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– La primera clase empieza a las siete y veinte -gruñó Yuval. Iba al mismo colegio en el que había estudiado Michael. Aunque ya casi no quedaba ninguno de los antiguos profesores, Michael sentía un gran afecto hacia aquel colegio de Bayit V'gan donde había pasado seis años interno y al que atribuía casi todos sus éxitos en la vida-. Tenemos matemáticas a primera hora, con el tiempo que hace -dijo Yuval-. Hasta los internos llegan tarde.

La tercera parte de los alumnos eran internos. Se les seleccionaba cuidadosamente entre los niños de todo el país. Y se les presentaba como «niños muy dotados de familias desfavorecidas» ante los donantes estadounidenses.

– ¿Tienes deberes para hacer? -preguntó Michael mientras empezaba a marcar el teléfono del Margoa. La voz de la telefonista del hospital, a la que pidió que le pusiera con el doctor Baum, le impidió oír la respuesta de Yuval. El doctor le prometió que lo esperaría en su despacho.

Yuval se levantó y le preguntó si podía acompañarlo. En su voz resonó una nota implorante e infantil y Michael se sintió tan acongojado como la primera vez que lo había dejado solo en la guardería. Le dijo que era imposible, pero que cumpliría fielmente su promesa de volver a las ocho.

– Para entonces ya te habrá dado tiempo de terminar tus tareas. Sé por experiencia que os ponen una tonelada de deberes, ¿a que sí? Tienes deberes para mañana, ¿verdad? -desconsoladamente, Yuval hizo un gesto de asentimiento. Sus ojos grises de largas pestañas miraron recelosos a Michael.

– ¿Estás seguro de que podrás estar de vuelta a las ocho?

No pudo contener una sonrisa cuando su padre le respondió:

– Palabra de scout -y levantó la mano imitando el saludo de los scouts.

Michael no logró estar de vuelta a las ocho y Yuval lo recibió señalando su reloj y diciéndole:

– Podemos olvidarnos de ir al cine.

– No te preocupes, llegaremos a tiempo -dijo Michael, y se lo llevó al coche a toda prisa. Aunque se detuvieron por el camino para comprar una bolsa enorme de palomitas, llegaron justo cuando empezaba la película de ciencia ficción Alien, que Yuval estaba como loco por ver.

Una vez que el muchacho se hubo acomodado en su butaca, Michael al fin pudo relajarse y pensar en su cuerpo dolorido y su mente agotada. No tenía esperanzas de quedarse dormido, porque la visita al hospital lo había dejado tenso. Baum le había permitido ver a Tubol, pero tal como el médico predijo, no lograron extraerle ni una palabra. Aunque era la primera vez que Michael pisaba un hospital psiquiátrico, mantuvo su habitual impasibilidad facial y una perfecta compostura, incluso cuando se vio sentado junto a la cama de un psicótico mudo y enroscado sobre sí mismo. Acosado por las imágenes de la clínica psiquiátrica, no prestó atención a los primeros quince minutos de la película.

Al principio la enfermera, Dvora, insistió en que no tenía ni idea de cómo habría ido a parar la pistola a manos de Tubol. Pero después de pedirle repetidas veces que intentase imaginar adonde podría haber ido el paciente, Baum, que estaba sentado acariciándose el bigote, apuntó la posibilidad de que Tubol se hubiera encontrado con el jardinero.

