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Eli levantó la vista del papel y de los cuadraditos que iban llenándolo rápidamente y preguntó qué tipo de motivos religiosos podrían llevar a un musulmán a escoger el domingo como día de descanso. Después le explicaría a Michael que la mayoría de la población de Dehaisha era musulmana, por lo que no se había arriesgado mucho al decir eso. A Alí se le tiñó el semblante de gris mientras tartamudeaba que casi todos sus amigos trabajaban los sábados y que, por esa razón, la vida social del campo de refugiados y sus alrededores tenía lugar principalmente los domingos. Era una respuesta convincente, pero Eli la escuchó con expresión escéptica y, de repente, le preguntó cuánto tiempo llevaba su hermano en la cárcel. El detenido tembló y trató de explicar que la detención policial de su hermano no estaba justificada. No le echaba la culpa a las autoridades, no, la culpa la tenía su hermano; era tan joven y alocado que no sabía ni lo que decía, y por eso lo habían arrestado como sospechoso de agitación y sedición, cuando en realidad ni siquiera sabía lanzar una piedra en línea recta. Después volvió a jurar que él no había hecho nada malo.

En ese caso, dijo Eli en un tono tan neutro como el que hubiera empleado para pedirle que le describiera el paisaje de su tierra natal, ¿por qué no les había dicho nada sobre la pistola? Si de verdad no tenía nada que ocultar y no había hecho nada malo, ¿por qué no había entregado la pistola a la policía?, le preguntó Eli con un aire tal de franqueza e inocencia que a Michael se le cuajó la sangre en las venas. Tenía la vista clavada en el joven jardinero, que estaba bañado en sudor a pesar de que en la habitación hacía frío. Alí se enjugó la frente con mano trémula y preguntó que qué pistola. Qué pistola iba a ser, la que había encontrado en el hospital, dijo Eli, como si todo el mundo supiera perfectamente de qué estaba hablando; la que había tratado de esconder para dársela a sus amigos de Dehaisha, claro está.

Alí juró que nunca había tenido la menor intención de hacer nada con la pistola, lo único que quería era no meterse en problemas. Después de esa declaración, realizada con voz apasionada, se hundió en su silla y se quedó mirando a Eli como si el policía fuera el gran brujo de la tribu. Michael contuvo el aliento. Sabía, como Eli, que si el jardinero hubiera querido utilizar la pistola, no la habrían descubierto tan pronto.

En el tono con el que se pregunta a un niño por qué no le ha contado a su madre un problema que podría haberse resuelto fácilmente, Eli le volvió a preguntar por qué no había entregado la pistola a la policía. Entonces Alí comenzó a describir lo que había sucedido el sábado por la mañana, desde el instante en que «la» vio brillando entre los arbustos hasta que Tubol se la guardó. Habló en tono monocorde, sin alzar ni bajar la voz; daba por sentado, según le pareció a Michael, que ya no podía ocultar nada y que no tenía sentido intentarlo. Cuando hubo terminado, Eli le preguntó si no se había fijado en los coches de policía que estaban aparcados junto a los terrenos del hospital.

Sí, respondió Alí, claro que se había fijado en ellos, por eso precisamente había hecho eso con Tubol. Había pensado… En ese punto se le ahogó la voz. Eli no lo presionó. Lo que había pensado resultaba evidente y no hacía falta expresarlo con palabras.

– ¿Qué pensó? -le preguntó Michael.

El detenido lo miró directamente por primera vez, con una mirada cautelosa, asustada, y respondió que había pensado que si iba a entregar la pistola a la policía lo detendrían inmediatamente. Con una ingenuidad fingida, que le hizo sentir asco de sí mismo, Michael le preguntó a qué se debían esas aprensiones. Alí se encogió de hombros y recordó a su hermano, que estaba matando el rato a la puerta de su casa justo después de que apedrearan un jeep del ejército que estaba cruzando el campamento, y que fue arrestado antes de que le diera tiempo a abrir la boca. Y aunque, igual que su hermano, él, Alí, no había hecho nada para justificar que lo detuvieran, ¿quién le habría creído?

