Michael le preguntó cuánto tiempo había tardado en psicoanalizarse y ella respondió que había estado analizándose durante cinco años y hasta hacía un año y medio. Se había encontrado con Hildesheimer por casualidad, al salir de la clínica que compartía con Linder para comprar el periódico.
En ese caso, ¿por qué había estado tanto tiempo paseándose calle arriba y calle abajo por delante de su casa?, preguntó Michael. Esta vez Dina Silver sí empezó a preguntarle cómo lo sabía, pero se interrumpió de golpe. Una sonrisa, o más bien una mueca, volvió a aparecer en sus labios mientras explicaba que no le apetecía confesarle lo mal que se encontraba y que por eso había tratado de ocultar que había estado esperando a Hildesheimer a la puerta de su casa. Quería pedirle que la recibiera en plan profesional en seguida, explicó avergonzada. Habría sido imposible convencerlo por teléfono y por eso quería acompañarlo directamente a la consulta, pero Hildesheimer tenía citada a otra persona y no pudo recibirla ese día, ni tampoco al día siguiente, debido al entierro. Sólo podría verla la próxima semana.
Michael echó un vistazo a su reloj, ya eran las once y media. Dina Silver había comenzado a abotonarse el abrigo cuando le preguntó si sabía algo de la pistola de Joe Linder.
– ¿A qué se refiere con eso de si sabía algo? -preguntó la psiquiatra.
– ¿Sabía que tenía una pistola? -preguntó Michael, que había tenido la precaución de no dar publicidad al hecho de que la pistola de Linder había sido el arma con la que se cometió el asesinato y quería averiguar si el propio Linder se lo había contado a su compañera de clínica.
Claro que lo sabía, dijo Dina Silver, y su cuerpo se relajó ostensiblemente.
– ¿Y quién no lo sabía? -preguntó, y volvió a esbozar una sonrisa, que en su rostro ceniciento de ojos mortecinos pareció una mueca grotesca-. Joe no paraba de hablar de ella -a Michael le llamó la atención el tono afectuoso con que se refirió a Linder y le preguntó qué relación tenía con él y su familia.
– Es una relación muy compleja. Hubo mucha competitividad mientras recibía supervisión de él y de la doctora Neidorf simultáneamente. Antes teníamos una relación cariñosa y relajada. No sé si se ha dado cuenta de la importancia que tiene para Joe sentirse querido. Mi relación profesional con la doctora Neidorf le preocupaba mucho.
¿Sabía en qué lugar de la casa guardaba Linder su pistola?
Sí, en algún rincón del dormitorio. Siempre iba a buscarla allí cuando quería enseñarla, pero no sabía en qué lugar preciso del dormitorio.
Claro que entró en el dormitorio la noche de la fiesta, fue a recoger su abrigo.
No, no había nadie cuando entró. Había echado una ojeada a Daniel, que estaba durmiendo en la cama de sus padres, y no había nadie más. Los abrigos estaban amontonados sobre el sofá.
No, nunca había usado una pistola. En el ejército se dedicó a realizar pruebas psicológicas.
Sí, y volvió a sonreír, en el entrenamiento básico le habían enseñado a usar un arma de fuego, un fusil checo, pero no había conseguido dar en el blanco ni una sola vez. No tenía preparación técnica. Joe le había explicado en cierta ocasión que su pistola funcionaba y que siempre estaba cargada, pero, aunque él la animó a disparar, no lo hizo. Las armas le asustaban.
Pronunció la última frase con cierta picardía, el hoyito que tenía en la barbilla entró en juego, e incluso hubo un aleteo de pestañas. Pero Michael tuvo la sensación de que, después de abrir la caja de Pandora, la había cerrado sin llegar a poner el dedo en la llaga.
Antes de separarse de ella en la puerta le preguntó en tono neutro, como si acabara de ocurrírsele, si le importaría someterse a una prueba poligráfica. La mirada cautelosa que asomó a los ojos de Dina Silver delataba cierta aprensión, pero se limitó a decir que tendría que pensárselo.
– No corre prisa, ¿verdad?
– No; Michael sacudió la cabeza; no corría prisa.
