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Incluso hoy, cuando ya habían pasado ocho años desde que se divorciaron, Michael sentía arrebatos de una furia casi incontrolable cuando recordaba las lamentables escenas de su capitulación ante el peor chantaje con el que había topado en su vida.

Youzek, con su cuerpecillo rechoncho y sus ojos pequeños y redondos como cuentas, era un hombre lo suficientemente astuto como para tratar de ganárselo con dinero y promesas de hacerle socio de su empresa. Se citaron en un café de Ramat Gan, justo enfrente del mercado de diamantes. Toda la calle estaba embalsamada por el aroma de chocolate que desprendía la fábrica de Elite Candy. Youzek no paró de insistir en que sabía que Michael era «un muchacho decente y responsable» y que sentía algo «por nuestra Nira, que es todo lo que tenemos», etc., etc. Después de aquel encuentro la boda se perfiló como la única salida posible. Michael no podía hacerles frente, sobre todo a Youzek. Trató de argumentar que Nira y él no se amaban pero le respondió con desdén: «El amor, vaya tontería: la vida de casado se basa en la costumbre y en el compromiso; toda la palabrería sobre el amor no dura ni cinco minutos. Sé de lo que estoy hablando, créeme». Aunque Michael no le creyó, y a pesar de que a sus veinticuatro años ya sabía que la vida de casado de Youzek no era el único modelo disponible y que había otras posibilidades, la boda tuvo lugar poco después. La novia, toda de blanco, hija única de un comerciante de diamantes, y el novio, un estudiante universitario de segundo curso venido de Marruecos, se encontraron juntos en el hotel Hilton de Tel Aviv, con vistas al mar Mediterráneo.

Trataron de convencerlo de que se cambiara el apellido, pero la mención de su «difunto padre» logró que desistieran avergonzados. Lo presentaron a sus conocidos del mundo de los negocios y a sus parientes lejanos diciendo que era un hombre de letras muy dotado, un intelectual brillante. Cuando la lista de licenciados, en la que figuraba «Ohayon, Michael, Historia (sobresaliente)», se publicó en la prensa, la recortaron. Pero cuando su nombre apareció en la lista de doctores ya no guardaron el artículo, aunque era uno de los tres estudiantes que habían conseguido el cum laude. En aquel entonces ya comenzaba a hablarse de un posible divorcio.

Michael volvió a mirar a Yuval, cuya concepción había sido el motivo de tantos infortunios, y le preguntó mientras le acariciaba el pelo:

– Así que te has acordado de mi cumpleaños. E incluso me has traído un regalo. ¿Y ahora me vas a castigar sin dármelo? ¿Qué me has comprado?

Con orgullo mal disimulado el chico le entregó un paquete, y Michael lo abrió con curiosidad. Era La chica del tambor de John Le Carré y en la guarda había algo escrito con letra infanticlass="underline" «Para papá, el maestro del tambor, de su hijo Yuval, el pequeño tambor».

Este chico es demasiado sentimental, se dijo Michael por enésima vez.

– Dijiste que te gustaba -dijo Yuval, con señales de inquietud aflorándole en el rostro.

Michael dejó el libro sobre el sofá del salón y le alborotó el pelo a su hijo, le acarició la barbilla y le estrechó entre sus brazos. Los esfuerzos de Yuval por agradarle lo conmovían profundamente. Recordaba los dibujos que le hacía cuando era pequeño y todos aquellos extraños collages que el chico se pasaba días y días confeccionando con recortes de revistas que pegaba sobre un papel.

Michael le preguntó con mucho tacto qué significaba la dedicatoria.

– Ya la entenderás cuando lo hayas leído -dijo Yuval muy convencido, y Michael le preguntó si el libro no le había resultado difícil-. Sí, no fue fácil, hasta que me metí en él. Si te refieres a mi edad, no, en ese sentido no me ha resultado difícil en absoluto -la voz se le quebró al final de la frase; sonrojándose, se encogió de hombros y guardó silencio.

Michael comenzó a leer la primera página del libro, fingiendo que se desentendía de Yuval; los desmañados movimientos de su hijo y su voz desentonada le inspiraban un poderoso deseo de abrazarlo y decirle que aquello no era más que una fase, que él también había pasado por eso, por la torpeza y el acné, por sentirse preso de vagos anhelos físicos. Pero el respeto que sentía por la dignidad del muchacho le impedía obrar así, de manera que no podía ofrecerle otra protección que aparentar que no se daba cuenta de que su cuerpo estaba creciendo y su voz cambiando.

