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Después de repasar todos estos sucesos mentalmente, Michael estiró las piernas y echó una mirada furtiva a Yuval. El muchacho estaba hipnotizado por lo que sucedía en la pantalla. Aunque su padre no distinguió su expresión, vio que su cuerpo estaba tenso y que no había tocado las palomitas que tenía sobre las rodillas. Michael comenzó a prestar atención a la película y al cabo de unos minutos estaba inmerso en el argumento: siete habitantes de la tierra descubren durante un vuelo espacial que se les ha sumado un octavo pasajero, un ser de otro planeta. En realidad no es un ser, sino una presencia maligna, imposible de identificar porque tiene la capacidad de ir cambiando de aspecto. Uno a uno va matando a todos los seres humanos, que no pueden combatirlo porque no les es posible prever en quién de ellos se manifestará.

La remota esperanza de pasar durmiendo la siguiente hora se desvaneció. Por lo general a Michael le aburrían las películas de ciencia ficción. Tal como le había explicado humorísticamente a Yuval en una ocasión, lo que le interesaba era el pasado, no el futuro. Pero al ver aquella película lo embargó un sentimiento de terror fuera de lo común, que él atribuyó a su agotamiento; todo lo que veía le recordaba los sucesos de los dos últimos días. Al observar los recelos y miedos de los siete pasajeros de la nave espacial, no pudo por menos de acordarse de lo que Hildesheimer había dicho al final de la reunión del Comité de Formación: «No podemos seguir conviviendo en tanto que este asunto no se resuelva. Son demasiadas las personas que están a nuestro cargo como para que podamos permitirnos no saber quién de nosotros es capaz de cometer un asesinato».

Al salir del cine, Yuval le preguntó a su padre si le había gustado la película.

– Es la película más terrorífica que he visto en mi vida respondió Michael sin pararse a pensar. Antes de que le diera tiempo a retirar sus palabras, vio que una expresión de satisfacción se extendía por el rostro de su hijo.

– Pues las hay peores todavía -dijo Yuval.

10

– Ayer leí lo que decía de ti el periódico, lo importante que eres y en lo que estás trabajando ahora -dijo Yuval.

El chico terminó de beberse el café de pie, guardó en su mochila el sándwich de queso que le había dado su padre y anunció que estaba listo. Michael metió su taza y los platos del desayuno en la pila. Eran las siete de la mañana y el chaval tenía que estar en el colegio a las siete y veinte.

– A esta hora hay poco tráfico; si salimos ahora mismo, llegarás con tiempo de sobra.

– Ya sé que no me vas a contar nada de esto -dijo el chico con seriedad-, pero sólo quería preguntarte a qué se dedica un psicoanalista -pronunció la palabra laboriosamente, sílaba por sílaba.

Michael recogió las llaves, el tabaco y la cartera, se los guardó en el bolsillo del chaquetón y sonrió a su hijo.

– Es como un psicólogo. Cuando tu madre y yo nos separamos y tú eras pequeño, estuviste viendo a una mujer en una casa muy grande que hace esquina, en Katamon; allí hay un centro de terapia infantil; jugabas con un montón de juguetes y hablabas con ella. ¿Te acuerdas?

– Me acuerdo -dijo Yuval torciendo el gesto-. Fui allí porque lo decidió Zippora, mi profesora, o al menos eso me dijiste. En todo caso, aquello era un rollo.

– Esto es bastante parecido, aunque se va con mayor frecuencia y, como es lógico, los adultos no juegan con juguetes. A algunas personas les viene bien.

– A mí me parece que todo eso es un timo -dijo el chico con desprecio.

Michael sonrió y abrió la puerta de la calle. Estaba lloviendo y, además, hacía mucho frío; padre e hijo se arrebujaron con sus chaquetones. El viento, que soplaba con fuerza entre los altos bloques de apartamentos, arreció de camino hacia el barrio de las afueras donde estaba el colegio de Yuval.

– Un día gris -dijo Michael desalentado, como hablando consigo mismo, y aun antes de dejar al chico a las puertas del colegio empezó a pensar en lo que le esperaba. Cuando Yuval se bajó del coche, Michael se empeñó en darle un beso y en acariciarle la mejilla. Nunca hacía caso de las protestas de su hijo, que desde los tres años ya le decía: «¡Ay, que no soy un bebé!».

