– ¿Cómo de temprano? -preguntó Michael.
– Después del programa de variedades, antes de la película -respondió Dina, y Michael sintió que su tensión comenzaba a evaporarse.
– ¿Tan temprano? ¿Siempre se acuesta tan pronto? -preguntó el policía en tono de fingida curiosidad.
– No, la verdad es que no suelo acostarme tan pronto.
– Y además en vísperas de la presentación de su caso -le interrumpió Michael cuando ella se disponía a añadir algo.
Entonces Dina Silver sonrió por primera vez, pero sólo con los labios, sin que en sus ojos se viera ni un atisbo de esa sonrisa, y dijo que en realidad no logró conciliar el sueño.
– Pero quería estar descansada para la conferencia y la votación -dijo jugueteando con el cuello alto de su blusa. Envuelta en su abrigo desabrochado, un abrigo de piel mullido y largo, rebosaba fatuidad.
– Creía -dijo el inspector jefe Ohayon mientras encendía otro cigarrillo- que los candidatos no participaban en la votación.
En los ojos de Dina Silver asomó un destello de miedo mientras explicaba que había tenido la intención de quedarse a la espera junto a la sala y, después, si la votación era favorable, le dirían que pasara y se enteraría sobre la marcha.
– Bueno, ¿y al final consiguió dormirse? ¿A qué hora? -dijo Michael, aspirando con fuerza el humo de su cigarrillo.
– Tarde, serían más de las doce -le respondió titubeando.
– ¿Y qué estuvo haciendo hasta que se quedó dormida? -le preguntó Michael con tanta curiosidad e interés como antes.
– ¿Qué tiene que ver eso…? -comenzó a decir Dina Silver, pero se lo pensó mejor y dijo que, aunque había tratado de leer, no logró concentrarse.
– ¿Leer qué? -preguntó Michael, percibiendo indicios de que la interrogada estaba perdiendo su autodominio, lo que le hizo esperar un estallido de cólera.
– La presentación de Giora, el otro candidato sobre cuya incorporación iban a votar. Somos los primeros de nuestra clase y…
Dando muestras de un lógico asombro, Michael le preguntó si hasta ese momento no había leído la presentación de su colega.
– Pero si acababan de distribuirlas; sólo los miembros del Comité de Formación tenían copias. A mí me la acababan de entregar el jueves, y yo tampoco le había enseñado la mía a nadie, salvo a él.
Ah -dijo Michael-. ¿Y el sábado por la mañana? ¿Qué hizo usted el sábado por la mañana?
Estuve en el Instituto, claro está -se apresuró a responder la psiquiatra.
– ¿Desde qué hora? -preguntó Michael-. Digamos que desde las ocho…, ¿estaba allí a esa hora?
Dina Silver palideció aún más. La cara se le puso gris. Había llegado al Instituto a las diez. A las ocho todavía estaba levantándose.
Explicó que se había levantado tarde porque no había dormido bien; habló con expresión hostil y, cuando Michael le preguntó si estaba sola en casa, le espetó furiosa:
– ¿Qué está insinuando? No estaba sola, evidentemente, estoy casad… Mi marido también estaba en casa.
– ¿Tienen hijos? -preguntó Michael.
Sí, dijo, tenían una hija de diez años. Pero se había quedado a dormir en casa de una amiga y volvió a la hora de comer, explicó sin necesidad de que se lo preguntaran. Michael anotó aplicadamente el apellido y el teléfono de la amiga.
– ¿Pero qué le va a preguntar a mi hija? ¿También interrogan a los niños? -inquirió Dina Silver con evidente ansiedad.
– Señora -dijo Michael fríamente-, en caso de necesidad, interrogamos a quien haga falta. Sólo en caso de necesidad -y añadió-: ¿Y sabe su marido a qué hora se acostó usted y a qué hora se levantó?
Se quedó mirándolo y, de pronto, sonrió; fue una sonrisa tan falsa como la de antes; después dijo que tenía la impresión de que estaba soñando.
– No lo entiendo, ¿acaso soy sospechosa de…? -Michael esperó un momento y después le pidió que terminara la frase-. De asesinato… ¿Soy sospechosa de asesinato? -preguntó en tono de ofendida incredulidad.