No había manera de saber, pensó Michael, si Dina Silver era precavida por naturaleza o si estaba tratando de ganar tiempo. Según la experiencia de Michael, la mayoría de la gente sin nada que ocultar no ponía reparos a someterse a una prueba poligráfica, pero también había quien se lo pensaba y sentía miedo a pesar de no tener nada que ocultar.
Finalmente, junto a la puerta, Michael le preguntó si sabía algo sobre la conferencia de Neidorf.
No, no sabía nada, sólo había oído comentar de qué iba a tratar, pero sí sabía que Hildesheimer siempre ayudaba a la doctora Neidorf a preparar sus conferencias, y, dicho esto, dirigió una mirada inquisitiva al inspector jefe Ohayon.
Michael le dio las gracias amablemente sin responder a su muda pregunta. La expresión del inspector jefe no traicionaba en absoluto la confusión ni los sentimientos ambivalentes que lo embargaban. Volvió a sentarse detrás de su escritorio, rebobinó la cinta y comenzó a escuchar lo que se había dicho en su despacho durante las últimas tres horas. Sin dejar de escuchar, marcó un número de teléfono. Desde su despacho de la tercera planta, Balilty le respondió jadeante:
– Acabo de llegar… Ya no recordaba lo que era trabajar contigo. Estaré ahí dentro de un par de minutos -y colgó el teléfono.
Mientras aguardaba que pasaran los dos minutos, que resultaron ser quince, Michael se recostó en el sillón, estiró sus largas piernas y escuchó una y otra vez la última parte de la conversación, en la que habían hablado de la relación de Dina Silver con Neidorf, con el joven, con Linder y con Hildesheimer.
Cuando Balilty entró en el despacho, sin aliento y con una taza de café en la mano, Michael empujó un papel hacia él y le preguntó si le parecía bien que repasaran las preguntas juntos.
– Claro -dijo Balilty-, pero antes voy a paliar tu curiosidad sobre el coronel -se interrumpió para hacer una reverenda y Michael le contentó con las obligadas exclamaciones de admiración y sorpresa. Si Balilty fuera modesto, pensó, sería perfecto. En todo caso, los elogios que exigía no eran un precio demasiado alto por obtener su colaboración.
– Eres increíble, no hay nadie como tú -dijo Michael.
El agente de Inteligencia sonrió de oreja a oreja, se remetió la camisa bajo el cinturón y se estiró el jersey; seguramente lo habría tejido su mujer, pensó Michael, que la recordaba vagamente como una mujer regordeta y agradable y, ciertamente, como una cocinera de primera; luego Balilty prosiguió diciendo:
– Me has dicho que la manera de hacerme con la información te daba igual, ¿estamos?, siempre que nadie se enterase. Pero me va a costar más de unas horas, eso te lo digo ya. Es un asunto complicado, necesitaré tiempo, y cuando digo tiempo estoy hablando de varios días, no de unas horas -Michael lanzó un silbido y preguntó con cautela cuántos días pensaba que iba a necesitar-. Dos o tres; cinco, tal vez. No puedo explicarte por qué, pero ya te lo había advertido de entrada. Y ahora puedes mostrarme esas preguntas -y Balilty tomó asiento y cogió con sus manazas el papel que había en el escritorio. Después de hacer una lectura rápida de lo que Michael había anotado, alzó la vista y preguntó-: ¿Quién es esa chica? El monumento que te estaba esperando. ¿Es la mujer de la que nos has hablado? ¿Ésa a la que persigue el chico? Raffi dijo que estaba casada con «el Mazo», ¿es verdad? -Michael asintió y Balilty cogió un cigarrillo del aplastado paquete de Noblesse que había sobre el escritorio-. Me encantaría putearlo, créeme. ¿No le habrá puesto los cuernos? Confía en mí. ¿Quieres información sobre su servicio militar? ¿Armas registradas? ¿Relaciones con el hijo del diplomático despistado? ¿Sale con él? ¡Vamos! ¡Si podría ser su madre!
Michael explicó que Dina Silver había sido la terapeuta de Elisha Naveh y añadió que recordaba vagamente que hacía algún tiempo el juez había estado amenazado de muerte; quería saber si se había comprado una pistola y si alguna persona de la mansión del exclusivo barrio de Yemin Moshe había aprendido a utilizarla.