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– ¿Por qué no lo averiguas en el ordenador?

Michael explicó que el caso requería discreción.

– Hace mucho tiempo -dijo Balilty pausadamente- que no teníamos un caso con tanta gente importante implicada. Jueces, gobernadores militares, psicólogos… ¡No nos falta de nada!

– No te puedes quejar de que la vida no sea interesante -dijo Michael, y apagó la grabadora-. Vamos a ver cómo van las cosas ahí abajo -cogió el paquete de Noblesse y ambos salieron del despacho y se encaminaron al ala de interrogatorios.

Tzilla, que estaba ocupada interrogando a Hedva Tamari, la joven doctora del Margoa, salió de la sala de interrogatorios al ver a Michael por la ventana y se enjugó la frente. La interrogada no paraba de llorar, le informó.

– Basta con que mencione el nombre de la víctima para que se eche a llorar -dijo-. Llevo una hora con ella y no he descubierto nada, salvo que ha llegado a un acuerdo con el facultativo de guardia para que se quede en el hospital siempre que ella está de guardia. ¡Hay que ver lo que la gente está dispuesta a hacer por una chica guapa!

Michael no se dejó engañar por la volubilidad de Tzilla, sabía que realizaba los interrogatorios con ingenio y eficacia. Había escuchado las grabaciones. El infantilismo y la dulzura de su voz estaban calculados para cumplir los objetivos de la investigación. Y también sabía que los aires de chiquilla encantadora que se daba fomentaban el ambiente de intimidad que se esforzaba en crear con sus colegas.

– El primer interrogatorio duró más, unas dos horas. Con el tal doctor Daniel Voller, del Comité de Formación, ¿lo recuerdas? El que tiene el pelo gris. De ahí tampoco he sacado nada, salvo algunos comentarios despectivos sobre Linder. Los dos están dispuestos a someterse a la poligrafía -añadió sin que se lo preguntaran.

En la sala contigua, Manny estaba interrogando a Tammy Zvielli, la joven en cuyo honor se había celebrado la fiesta, una rubia desteñida de ojos enrojecidos. Ella también, dijo Manny, estaba dispuesta a hacer la prueba poligráfica.

Raffi tampoco había hecho ningún descubrimiento.

– Todos tienen alguna coartada. Nada especialmente planeado, las cosas normales que hace la gente: estaban con su familia, vieron la tele, se fueron a la cama, se levantaron tarde el sábado. Nadie me ha contado nada de particular.

Balilty se marchó a ocuparse de sus asuntos y Michael regresó a su despacho, donde estaba citado con el doctor Giora Biham, jefe de departamento del hospital Kfar Shaul. Resultó ser el tipo calvo y barbado que había acompañado a Dina Silver al entierro.

El doctor Biham hablaba con fuerte acento latinoamericano, arrastrando las palabras, como si le agradara el sonido que hacían. El viernes por la noche unos amigos habían ido a cenar a su casa, y el sábado por la mañana se había llevado a los niños a buscar setas en el bosque de Jerusalén. Regresó a casa a las nueve y media, dejó a sus hijos (dos niños y una niña, todos menores de ocho años) con su mujer y se marchó en coche al Instituto.

La doctora Neidorf había sido su profesora en el Instituto, es decir, había dado clases a su curso, formado por diez personas, durante dos años. Ni se había analizado con ella ni lo había supervisado. La admiraba mucho, explicó, pero la doctora no tenía ningún hueco, es decir, precisó al ver la expresión de perplejidad del inspector jefe, no le quedaba tiempo libre; tenía una lista de espera de dos años.

La manera de sentarse del doctor Biham, recostado hacia atrás con las piernas cruzadas, la manera en que rellenaba su ornamentada pipa nacarada, el mechero de oro que sacó del bolsillo de su chaleco, su traje gris y la barbita pulcramente recortada le decían a Michael todo lo que necesitaba saber sobre la opinión que el médico tenía de sí mismo. El placer de oír su propia voz no le permitía ni un instante de silencio. Tenía respuesta para todo, aun cuando no tuviera nada que decir. Había estado en la fiesta, desde luego, le encantaban las fiestas, y además había cogido una cogorza monumental… Habría sido el alma de la fiesta, sin duda. Linder le caía muy bien, lo había estado supervisando durante dos años. Era imposible extraerle una sola palabra crítica con respecto a sus colegas del Instituto.