Con redoblada atención, Michael preguntó qué relación mantenía el jardinero con los pacientes y Baum cantó las alabanzas de Alí largo y tendido. Cuando Michael quiso saber cómo podría localizar al jardinero, repuso que no tenía ni idea; sólo sabía que Alí vivía en Dehaisha. Ohayon se estremeció al pensar en las degradantes condiciones de aquel campo de refugiados, que estaba a sólo media hora de Jerusalén. El encargado de mantenimiento, le dijeron, sabría cómo localizar a Alí. Pero el encargado terminaba su jornada a las tres. Sí, podían llamar a su casa. Llamaron y Michael habló con él, y el hombre le dijo que así, de repente, no recordaba ningún detalle. «¿Ni siquiera cómo se apellida?», preguntó Michael impacientándose. No. En el registro estaba todo, pero no podía ir a consultarlo en ese momento; estaba solo en casa con su hijo pequeño. No, a esa hora del día no había nadie más que pudiera buscar la información que precisaba. No, no podía sacar al bebé de casa para ir al hospital con el tiempo que hacía. Sí, Alí trabajaba los sábados, y al decirlo el encargado de mantenimiento se puso agresivo: era un asunto interno que no le concernía a nadie. Alí no trabajaba los domingos, pero estaría en el hospital el lunes. «¿Es tan urgente?»

Michael dominó su frustración y mantuvo un tono cortés y una expresión paciente para dar buena impresión al doctor Baum y a la enfermera. Sí, dijo el encargado, suponía que podría ir al hospital un poco más tarde, aproximadamente dentro de un par de horas, cuando su mujer volviera.

Michael retomó el tema de la doctora Neidorf. No, ni el doctor Baum ni la enfermera Dvora tenían ningún contacto con el Instituto. La doctora Neidorf había trabajado como especialista en el hospital y en las consultas externas, pero la conocían muy superficialmente.

Baum dio a entender que sí conocía a alguien del hospital que había tenido una relación profesional con Neidorf. Una vez que Michael hubo explicado la importancia que hasta el más pequeño detalle tenía para la investigación, la enfermera Dvora le dirigió una mirada cómplice a Baum y éste comenzó a describir minuciosamente lo que había sucedido el sábado, haciendo mención de la doctora Hedva Tamari y contando cómo se había desmayado y cómo él se había enterado de que Hedva había sido paciente de la doctora Neidorf. Anotó el número de teléfono de Hedva en una hojita de un recetario y Michael se la guardó en el bolsillo.

Al final, el encargado de mantenimiento, un hombre flaco y nervioso, con gafas, se las arregló para presentarse en el hospital. Les comunicó que tenía que estar de vuelta en casa dentro de media hora, ya que había dejado a su niño al cuidado de un vecino; no quería entorpecer la labor de la policía, sobre todo teniendo en cuenta que se sentía responsable del jardinero, que trabajaba los sábados con su permiso; confiaba en que Alí no hubiera hecho nada malo.

Gracias al registro supieron que el apellido de Alí era Abú Mustafá, y nada más. Se dieron repetidas explicaciones de por qué trabajaba el sabbath. Vendría a trabajar al día siguiente, lunes, por la mañana. Sí, informarían puntualmente de su llegada al inspector jefe Ohayon. También lo mantendrían informado de cualquier cosa que ocurriera. Si alguno de los pacientes hablaba, dijo la enfermera Dvora, llamaría inmediatamente al teléfono que le había dado. Baum contemplaba con escepticismo la posibilidad de que eso ocurriera. Ambos subrayaron la importancia de que Michael no acudiera al hospital de uniforme, «para no alterar a los pacientes sin necesidad, y lo mismo le digo con respecto a mañana por la mañana», dijo Baum mientras acompañaba afuera a Michael, palpándose el vendaje que asomaba por encima de su jersey negro de cuello vuelto. Estaba lloviendo a cántaros y había anochecido.

Nava Neidorf-Zehavi había llegado, pero su bebé no había parado de llorar desde Chicago hasta Nueva York y desde Nueva York hasta Israel, y Nava estaba mareada y exhausta. Su marido le rogó a Michael que la dejara dormir y esperase hasta después del entierro para hablar con ella.

Le anotó el nombre de los contables de Neidorf, Zeligman y Zeligman, en una hojita de papel. En la oficina no cogían el teléfono y Michael probó suerte llamando a su casa. El Zeligman que respondió estaba a punto de salir, pero le prometió que tendría el archivo listo a primera hora de la mañana siguiente.