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El policía se quedó junto al coche; el silencio seguía reinando en la calle y Gold oía las voces que salían de la radio. La luz azul que brillaba sobre el coche le pareció absurda e incongruente. No quería volver a entrar en el edificio, donde el médico, los dos auxiliares y Hildesheimer, que, según Gold recordó de repente, también era médico, seguían ocupados y él se sentía amenazado y superfluo. Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo, faltaban unos minutos para que comenzara a llegar la gente y, entretanto, podía quedarse en el porche, contemplando el jardín y fingiendo que no había pasado nada, podía observar la pista de tenis vacía anexa al Club de Inmigrantes, empaparse del sol de marzo y aspirar el aroma de la madreselva, cuyo dulzor, sin relación alguna con los acontecimientos de aquella mañana, le hizo recordar la colonia alemana, lo que le llevó a pensar en Neidorf, y con este último recuerdo la agradable calidez del sol se desvaneció y transformose en algo fastidiosamente brillante y desapacible. Entonces llegó otro coche, un Renault con matrícula de la policía, y un hombre alto descendió de él con movimientos lentos y deliberados, seguido de otro de menor estatura y pelo rizado y rojizo. El policía uniformado se alejó del coche patrulla y Gold le oyó decir: «No sabía que estabas de servicio hoy», y vio cómo el hombre alto le respondía algo que no alcanzó a escuchar. Después el pelirrojo dijo en voz alta: «Eso te pasa por quedarte junto al Control buscándote problemas», y, como el hombro del policía alto quedaba casi fuera de su alcance, le dio una palmadita en el brazo. Los tres se encaminaron hacia la verja y Gold, sin saber por qué, se escabulló hacia el interior del edificio, dejando la puerta abierta de par en par. Tomó asiento en una de las sillas que seguían dispuestas en filas y se quedó observando a los policías. Advirtió que el alto, que entró pisándole los talones al policía de uniforme, iba vestido con unos vaqueros y una camisa de cuadros de distintos tonos azules. Sin pensar en lo que estaba haciendo, Gold se fijaba en todos los detalles, por pequeños que fuesen. Notó que, a pesar del aspecto juvenil que el policía alto transmitía desde lejos, de cerca daba la impresión de haber pasado de los cuarenta.

Aunque no había cruzado ni una palabra con él, a Gold le molestó la despreocupación y la calma con que movía su cuerpo juvenil y, sobre todo, le inspiraron hostilidad sus ojos oscuros y penetrantes, situados sobre unos pómulos marcados y bajo unas cejas largas y espesas. Los ojos del agente le llamaron la atención por primera vez cuando le preguntó si había sido él quien había notificado el hecho a la policía.

Sintiéndose de pronto bajito, rechoncho y fútil, Gold sacudió la cabeza y señaló hacia el cuarto pequeño, donde el trío entró después de que el agente uniformado le susurrase algo al alto, quien, dando media vuelta, le pidió a Gold que se quedara allí esperando. Después desapareció en el interior del cuarto y el pelirrojo lo siguió de cerca.

Poco después, un batallón de gente comenzó a llegar en oleadas al edificio y Gold se sintió perdido en el tumulto. Una muchacha cargada de correajes, de los que colgaban diversas fundas de aparatos, pasó deprisa y con aplomo ante él, acompañada por dos hombres; el detective alto, al oír el ruido, salió del cuarto pequeño y anunció a través de la puerta abierta que el laboratorio móvil había llegado. Y el fotógrafo también, añadió.

A continuación llegaron otras cinco personas, a quienes, como comprobó Gold con gran alivio, conocía bien; era la gente de Haifa, los primeros en llegar a la conferencia de Eva Neidorf. Como siempre, los que vienen desde más lejos llegan antes, pensó Gold mientras los más jóvenes del grupo lo acosaban con preguntas sobre los coches de policía aparcados ante el edificio y pretendían informarse de si había habido un robo en el Instituto.

Viendo junto a los jóvenes a la casi septuagenaria Litzie Sternfeld, cuya expresión reflejaba estupor, Gold se sintió incapaz de responder y llamó a la puerta del cuarto pequeño para pedirle a Hildesheimer que saliera a hablar con los recién llegados. Hildesheimer salió precipitadamente y se llevó a Litzie a la cocina, y poco después se oyeron exclamaciones de consternación en alemán, y suaves susurros masculinos, también en alemán, y ásperos sollozos guturales, presumiblemente femeninos. Los otros cuatro miembros de Haifa se volvieron hacia Gold con una expresión de alarma en el rostro; habría sido imposible posponer más las explicaciones si en aquel momento no hubieran llegado otras tres personas. Gold no recordaba muy bien en qué orden preciso…, pero para entonces ya sabía que eran policías, pese a que fueran vestidos de paisano, y también dedujo que eran de mayor rango que los llegados hasta entonces; sin necesidad de que le preguntaran nada, Gold señaló la puerta del cuarto pequeño, mientras cavilaba sobre si cabrían todos allí. Los tres hombres eran, según supo más tarde cuando oyó cómo se los presentaban a Hildesheimer, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén (el que era gordo y bajo), el comisario jefe del distrito meridional (el que parecía bastante mayor) y el portavoz del subdistrito de Jerusalén (el joven rubio y con bigote).

Después llegó otro hombre, que se presentó a Gold diciendo que pertenecía al Servicio de Inteligencia y a continuación le preguntó: «¿Dónde está todo el mundo?», y se dirigió a toda prisa hacia el cuarto pequeño, del que en ese momento salía el pelirrojo para comunicar que se rogaba a todos los presentes que permanecieran fuera, en el porche, o, cuando menos, que tomaran asiento en el salón de actos; y, a continuación, procedió a indicar a los miembros del Instituto, que ya iban llegando en oleadas y estaban apelotonados junto a la puerta, que se quedaran en el porche.

Todos los que iban llegando querían saber qué estaban haciendo ahí fuera los coches de policía y a qué venía todo aquel jaleo. El pelirrojo, de quien el portavoz diría más tarde que era el «agente de turno», se volvió hacia otro policía recién llegado, a quien se dirigió llamándolo «señor», y, después de cruzar algunas palabras con él, asomó la cabeza por la puerta para anunciar que había llegado el agente de investigaciones interdepartamentales; hecho lo cual, se quedó fuera un momento. Para entonces, Gold estaba mareado con tantos cargos, jerarquías e iniciales, por lo que dejó de prestar atención al personal policial que seguía apareciendo en un reguero continuo.

Joe Linder, que había llegado mientras tanto, señaló que tal vez los ladrones por fin se habían colado en el Instituto para llevarse todos los sillones y que, a partir de entonces, allí se formaría una nueva generación de analistas que desconocerían lo que era el dolor de espalda. Durante un instante Gold deseó que le hubiera tocado en suerte a Linder encontrar a Neidorf. ¡Qué no habría dado por ver cómo se quedaba sin habla por una vez en la vida!

Pero nadie más estaba de humor para bromas; quienes entraban en la cocina en seguida salían despedidos de ella, y todos se miraban unos a otros inquisitivamente. Gracias a Dios, a nadie se le había ocurrido pedirle una explicación a Gold, que hacía todo lo posible por ver sin ser visto.

El médico salió del cuarto pequeño seguido por los dos auxiliares. Se marcharon del edificio sin pronunciar una palabra, y detrás de ellos salió el detective alto; le susurró algo al agente de turno, el pelirrojo, que también se marchó afuera, aunque regresó al cabo de unos minutos, abrió la puerta del cuarto pequeño y anunció: «El forense está en camino y los de Investigaciones Criminales también».