– ¿Quién ha dicho que nadie sospeche de usted? -preguntó Michael con curiosidad-. ¿Lo he dicho yo?
No, reconoció Dina Silver, no lo había dicho, pero el tipo de preguntas que le estaba haciendo la habían llevado a imaginar que tal vez creía que tenía Dios sabe qué motivos para haberlo hecho.
¿Cómo sabía qué tipo de preguntas se les hacían a los sospechosos de asesinato?, preguntó Michael. Y mientras la psiquiatra le explicaba que las películas de televisión y las novelas policiacas eran su fuente de información, Michael reparó con satisfacción en la construcción dislocada de las frases y en que hablaba atropelladamente y con el aliento un poco entrecortado. Le dio la impresión de que estaba tratando de dar con su punto flaco, tal como él intentaba descubrir el de ella. Ahora quería ganárselo preguntándole con expresión desvalida si las cosas no ocurrían así en la realidad, como en los libros y en la televisión.
– No lo sé -dijo Michael- ¿Lee usted muchas novelas policiacas?
– No, sólo a veces, cuando no me puedo dormir.
– ¿Y qué efecto tienen en usted? -preguntó Michael.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella a su vez, apoyando las manos en las rodillas para que no le temblaran.
Quería decir, dijo Michael inocentemente, que por qué le interesaban, qué le atraía en ese tipo de literatura.
No era una persona violenta, si se refería a eso, contestó. Michael se encogió de hombros, como si no se hubiera referido a nada en particular.
Le interesaban desde el punto de vista psicológico, afirmó la psiquiatra.
– Ah, el punto de vista psicológico -dijo él, como si eso lo explicara todo. Y volviendo a lo de su marido: ¿sabía él a qué hora se había acostado y a qué hora se había levantado?
Dina Silver le dirigió una mirada de desesperación y le preguntó si ése era el tipo de preguntas que le hacía a todo el mundo.
Michael decidió cambiar de tono. Sí, dijo, solía preguntarle las mismas cosas a todo el mundo. ¿Le apetecía tomar un café? Dina Silver vaciló un instante, posó la mirada en Michael y asintió. Michael le trajo un café y observó cómo le temblaba el pulso al sujetar la taza. Luego le explicó en tono paternal que estaba investigando un caso de asesinato muy complejo y que tenía el deber de esclarecer todos los hechos.
Después se recostó sobre el escritorio, acercándose todo lo posible a la psiquiatra, como si fuera a contarle algún secreto, a depositar en ella su confianza. Y ella se relajó, se ablandó, y por iniciativa propia, sin necesidad de que le repitiera la pregunta, le explicó que su marido había pasado la noche en su despacho del sótano. Estaba meditando sobre un juicio, dijo, era juez de distrito y siempre que estaba enfrascado en la resolución de un juicio, como en ese momento, se encerraba en su despacho para repasar el expediente sin comentarlo con nadie. Por eso no lo había visto cuando se levantó por la mañana ni tampoco al salir de casa.
– Pero estoy convencido de que no habrá ningún problema para verificar su declaración -dijo Michael en tono amistoso-. ¿Fue andando al Instituto?
No, había ido en coche.
¿El BMW azul del que se había bajado delante de la casa de Neidorf la noche anterior?, le preguntó Michael con familiaridad.
Sí, ése era su coche.
– Entonces seguro que no habrá problemas. Siempre se encuentra a alguien que ha visto algo -lo podía dejar todo en sus manos, prosiguió Michael, y la miró a los ojos, donde vio reflejado el asombro causado por su cambio de tono, un asombro mezclado con desconfianza-. Dígame, simplemente, a qué hora exacta salió de casa. ¿A las diez menos cinco? -hizo una anotación en un papel que tenía delante y la volvió a mirar con aire satisfecho, como si lo que le acababa de decir le sirviera de gran ayuda-. Hay algo más que quiero preguntarle -dijo, y se volvió a reclinar sobre el escritorio, poniéndola en guardia-. ¿Qué relación tiene con Elisha Naveh? -Michael se incorporó ligeramente y esperó la respuesta. Vio un atisbo de sorpresa en los ojos de Dina Silver, y también de miedo, un tipo de miedo que no había aflorado a su mirada hasta entonces.