Michael trató de recordar la declaración escrita por Rosenfeld después de la reunión del Comité de Formación. Se preguntó si Manny lo habría interrogado acerca de los somníferos de Linder, y, aun sin saber lo que Rosenfeld había hecho el sábado por la mañana y la noche de la víspera, sí recordó que parecía estar libre de sospecha. Suponía que Manny lo habría sondeado sobre la fiesta y sobre sus relaciones con la mujer asesinada. Cuando regresara, Tzilla lo estaría esperando con todos los papeles, escritos por Manny con esa letra pequeña e irregular que sólo Tzilla comprendía, y hasta que no los pasara a máquina, Michael no tendría modo de saber lo que Rosenfeld había contestado a las preguntas. Rosenfeld le preguntó a Hillel si podía hacer algo para ayudarlos y Michael apagó el cigarrillo en un gran cenicero y anunció su marcha.
Cuando Hillel lo acompañó hasta la puerta del jardín, le dijo en voz baja que le agradecería mucho que le pasara un informe sobre lo que dijeran las personas que fueran de visita.
– ¿Todo? -preguntó Hillel perplejo.
No, claro que no se refería a «todo», sólo cualquier cosa que no encajara, cualquier comportamiento extraño o fuera de lo común.
– Y todo lo que puedan comentar sobre la conferencia, absolutamente todo.
Hillel asintió con la cabeza y repuso:
– Nos pone en una situación delicada, teniendo que espiar a la gente y sospechar de ella; además, tal como están Nava y Nimrod, no sé…
Michael echó una ojeada hacia la calle Lloyd George, donde estaba aparcado el vehículo de vigilancia de la policía, una furgoneta Peugeot. Gracias a Dios, al menos de esto no tienen por qué enterarse, pensó Michael, ni tampoco de que van a tener el teléfono intervenido durante una semana.
– Créame que nos pone en un aprieto -continuó Hillel, mirando aprensivamente a Michael a la luz de una farola, la misma farola que había alumbrado al inspector cuando forzó la puerta de la casa un par de noches antes. De eso tampoco estaba enterado Hillel, que le llegaba a Michael por el hombro y estaba esforzándose para mirarle a los ojos mientras mascullaba que Nava no se encontraba muy bien y que la sola idea de que cualquiera que fuera a su casa pudiera ser… Llegado a ese punto interrumpió la frase, porque un coche aparcó junto a ellos y de él descendió Dina Silver. A la luz de la farola se le veía el semblante pálido y un brillo azulado en el pelo; parecía un fantasma mientras le daba la mano a Hillel y le decía que se había sentido obligada a venir, que no podía esperar hasta el día siguiente, y le preguntaba si podía pasar.
– Sí, por qué no -dijo Hillel-, ya han venido otras visitas.
Dina Silver saludó con la cabeza a Michael, que se quedó mirándola mientras se alejaba grácilmente por el camino que conducía de la verja a la puerta principal.
Ya ha pasado otro día, pensó Michael mientras arrancaba el coche y escuchaba un aviso por la radio. Raffi lo estaba buscando, necesitaba hablar con él urgentemente, dijo la voz, y Michael consultó su reloj, preguntándose si Maya estaría esperándolo, y repuso que se dirigía a casa. Raffi podía llamarle allí. Al dar la vuelta al coche vio emerger de las sombras del antiguo cine Semadai una alta silueta envuelta en un chaquetón con capucha que se dirigió hacia el BMW azul del que acababa de apearse Dina Silver. Oyó por la radio la voz de Raffi: «No te vayas todavía; estoy aquí al lado. Da la vuelta a la esquina».
Una figura borrosa descendió de la furgoneta de la esquina y Raffi se montó en el coche de Michael.
– Antes de nada, dame un cigarrillo -le dijo-, y después cuéntame qué está pasando. Se ha pegado a ella como una lapa. La estuvo esperando junto a su coche a la salida del tanatorio, y después del entierro la siguió en su Vespa hasta Rehavia y la esperó hasta que salió de casa.
– ¿En qué parte de Rehavia? -preguntó Michael, y recibió una descripción detallada de la clínica de la calle Abrabanel que había visitado el día anterior.
