Ahora Michael pensaba que se había portado como un imbécil. Debería haber aceptado la ayuda de sus suegros y haber hecho la vida más fácil para él y para Nira. No tendría que haberse peleado con ella cada vez que se compraba un vestido con el dinero de sus padres. Pero en aquel entonces tenía principios, pensó amargamente, principios estúpidos que habían interferido en su vida cotidiana. En cualquier caso, salvar su matrimonio era de todo punto imposible; estaba condenado al fracaso desde el día de la boda. Nira no le inspiraba amor ni interés. La visión de su vientre abultado durante su primer año de vida de casados no significaba para él sino el precio que había de pagar por su sentido de la responsabilidad y del deber. Nadie sabía hasta qué punto le resultaba amarga la situación en que se encontraba. Ni siquiera su madre comprendió cuánto sufrió su hijo menor al casarse con la mimada hija única de un acaudalado matrimonio polaco. Sólo llegó a entreverlo después del nacimiento de Yuval, a través de unos signos que había llegado a conocer muy bien: la amabilidad fría, la reserva y los extraños arranques de ira de su hijo, algo que no había presenciado desde que se marchara de casa.
Michael rechazó de plano la idea cuando Nira sugirió que recurrieran a un asesor matrimonial. En aquella época se sentía capacitado para escribir la tesis doctoral mientras realizaba un trabajo de jornada completa en Israel. Rehusó una oferta para trabajar como profesor ayudante porque el sueldo no le habría bastado para pagar el alquiler de dos pisos y la pensión que Nira le exigía despiadadamente. Ingresó en la policía. En primer lugar le hicieron asistir a un curso sobre investigación y después a otro para mandos, y terminó trabajando en la Unidad de Grandes Delitos, resolviendo casos de asesinatos, mientras el tema de su tesis se volvía cada vez más remoto.
Escribir cualquier cosa era imposible con la vida que llevaba, y cuando lo despertaban a media noche para que fuera a examinar un cadáver, el tema de los gremios en la Edad Media se le antojaba aburrido y estéril. Al contemplar de cerca el dolor y el sufrimiento, la miseria y las penalidades ajenas, llegó a entender la expresión «torre de marfil» desde una nueva perspectiva. Sabía que para concentrarse en su tesis y reincorporarse al círculo cerrado de la vida académica tendría que marcharse de la policía. Muchas veces le parecía que su deseo de regresar a la universidad era una frivolidad y que no iba a encontrar su lugar en el mundo en el departamento de Historia; en otras ocasiones, como en aquel momento, se desesperaba pensando que su vida en el cuerpo policial no tenía ningún sentido y, entonces, veía en los gremios, en la Edad Media, en el departamento de Historia y en la biblioteca una auténtica tabla de salvación.
A las seis y media apuró el café, que se había enfriado por completo, logró sobreponerse y se levantó lenta y laboriosamente para ir a casa de Neidorf. No había ni que pensar en pedirle a su hija que acudiera al barrio ruso el día del entierro, y más aún teniendo en cuenta que estaba libre de toda sospecha (su coartada era insuperable), pero la idea de volver a aquella casa elegante de la colonia alemana, con sus paredes blancas decoradas con pinturas abstractas, despertaba en él una profunda aversión.
La puerta se abrió y, con el entusiasmo privativo de quienes se entregan al trabajo en cuerpo y alma, Tzilla le anunció que podrían solicitar el mandamiento judicial al día siguiente. Shorer había tocado todos los resortes posibles, dijo orgullosamente, como si lo hubiera hecho sólo por ella, y ahora, mientras Michael iba a casa de Neidorf, llamaría a todos los invitados con los que todavía no había logrado ponerse en contacto. Manny estaba en la sala de interrogatorios, añadió, con el primero de ellos, Rosenfeld.
– Qué tipo tan bobo, con ese puro suyo -comentó. Michael se preguntó de dónde sacaría Tzilla tanta energía. Él se sentía viejo, cansado, y su mayor deseo era dormir.
