
– Estoy encantado de verte, de verdad. Gracias por el regalo, siento lo de anoche, pero surgió un imprevisto y no pude ir a verte, ni siquiera llamarte -se arrepintió de todas sus palabras mientras las decía. Sabía que no era eso lo que Yuval quería oír, pero el frío, el cansancio y el hambre le inducían a un estado de ánimo irritado que no lograba dominar.
– Por lo menos dime la verdad, dime que te olvidaste y no me vengas con que no pudiste -dijo Yuval con una expresión dolida en la cara-. Nunca hay nada imposible… Si te hubiera interesado, lo habrías hecho.
Era un ritual conocido y ambos sabían a quien estaba citando Yuval. Michael rompió a reír y el chico también sonrió.
– Ya ves que las frases de tu madre a veces vienen como anillo al dedo -dijo Michael encaminándose a la ducha. Yuval se quedó en el pasillo mientras su padre se duchaba-. Entra si quieres -le dijo alzando la voz mientras cerraba el grifo, y el chico se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando cómo se afeitaba su padre, encorvándose para verse en el espejo. Se había envuelto en una amplia toalla de baño y de vez en cuando usaba una puntita para desempañar el espejo, en el que se iba acumulando vapor continuamente.
– ¿Qué tal está tu madre, por cierto? -preguntó Michael, que tenía por costumbre no hablar nunca con su hijo de su ex mujer y que no sabía por qué en aquella ocasión estaba rompiendo su habitual silencio.
– Está bien -dijo Yuval, guardándose para sí la sorpresa que quizá sintió-. Quiere irse de vacaciones al extranjero. Cinco semanas. ¿Te parece que podría quedarme aquí?
– Y a ti, ¿qué te parece? -replicó su padre, quitándose un poco de espuma de la cara para pegársela en la punta de la nariz a su hijo, que sonrió tímidamente y después se secó la nariz-. ¿Cuándo se supone que va a ocurrir eso exactamente? -preguntó Michael mientras se quitaba el resto de la espuma de la cara.
– En abril -dijo Yuval.
– ¿Cómo que en abril? ¿No va a estar para el séder?
El chico repuso que no.
– Y tu abuelo, ¿qué dice de eso? -preguntó el padre, arrepintiéndose de sus palabras aun antes de haberlas pronunciado.
– Él corre con los gastos, ya sabes cómo son las cosas -dijo el muchacho suspirando; y Michael, que sabía muy bien cómo eran las cosas, continuó limpiándose la cara sin decir nada.
La cena de la primera noche de Pascua era un acontecimiento inolvidable en casa de su ex suegro, situada en el barrio residencial de nuevos ricos de Neve Avivim. La vajilla de cristal se sacaba de las vitrinas y el comerciante de diamantes y su esposa, Fela, se devanaban los sesos para invitar al mayor número posible de gente. Nira había tenido que asistir a la celebración año tras año, acompañada de su hijo y de su marido. Michael no había pasado esa festividad en casa de su madre ni una sola vez desde que se casó; había sido incapaz de soportar las presiones. Nira siempre lo llevaba a casa de su padre y Youzek lo recibía con esa expresión que parecía decir: «Después de todo lo que he hecho por ti a lo largo de estos años». La propia boda había sido un asunto penoso, pues se celebró fundamentalmente por «el qué dirán».
– Si le preocupaba tanto que Nira abortara -le desafió Michael en cierta ocasión-, podría haberla ayudado a tener el niño; y si no quería que nadie se enterase, podría haberla ayudado a abortar. Pero no, no paraba de repetir que Nira era todo lo que tenía en este mundo y, a la vez, no dejaba de quejarse de lo que iba a decir la gente. Tenía que salirse con la suya en todo así que Nira no pudo abortar y yo tuve que casarme con ella.