Michael lo miró perplejo y después miró a Balilty, que estaba remetiéndose la camisa por debajo del cinturón que ceñía su abultada barriga y mirando a su alrededor con aire avergonzado. Shorer alivió la tensión del ambiente preguntando si el coronel Alon tenía alguna relación con la víctima.
– No, ninguna -dijo Manny, deteniéndose en la puerta.
– Espera un momento, ya te servirás luego el café. Quiero que me lo expliques mejor.
– A la orden -dijo Manny, y volvió a su asiento-. Puedes escuchar la cinta; no hay ninguna relación entre ellos. Es amigo íntimo de Linder, se conocen desde hace veinte años, y ha reconocido que fue él quien le compró el revólver. También conoce a la chica en cuyo honor se celebraba la fiesta, Tammy Zvielli; es una amiga de la infancia, y por eso fue a la fiesta. Pero dijo que no conocía a Neidorf.
– ¿Y qué coartada tiene para el viernes y el sábado? -preguntó Shorer mientras la tensión iba creciendo.
Las manecillas del reloj marcaban las nueve menos cinco. Dina Silver estaría esperando en el pasillo, delante de su despacho, pensó Michael mientras se levantaba para abrir la ventana, que daba al patio. Levantó la vista hacia el límpido cielo azul, cuyo resplandor le cegó, sin perderse una palabra de lo que estaba diciendo Manny.
El viernes por la noche, dijo, el coronel Alon se había ido a la cama solo.
– Su mujer estaba en Haifa, visitando a sus padres, y se había llevado a los niños. Estaba solo; no sabe si lo vio alguien. El sábado por la mañana fue a dar un paseo por la colina francesa; hacía muy buen día. Volvió a casa sobre las once y no se encontró a nadie, pero eso no significa nada -dijo Manny a la defensiva-. ¿Desde cuándo la gente se dedica a ir por ahí montándose coartadas?
Sin decir nada, Shorer miró a Michael, y éste les habló de la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto.
– ¿A qué hora? -preguntó Shorer.
– A las doce y media.
– En otras palabras -reflexionó Raffi en voz alta-, entonces se enteró de que Neidorf había muerto. ¿Qué podemos deducir de eso?
– Un montón de cosas en las que todavía es demasiado pronto para pensar -dijo Michael-. Vamos a esperar hasta que veamos las cuentas bancarias. Tengo un presentimiento extraño, pero todavía… Necesitamos hacernos con la lista completa de pacientes y supervisados y con la evidencia que aporte la francesa.
Shorer fue el primero en comprender a dónde estaba apuntando.
– ¿Crees que el coronel Alon es el paciente que falta en la lista? -preguntó-. ¿Es eso lo que estás pensando?
Michael respondió que no lo sabía, no era más que una corazonada y antes tendría que ver las cuentas bancarias.
– Muy bien, pero vamos a ver qué corazonada has tenido. Crees que tenía alguna relación con Neidorf, ¿verdad? -insistió Shorer-. Todos sabemos cómo te funciona el cerebro. Vamos, nadie te va a demandar por difamación.
Todas las miradas se posaron en Michael, cuyos marcados pómulos conferían a su sonrisa un atractivo especial que había cautivado a muchas mujeres, aunque no cautivó a sus compañeros de equipo mientras esperaban que hablara. Por fin se decidió a hablar:
– Todos sabemos que en la vida pasan cosas muy raras. Incluso la coincidencia de haber encontrado la pistola en el jardín del psiquiátrico parece demasiado afortunada para ser cierta. Lo que me lleva a concluir que la realidad supera la ficción y que todavía pueden ocurrir cosas más extrañas antes de que cerremos este caso -dicho lo cual, consultó su reloj y dijo que había una dama esperándolo, una dama que le iba a informar, entre otras cosas, del nombre del paciente que no estaba en la lista.
La tensión se relajó, como si todos hubieran inspirado profundamente y exhalado un suspiro.
– ¿Habéis oído alguna vez que Michael haya hecho esperar a una mujer guapa? -comentó Balilty.