Pero ese día Yuval no protestó. Se alejó a toda prisa para alcanzar a una chica que se dirigía a paso lento hacia la entrada del jardín. Michael se quedó mirándolos. La chica tenía las piernas largas y el pelo recogido en una cola de caballo, y Yuval le sonrió. Michael sólo alcanzó a ver la sonrisa de refilón, pero esa breve escena le inspiró un sentimiento simultáneo de alegría y de melancolía, sentimiento que no lo abandonó hasta que llegó al Margoa.

Delante del hospital, Baum lo esperaba junto a la caseta del guarda. Eran las ocho menos cuarto. El jardinero, le explicó, llegaría de un momento a otro. Entonces apareció el encargado de mantenimiento, echó una ojeada a su reloj y dijo que Alí nunca se retrasaba.

– Está aquí como un clavo a las ocho, haga el tiempo que haga -dijo, pero Michael tuvo el presentimiento de que ese día el jardinero iba a faltar a sus buenas costumbres.

Bien arropados por sus abrigos, se quedaron esperándolo en la caseta junto a una pequeña estufa. A las ocho y media el inspector jefe Ohayon dijo que tenía que marcharse, que no podía esperar más. Les pidió que lo llamaran a su despacho del barrio ruso cuando llegara el empleado. Si no estaba allí, podían dejarle un recado en el Centro de Control. Si el jardinero llegaba, añadió, les agradecería mucho que se comportaran como si no hubiera pasado nada.

Tzilla y Eli Bahar lo estaban esperando en su despacho. Sentada en un extremo de la mesa, Tzilla se entretenía cogiendo clips de un cenicero limpio y doblándolos; Eli parecía preocupado. Michael se sintió como un intruso. Pasó la mirada de uno a otro y dijo «buenos días»; después de que le respondieran sin ningún entusiasmo, le pidió a la telefonista que le pusiera al habla con Belén.

El policía árabe que respondió a la llamada le puso en comunicación con el oficial de turno, que parecía contentísimo de oír su voz.

– Ohayon, viejo amigo, ¿qué tal te encuentras hoy? ¿Cuándo vamos a verte por aquí? Hace siglos que no vienes de visita. ¿Puedo hacer algo por ti? Lo que sea… ¡Sólo tienes que pedirlo!

Michael cumplió con los rituales de la cortesía, le preguntó por la salud de su mujer y de sus hijos y le expresó su deseo de que el pequeño se hubiera recuperado bien de la neumonía. Estaba viendo con la imaginación la cara redonda y la abultada barriga de Itzik Gidoni, cuya cordialidad era célebre entre sus hombres.

– Puedes ir poniendo el agua a hervir -bromeó Michael-. Voy a pasarme a tomar una buena taza de café.

Del auricular salieron exclamaciones de júbilo.

– Pero antes de nada -continuó poniéndose serio-, tendrás que localizar a un tal Alí Abú Mustafá del campo de Dehaisha.

– ¿No me puedes dar algún dato más? -Gidoni también cambió de tono-. Entre ellos, Abú Mustafá es como Cohen o Levy.

– Ya sé que no va a ser fácil. Trabaja de jardinero en el hospital Margoa. Un tipo joven, de unos veinticinco años, pelo rizado, no demasiado alto.

Se produjo un silencio, y por fin Gidoni dijo suspirando:

– Haremos lo que podamos; el café no se va a estropear. No sé cuánto tiempo podrá llevarnos. Créeme si te digo que meterme en Dehaisha es lo último que me apetece hacer esta mañana. Pero, ¿qué no haría yo por ti? Y cuando lo encontremos, ¿lo detenemos y te lo comunicamos?

– Sí, sin pérdida de tiempo. Si no estoy aquí, trata de localizarme a través del Control; ellos sabrán dónde encontrarme. Cuento con tomarme una buena taza de café esta mañana -Michael colgó el auricular suavemente y dirigió una mirada a Tzilla y a Eli.

El esbelto cuerpo de Tzilla estaba envuelto en una trenca de hombre; su pelo corto y su cara sin maquillar le daban un aire de golfillo. Eli no se había afeitado.