Desde detrás de las manos ahuecadas para proteger la llama de una cerilla, Michael señaló que, en su opinión, la ira era la emoción que predominaba en el ambiente.
– Se les ve tristes y con miedo, pero sobre todo airados.
Después guardaron silencio hasta llegar a la sinuosa carretera que conducía hacia el cementerio de Givat Shaul. Empezó a caer una fina llovizna. Tzilla conectó el limpiaparabrisas, que, tan pronto como se hubo secado el cristal, emitió un chirrido que a Michael le puso la carne de gallina. Tzilla lo paró, las gotas de lluvia volvieron a cubrir el parabrisas y la conductora se quejó de la mala visibilidad y de lo resbaladizo que estaba el firme.
Cuando ya estaban a menos de un kilómetro del cementerio, pasando por delante de las fábricas de lápidas, Michael mencionó al joven, describiéndolo en unos términos que le hicieron preguntarse a Tzilla en voz alta cómo no se habría fijado en él.
Una vez más se hizo el silencio, y después Eli abordó el tema del viaje a Belén. ¿Por qué no traían al jardinero al barrio ruso para interrogarlo?, preguntó, y además, ¿por qué tenían que ir los dos?
A Michael le daba miedo no manejarse bien en árabe.
– No se puede realizar un interrogatorio cuando estás tratando de traducir el árabe de Marruecos al de Jordania; hay que hablar con fluidez y precisión.
Pero Eli insistió. Entonces ¿por qué no iba él solo?; así Michael quedaría libre para dedicarse a otras cosas; sería una pérdida de tiempo que fueran ambos. Sí, convino Michael, pero no quería defraudar a Gidoni; estaba esperándolo para tomar café.
– ¡Vaya, menuda razón! -bufó Tzilla despectivamente.
Pero ninguno de los dos osó decir nada más. Aunque Michael no hacía gala de guardar las distancias con sus subordinados, siempre sabían hasta dónde podían llegar.
Tzilla aparcó lo más cerca que pudo del muro de piedra que separaba las tumbas del camino.
La lluvia había ido arreciando y cuando llegaron junto a la tumba abierta empezó a jarrear. Michael no distinguía las gotas de lluvia de las lágrimas. No se abrió ni un solo paraguas y a Michael le dio la impresión de que todos estaban abandonándose a la lluvia por voluntad propia, que habían dejado los paraguas en los coches a propósito. Miro a su alrededor y vio que una gran nube gris envolvía al nutrido grupo de personas. A pesar de que era temprano, apenas había luz. Se veían tumbas por todas partes, algunas recién tapadas y otras cubiertas por lápidas de piedra. Pensó en su madre, que estaba enterrada en los arenales de Holon, a las afueras de Tel Aviv; oyó su voz cálida y suave. No muy lejos de él estaba Hildesheimer, mirando al frente con expresión torva y severa. El hijo de Neidorf recitó la oración fúnebre. El silencio era absoluto, no se oía ni un gemido.
De pronto un alarido espantoso rasgó el aire. Pasaron varios segundos antes de que Michael identificara la palabra «mamá». Nadie se movió y sólo se oían las gotas de lluvia cayendo sin tregua sobre el suelo. A continuación la gente colocó algunas piedras en la tumba y, según la costumbre de los judíos de Jerusalén, los hombres formaron en dos filas y el hijo pasó entre ellos. Las mujeres se apartaron. Algunas se acercaron a la hija de Neidorf, Nava, que estaba muy quieta junto a la tumba con la cabeza baja, reclinándose en una mujer desconocida para Michael. Los hombres echaron a andar hacia los coches hundiéndose en el barro. Nadie se detuvo a hablar con nadie, nadie pronunció una sola palabra. Algunos tocaron a Nava en el brazo, y algunos dirigieron una mirada a Hildesheimer, pero nadie lo tocó. Linder se le acercó y le ofreció el brazo, y el anciano se apoyó en él para dirigirse laboriosamente hacia uno de los coches. Rosenfeld, observó Michael, que cerraba la marcha, se sentó al volante y detrás de él tomó asiento el hombre apuesto del Comité de Formación.
Tzilla esperaba en el asiento del conductor. Michael subió al coche y reparó en la expresión sombría de Eli.