– Después le siguió el rastro como un profesional, sin luces, y llegó hasta aquí -continuó Raffi-. Siendo tan guapo como es, uno esperaría encontrárselo en el Hilton en compañía de alguna turista americana ricachona -dijo, y se pasó la mano por el pelo.
Michael encendió dos cigarrillos y le dio uno a Raffi. Después le preguntó cómo se llamaba el joven.
– La Vespa está registrada a nombre de Elisha Naveh; todavía no ha comprobado si es suya. Balilty se ha enterado de que su padre está destinado en nuestra embajada de Londres. El chico no tiene antecedentes, sólo un par de multas de tráfico, y la Vespa no es robada, nadie ha denunciado su desaparición. Ahora sólo me falta verificar que este lunático es Elisha Naveh. Pero no tengo ni idea de qué historia se trae con ella -Michael le preguntó si habían hablado entre sí-. No, ella no sabe que va pisándole los talones -dijo Raffi a la vez que bajaba la ventanilla para tirar la ceniza fuera-. Lo vio parado junto a su coche a la entrada del tanatorio, y entonces le dijo algo. No conseguí pescar la frase, pero se la veía muy seria. No está nada mal, ¿eh? Me he informado sobre ella. ¿Sabes con quién está casada?
Raffi formuló la última pregunta esbozando una sonrisa, y Michael asintió. Sí, lo había oído comentar, sabía quién era ella y con quién estaba casada, y podrían hablar del tema a la mañana siguiente, en la reunión. Entretanto Raffi sólo tenía que ocuparse del chico.
– Ohayon -dijo Raffi quejumbroso-. Estoy muriéndome de frío y de hambre. ¿Quién me va a relevar?
– ¿Cuántos hombres hay en la Peugeot? -preguntó Michael.
– Venga, no la tomes conmigo; sabes muy bien que sólo hay dos. Los relevos vendrán a las once y Dios sabe cuánto tiempo va a pasar esa chica ahí dentro.
– ¿Quién crees que podría reemplazarte? -preguntó Michael fatigadamente.
– Está bien -suspiró Raffi-. No hace falta que digas nada más. Lo arreglaremos entre nosotros. Ezra me debe una, se lo pediré a él y no me moveré de aquí hasta que llegue. Espero que sirva para algo, ¿eh?
Michael le preguntó secamente si quería una garantía firmada. No, no la quería. Lo único que quería era que le dejara su tabaco.
– Y si sucede cualquier cosa, te puedo llamar a casa, ¿verdad?
Michael se sacó del bolsillo del chaquetón el maltrecho paquete de cigarrillos Noblesse, hechos con tabaco barato de Virginia, y, uno a uno, colocó los cuatro cigarrillos que quedaban en la mano que Raffi le tendía expectante. Raffi se bajó del coche, miró a su alrededor y se alejó en dirección a la Peugeot.
Mientras Michael volvía a casa comenzó a llover de nuevo. Estaba tan excitado pensando que Maya lo esperaba que se saltó un semáforo en rojo. A las nueve y media aparcó junto a su casa. Mientras se dirigía a la puerta escuchó los acordes del cuarto concierto para piano de Beethoven, y se preguntó cómo habría podido resistir un mes entero sin verla.
13
– ¿Qué quieres decir exactamente con que se le veía inquieto? -le preguntó Michael a Manny, que había interrogado al coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, cuando se presentó a declarar sobre la fiesta de Linder. Estaban en plena conferencia matinal, y aunque la reunión había comenzado a las siete y media, todavía tenían en la mano sendas tazas de café.
El agente de Inteligencia Balilty consultó su reloj; Michael encendió su tercer cigarrillo. Después de una hora de conversación intensiva se habían recostado en sus asientos con la sensación de que ya habían tratado todos los puntos esenciales. Michael había dejado caer la bomba referente a Catherine Louise Dubonnet y les había explicado que la Interpol estaba colaborando para localizarla. La francesa estaba de vacaciones en Mallorca, había salido de excursión en barco y no regresaría a su hotel hasta dentro de un par de días.