En un momento dado de la conversación, que a pesar de los esfuerzos de Michael por cambiar de tono no dejó de ser ligera y superficial, Michael le preguntó al doctor Biham si por casualidad imaginaba que él, el inspector jefe Ohayon, era un miembro secreto del Comité de Formación; ¿tal vez ésa era la razón por la que se negaba a decir nada malo de cualquiera de sus miembros?

Biham soltó una carcajada y le preguntó si le permitía citarle. Después, sin el menor asomo de tensión, le explicó con franqueza que se había propuesto no permitirse «albergar ningún sentimiento negativo sobre nadie» hasta que hubiera escalado hasta la cumbre jerárquica del Instituto.

A pesar de las bromas y del tono relajado y natural, Michael, que comenzaba a preguntarse qué podría haber atraído a un hombre así a aquella profesión, detectó indicios de una profunda tristeza, que se revelaba sobre todo en la mirada del sujeto, en la que no había ansiedad ni tensión, pero sí cansancio y abulia.

No creía, dijo el doctor Biham con firmeza, que ninguna persona del Instituto estuviera relacionada con la trágica muerte de la doctora Neidorf, sencillamente no lo creía, por muchos datos que aportara el inspector jefe. Sí, sabía disparar un arma de fuego; claro que había visto la pistola de Linder. No recordaba si había entrado en el dormitorio, debía de estar demasiado borracho como para recordarlo, o, quizá, fue su mujer quien recogió los abrigos. No tenía ninguna objeción que oponer a una prueba poligráfica, podría ser una experiencia fascinante.

Si no fuera por la tristeza de su mirada, se diría que estaba hablando de cualquier curiosidad, pensó Michael; la tristeza parecía profunda y esencial, sin relación con los hechos externos.

En respuesta a la pregunta de cómo se había sentido la mañana en que se suponía que iban a aprobar su presentación, dijo que había estado muy nervioso. Se había dicho a sí mismo que, en el peor de los casos, podrían exigirle que introdujera correcciones, y que se había preparado de antemano para esa eventualidad. No le cabía la menor duda de que lo aceptarían como miembro del Instituto.

– En última instancia -dijo-, una vez que has llegado al octavo curso y te han concedido autorización para tratar a tres pacientes, tienes que hacer algo verdaderamente drástico para que no te acepten; no se me ocurre qué -y sus cejas se enarcaron cómicamente mientras encendía la pipa. No despegó la vista de Michael, que, a pesar suyo, sonrió.

Michael le preguntó con curiosidad qué motivos le habían llevado a convertirse en psicoanalista.

El doctor Biham esbozó una sonrisa traviesa, sin que la tristeza desapareciera de sus ojos, y explicó que, después de oír lo difícil que resultaba ser aceptado, no había podido resistirse a la tentación de intentarlo.

– Y es interesante, ¿sabe?, realmente interesante. Y antes ya había estudiado psiquiatría. Se me habían ocurrido montones de perspectivas y métodos novedosos para aplicar en los hospitales psiquiátricos, por eso me especialicé en psiquiatría; pero en lo relativo al Instituto sólo me movió la ambición. Me costó mucho tiempo convencer a Hildesheimer, que fue uno de los que me entrevistó, de que me tomara en serio, pero tenía un expediente profesional satisfactorio y un buen amigo que se había licenciado en el Instituto y que me recomendó.

El doctor Biham estaba dispuesto a charlar por los codos sobre cualquier tema, e incluso cuando su expresión se tornaba grave, como cuando Michael sacaba a relucir el asesinato, no se veían en su rostro indicios de miedo ni de tensión. Pero, una vez más, el inspector jefe Ohayon sintió un extraño malestar mientras acompañaba al sujeto a la puerta. No hay que creer en lo que se ve, se dijo a sí mismo. Nunca es verdad. Lo que se ve no es más que la punta del iceberg, menos de su quinta parte. Aunque es posible que realmente no tenga ninguna relación con el caso, recapacitó mientras echaba un vistazo a su reloj, rebobinaba la cinta y le decía que estaba demasiado ocupado a Tzilla, que había abierto la puerta sin llamar para comunicarle que eran las tres de la tarde, la hora de tomarse un descanso para comer. Mas sus intentos de disuadirla fracasaron.