Salió del despacho arropándose con el chaquetón; al ver a Eli, que se dirigía a interrogar a otro de los invitados a la fiesta, lo llamó con ademán cansino, le dijo que antes de marcharse le entregara todo el material a Tzilla, y le pidió que convocara una reunión del equipo para la mañana siguiente. Eli le prometió que se ocuparía de todo después del interrogatorio y, entretanto, le aconsejó a Michael que se lo comunicara a Tzilla.
– A fin de cuentas ella es la coordinadora -dijo, y sonrió con sarcasmo-. Es ella la que me tiene que dar las órdenes, ¿no es así?
Michael se reprimió para no preguntarle qué quería decir; estaba harto de los jueguecitos que se traían Eli y Tzilla. Todo le parecía estúpido y sin sentido, terminarían por no descubrir a ningún asesino. Al final resultaría que Neidorf se había suicidado y que habían sido los duendes quienes se habían llevado la pistola por los aires. Después de todo, ¿qué más daba?, se dijo.
Se vio obligado a hacer acopio de energías para mantener a raya a la entusiasta reportera que lo esperaba junto a su coche con la esperanza de lograr una entrevista exclusiva para una revista femenina. Había dado por imposible hablar con él por teléfono, le dijo en tono implorante; llevaba horas esperándolo; sólo unas palabras. Michael se disculpó educadamente y le dijo que tenía prisa. La remitió al portavoz, asegurándole que él le informaría de todos los pormenores del caso.
– Pero no estoy interesada en el caso desde el punto de vista policial. Quería escribir algo sobre usted. El factor humano. Un retrato en profundidad. Usted parece un hombre interesante y estoy segura de que la psicología de un detective de alta graduación fascinaría a nuestras lectoras.
– Lo siento -dijo Michael mientras se montaba en el coche y lanzaba una mirada apreciativa a las largas y bien torneadas piernas de la chica, preguntándose cómo podría llevar esos zapatos tan finos y medias con el frío que hacía y cómo sería una mujer tan entusiasta y enérgica en la cama-. No me permiten conceder entrevistas mientras estoy trabajando en un caso. Si lo desea, puede ponerse en contacto conmigo cuando todo haya terminado -dijo afablemente.
– ¿Cuándo calcula usted que terminará? -le preguntó la joven, y pulsó el botón de una grabadora minúscula que llevaba en la mano.
Michael señaló hacia el techo del coche, puso en marcha el motor y, mientras giraba el volante, dijo:
– Pregúnteselo a Él, si es que se habla con Él -y a continuación, para evitar posibles malentendidos, sacó el brazo por la ventanilla y apuntó con la mano hacia el cielo mientras se alejaba en dirección a la colonia alemana.
12
Sí -dijo Nava Neidorf-Zehavi, acunando al bebé sobre su hombro y sujetándole la cabeza con una mano.
Suavemente, Hillel le quitó el niño de los brazos y salió de la habitación. Hasta ese momento todos los intentos de separar a la madre del niño habían fracasado.
Se ha aferrado a él como si en ello le fuera la vida. No creo que consiga sacarle nada coherente hoy -le había dicho Hillel a Michael al abrirle la puerta.
Nava no empezó a prestar atención al hombre que tenía delante hasta que Michael preguntó si Eva Neidorf había visto a alguien en el extranjero aparte de a sus familiares. Aunque lo había recibido cortésmente y había expresado su deseo de ayudar a la policía a «descubrir a quienquiera que lo hubiera hecho», no demostró el menor interés por la información que les proporcionó Michael. Quien más habló fue Nimrod, su hermano, que reaccionó con un estallido de ira al enterarse de que habían allanado la casa. No le había sorprendido encontrar el consultorio de su madre todo revuelto porque suponía que la policía había registrado la vivienda. Y, para él, eso también explicaba la ruptura de la ventana de la cocina.