Todos sonrieron y empezaron a repartirse las tareas del día. Después se marcharon uno detrás de otro. Tzilla, Manny y Raffi iban a interrogar a los asistentes a la fiesta a quienes habían convocado aquel día.
– Si tenemos suerte, hoy podremos despachar a diez -dijo Tzilla suspirando-. Cuarenta personas, no es ninguna tontería.
Shorer y Eli se marcharon en dirección al juzgado, donde la vista estaba señalada para las diez. Balilty también estaba a punto de marcharse cuando Michael lo retuvo tocándole el brazo. Estaban parados en el umbral y Michael, cuya intención era pedirle que le explicara por qué Manny se había puesto a la defensiva, se sorprendió preguntándole a Balilty si podría recabar información confidencial sobre el coronel Alon sin que nadie se enterase.
– ¿Ni siquiera Shorer? ¿Absolutamente nadie? -preguntó Balilty.
– Nadie. Ni Shorer, ni Levy, ni tampoco nadie del Gobierno Militar, nadie en absoluto. ¿Podrás hacerlo?
Balilty clavó la mirada en la punta de sus zapatos y se remetió la camisa rebelde por debajo del cinturón. Después se pasó la mano por la cabeza y dijo:
– No lo sé. Tengo que verificarlo. Dame unas horas para que tantee a mis contactos. Me pondré en contacto contigo más tarde, ¿de acuerdo?
Michael asintió con la cabeza y Balilty ya se había puesto en marcha cuando aquél lo alcanzó y le preguntó:
– ¿A qué ha venido todo ese asunto con Manny?
– Ah, eso -dijo Balilty avergonzado-. Es una larga historia. No tiene nada que ver con el caso. Algún día te lo contaré -y empezó a descender a buen paso por las escaleras que conducían hacia la puerta de salida del edificio.
La sala de reuniones estaba tan cerca de su despacho que Michael no tuvo tiempo para reflexionar sobre su entrevista con Dina Silver. De pie en el pasillo, la muchacha consultó su reloj con expresión sarcástica y después miró a Michael. El policía no prestó atención a aquel mudo comentario sobre su retraso y pensó que el rojo y el azul le sentaban mejor que el negro que llevaba hoy, que hacía resaltar su palidez y avejentaba su encantador semblante. Abrió la puerta de su despacho y encendió un cigarrillo. Con una mueca de asco en el rostro, Dina Silver rechazó el cigarrillo que le ofreció y Michael abrió la ventana, diciéndose que ésa era la última concesión que estaba dispuesto a hacerle.
Nada más verla en el pasillo, Michael había puesto su cara de póquer mientras lo invadía una oleada de hostilidad. Una belleza fría, con absoluto control de todos sus movimientos. Me gustaría verte temblar, pensó, y el impulso que sintió mientras se apartaba para dejarla pasar primero, el impulso de hacerle perder el dominio de sí misma y trastocar su manera lenta y enfática de hablar, comenzó a expresarse en palabras.
Sabía que Silver tendría preparada una explicación para su conversación con Hildesheimer del domingo por la tarde. Recordaba que Linder le había dicho que la chica se había psicoanalizado con el anciano, y estaba seguro de que apelaría a ese motivo para justificar cómo lo había abordado en la calle. Cuando tomó asiento detrás de su escritorio ya había formulado mentalmente la pregunta sobre su relación con el joven. «No tienes nada en que basarte», oyó que le advertía su voz interior, «ningún fundamento, no sabes nada de nada, no has descubierto ningún indicio, simplemente piensas que puede tener algún móvil, pero no hay nada que respalde tu sospecha, el Comité de Formación también iba a votar la admisión de otro candidato, por lo menos espera a haber hablado con él». Cuanto más se le disparaba la agresividad, tanto más extremaba la cortesía y la lentitud al hablar.
Los ojos llameantes de Dina Silver, en los que dominaba el verde sobre el gris, reflejaron ira y ansiedad cuando Michael le preguntó qué había hecho el viernes por la noche. En voz baja, con su precisa articulación, le respondió que se había ido a la cama temprano.