– Entonces ¿qué me sugieres? -preguntó después de carraspear-. ¿Que lo traigamos aquí?
Eli asintió con la cabeza y tuvo un escalofrío. En el coche olía a lana húmeda y Michael abrió la ventanilla a pesar de que seguía lloviendo. Después se inclinó hacia la radio y pidió al centro de Control que le dijeran a Gidoni que les mandara el paquete. Cuando estaban entrando en la ciudad una voz dijo por la radio que Gidoni quería saber si eran sus hombres los que tenían que hacerse cargo de entregar el paquete. Sí, dijo Michael, lo preferiría así. Se oyó un suspiro de alivio procedente del asiento trasero. Tzilla sonrió y Michael se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. No paraba de llover y Eli empezó a explicar en tono de disculpa que probablemente el interrogatorio duraría varias horas.
– Quedarse tirado en Belén con el tiempo que hace… -dejó la frase sin terminar.
Tzilla detuvo el coche junto al asador donde solían comer, en el mercado de Mahaneh Yehuda de la calle Agrippas, y nadie la rebatió cuando dijo:
– Después de un entierro siempre me entra hambre.
Tal como había predicho Tzilla mientras ensartaba con su tenedor los trozos de carne de un gran plato de parrillada mixta, cuando llegaron al barrio ruso, Alí Abú Mustafá estaba esperándolos en la sala de detenidos. Michael fumaba como una chimenea. El repentino cambio del entierro al restaurante, donde Tzilla no paró de charlar con mucha animación y Eli picoteó su comida sombríamente sin despegar los labios, y la perspectiva del interrogatorio lo habían cargado de tensión.
– Imaginaos por un momento qué pasaría si arrestásemos a un colono judío de los alrededores de Belén y lo metiéramos en un calabozo del barrio ruso -dijo Tzilla lanzando un gruñido de desaprobación mientras maniobraba con mucha habilidad para aparcar el coche. Relevaron al policía encargado de custodiar al detenido, que estaba acurrucado en un rincón de la sala. Michael observó sus extremidades desmadejadas y sus ojos, en los que se veía la mirada derrotada de quien sabe que tiene perdida la partida de antemano. Michael se sentó en el rincón de enfrente y Eli comenzó a anotar los datos del detenido. Alí estaba intentando adivinar quién de los dos era el jefe, pasando rápidamente la vista de uno a otro, hasta que al final posó la mirada en Eli, que le preguntó calmadamente por qué no había ido a trabajar. Después de un prolongado silencio, repitió la pregunta. Michael, que a pesar de entender bien el árabe siempre tenía miedo de no captar los matices debido a las diferencias de acento y vocabulario, mantuvo la vista fija en el joven jardinero, quien por fin dijo que estaba enfermo.
Eli le interrogó sobre el carácter de su enfermedad y Alí se señaló la cabeza y dijo que había tenido fiebre durante toda la noche. Después de un leve titubeo, preguntó si lo habían arrestado por haber faltado al trabajo. En su pregunta no había ironía, sino tan sólo la resignación de un hombre que se había acostumbrado a la idea de que podían arrestarlo por cualquier cosa. Eli le explicó que los motivos de su arresto no eran políticos y estaban relacionados con la investigación de un asesinato.
Alí se incorporó, repitió la palabra «asesinato» en tono interrogativo, con asombro, con indignación, y terminó por pronunciar una larga frase que se resumía en la afirmación de que no sabía de qué le estaban hablando. Mientras tanto, Eli dibujaba cuadraditos en el papel que tenía delante sobre una mesa.
La sala de detenidos estaba en la segunda planta del ala de interrogatorios. Las paredes eran de color amarillo sucio y la única ventana de la sala daba a un patio. La mesa y las dos sillas eran grises y el ambiente nunca dejaba de sorprender a Michael por lo deprimente que resultaba. Eli esperó un momento y después hizo un comentario sobre la costumbre del jardinero de trabajar los sábados; Alí pegó un bote y declaró que no había hecho nada malo, que trabajaba los sábados por motivos religiosos, que el encargado de mantenimiento lo sabía, que era un acuerdo entre ellos, y que se lo habían permitido precisamente porque era un trabajador bueno y de fiar.