Eli hizo un gesto desdeñoso con la mano y respondió que en ese momento no estaban hablando de su hermano, y que todavía no tenía noticia de ningún preso que no se declarara inocente, pero que, en cualquier caso, un jeep había sido apedreado en Dehaisha y que alguien debía de haber lanzado las piedras. Lo que ahora le interesaba era el momento exacto en que Alí había encontrado la pistola y una descripción de la misma. Anotó las respuestas del jardinero y después le preguntó si, antes de descubrir el arma, había notado algo especial…, la presencia de un coche, de una persona, cualquier cosa que recordara.

Alí explicó que hasta el mismo momento en que la pistola le llamó la atención, un par de minutos después de llegar a la fila de rosales que estaba pegada a la verja, había estado trabajando sin levantar la vista, yendo de un rosal a otro. Aunque fuera así, insistió Eli, puede que hubiera oído o visto algo extraño aquel sábado, incluso después, daba igual, ¿no le importaría hacer un esfuerzo para recordarlo? El policía pronunció esta última frase abruptamente, a la vez que se levantaba con un movimiento brusco que sobresaltó al detenido y le impulsó a llevarse las manos a la cara. Al ver que Eli se quedaba parado junto a la mesa sin acercársele, el jardinero bajó las manos y juró que no había visto nada. Sólo coches patrulla y un montón de coches normales, pero eso fue después de haber encontrado la pistola. Antes de encontrarla no se había acercado a la verja. Eli dirigió una mirada inquisitiva a Michael y éste alzó las cejas con un gesto que decía «déjalo, no vamos a sacarle nada más» con tanta claridad como si lo hubiera expresado con palabras. Pero Eli hizo un último intento. ¿A quién había visto en el hospital esa mañana?, preguntó.

Los sábados sólo trabajaban los médicos, dijo Alí, el del bigote y la doctora de pelo rizado cuyo nombre no sabía pronunciar, y también vio a Tubol, y después a la enfermera gorda. Pero esa enfermera le inspiraba miedo y siempre trataba de apartarse de su camino, de manera que ella no lo vio a él. Y a nadie más. Había visto a los médicos al llegar por la mañana, y a Tubol en el jardín, justo después de encontrar la pistola, dijo en respuesta a una pregunta formulada por Michael, que se levantó, llamó al policía que estaba esperando en el pasillo y le indicó a Eli con un gesto que lo acompañara afuera.

Los dos convinieron en que lo que les había contado Alí era verdad. Eli preguntó cuánto tiempo lo iban a retener y Michael se encogió de hombros.

Hazle firmar su declaración y prometer que se va a quedar quieto, y luego deja que se marche. No quiero tenerlo detenido sin razón, pero tampoco quiero que desaparezca del mapa.

De vuelta en la habitación, Eli explicó lentamente al detenido, que parecía tener dificultades para comprenderle, que si hacía lo que le dijeran, por esta vez, le permitirían marcharse. Alí firmó la declaración y prometió quedarse en Dehaisha, pero dijo que no volvería al trabajo. Michael quiso saber por qué y, al final, Alí expresó el temor de que lo lincharan si volvía al hospital. De momento, le tranquilizó Eli, la única persona que sabía algo de su participación en lo ocurrido era el encargado de mantenimiento, y, por su parte, ellos estaban interesados en que volviera a trabajar y mantuviera los ojos bien abiertos por si veía algo fuera de lo común. Alí asintió mecánicamente y Eli le preguntó si iba a volver al trabajo al día siguiente. Haría todo lo que le pidieran. ¿Cuándo le iban a permitir irse a casa? Hoy, repuso Eli. Fue entonces, y sólo entonces, cuando un destello de odio apareció en los ojos del joven árabe, mientras comprendía que lo habían engañado, y que, aunque le dejaran irse, estaba atrapado.

Ya eran las seis de la tarde cuando terminaron de despachar el papeleo y de decidir lo que Gil Kaplan iba a declarar a la prensa. (Michael procuraba evitar dentro de lo posible el contacto directo con los periodistas; ver un gran despliegue de una foto suya, como el que aparecía ese día en la última página del periódico, lo llenaba de vergüenza.) La lluvia había cesado. Michael sabía que tenía que marcharse a ver a la familia de la mujer asesinada, pero retrasó el momento de irse para beber tranquilamente una taza de café. Para él, el café siempre era una buena excusa para posponer las cosas.