Una mujer con la que había tenido una breve aventura durante su último año de matrimonio lo acusó una vez de que nunca era espontáneo, de que calculaba todos y cada uno de sus actos. Pero no supo qué responder a su pregunta: «¿Para qué los calculo?», y sólo se le ocurrió decir que Michael hacía las cosas para agradar a los demás.

En aquel entonces se sintió dolido, pero luego había recordado muchas veces aquellas palabras, sobre todo cuando la gente lo miraba con sorpresa y le decía, de palabra o sólo con los ojos: «¿Cómo te has dado cuenta?». Nada lo hacía tan feliz como recibir esa sorprendida mirada de agradecimiento.

De pequeño, Yuval a veces lo miraba con esa expresión. Pero últimamente Michael había comenzado a notar un destello de escepticismo en sus ojos, aunque siempre se apresuraba a bajar la vista cuando descubría a su padre observándolo. Y también habían empezado a tener escenitas, las típicas de la adolescencia. Recientemente a Yuval le había dado por acusar a su padre de ser hipócrita. Después le pedía disculpas, pero Michael sabía que estaba refiriéndose a lo mismo de lo que aquella mujer cuyo nombre ni siquiera recordaba lo había acusado hacía tantos años.

El teléfono sonó. Yuval lo miró con odio, suspiró, levantó el auricular, escuchó un momento y, sin despegar los labios, se lo pasó a su padre, que lo sujetó con una mano mientras con la otra intentaba tocar a su hijo, que lo esquivó y se tiró sobre el sofá, donde se quedó tumbado clavando una mirada de desesperación en el techo.

– Sí -dijo Michael-. Me alegro de que hayas conseguido localizarme, estoy aquí por casualidad.

– Estoy en una cabina de Rehavia. Sólo quería darte el parte de que no ha sucedido nada sospechoso antes de que llegara el relevo. Ya he informado al Control de que todo está en orden.

– ¿Nada de nada? -preguntó Michael a uno de los dos hombres que estaban montando guardia en casa de Hildesheimer.

– Ha habido mucho movimiento; toda la mañana ha estado entrando y saliendo gente, a intervalos de una hora, pero tengo entendido que eso es lo normal. Y acabo de ver al sujeto en cuestión, más sano que una manzana, hablando con una chica muy atractiva en la calle.

– ¿Una chica muy atractiva? -Michael Ohayon repitió la expresión, que no encajaba en la imagen que tenía del doctor Hildesheimer.

– Sí, una señorita que ha estado rondando por la calle, paseándose arriba y abajo frente a su casa. Hildesheimer salió para ir a la tienda de ultramarinos y volvió con una barra de pan, no hará ni un minuto de eso, y se la encontró en la calle. Un verdadero bombón: lleva un vestido rojo y tiene el pelo negro.

El ruido de un autobús se introdujo en la línea y Michael formuló una pregunta mientras esperaba a que el autobús pasara de largo: ¿Habían entrado juntos en la casa? Cuando le respondieron negativamente preguntó si Hildesheimer se había dado cuenta de la situación.

– ¿El viejo? Ni por asomo. Iba andando con la vista fija en el suelo, casi se choca con un árbol. La vio cuando la chica lo abordó. No alcanzamos a oír lo que decían, estaban demasiado lejos. Pero el doctor está vivito y coleando y nadie ha tratado de agredirlo -Michael no dijo nada-. Así que nos marchamos -dijo el policía a modo de conclusión-. Nos veremos mañana, ¿verdad?

Michael contestó afirmativamente y colgó el teléfono.

Eran las cuatro de la tarde. Si el avión de Nueva York no se había retrasado, Nava, la hija de Neidorf, debía de haber aterrizado hacía una hora.

– Oye, Yuval -dijo volviéndose hacia su hijo, que estaba repantingado en el sofá con los ojos medio cerrados-. Tengo que resolver algunos asuntos, luego volveré a verte. Iremos al cine. ¿Qué te parece? -el chico se encogió de hombros, pero Michael no se dejó engañar por aquella muestra de indiferencia y dijo-: De acuerdo, entonces. Ahora son las cuatro. Tengo que hacer una llamada más, luego me tengo que ir, y estaré de vuelta sobre las ocho. ¿A qué hora entras en el cole mañana?