– Sólo iremos hasta la esquina; ya sabes que detesto comer sola, y Eli no está, ni siquiera ha llamado.
Exhalando un suspiro, Michael se puso el chaquetón y le ofreció el brazo a Tzilla; también recogieron a Manny por el camino.
– Los asuntos no se nos van a escapar corriendo -dijo Tzilla satisfecha.
Mientras Michael tomaba a sorbos el fuerte café turco que el viejo del café de la esquina de la calle Heleni Hamalka había colocado jovialmente sobre la mesita bamboleante, se le ocurrió de pronto que, más que cualquier otra cosa, el doctor Biham había demostrado un fuerte deseo de agradar, de caer bien, aunque ni mucho menos con la desesperación de Linder, que ya estaba al borde del abismo. Sea como fuere, esa idea no le ayudó a comprender la tristeza que se veía en sus ojos. Un día de ésos tendría que comentarlo con Hildesheimer.
14
Hacía dos semanas, desde que Michael le encargó recabar información sobre el coronel Yoav Alon, que Balilty había desaparecido de la faz de la tierra. En un principio Michael no le dio importancia, pero cuando ya habían pasado cinco días comenzó a buscarlo activamente. Cuando al fin consiguió localizarlo, en su casa y a altas horas de la noche, el agente de Inteligencia se negó a decirle nada.
– Estoy en ello, Ohayon. Cuando tenga algo que decir, serás el primero en enterarte, créeme.
Michael le creyó, pero estaba impaciente.
– ¿Y qué hay de la mujer? Al menos cuéntame algo de ella.
Pero Balilty le advirtió que no dijera nada más por teléfono.
La investigación se convirtió en algo rutinario. El tiempo mejoró. Acabaron de interrogar a los asistentes a la fiesta y a los pacientes. La prueba poligráfica demostró que todos habían dicho la verdad. Dina Silver todavía no se había sometido a ella. Según alegó para solicitar un aplazamiento, estaba aquejada de una sinusitis muy fuerte. No había salido a la luz ningún hecho nuevo. Michael pensó que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto y remover un poco las cosas, «de preparar la escena para que ocurra algo», le dijo a Eli en una de sus reuniones diarias.
A decir de sus colegas, siempre que Michael estaba trabajando en la resolución de algún caso «un demonio lo poseía». Shorer se refirió a ello durante una de sus charlas de ese período de espera.
– ¿Se ha convertido esa chica en tu demonio? No pretendo decir que siempre te equivoques, pero dime tú si siempre has acertado. Tiene neumonía; he hablado con su médico de cabecera, y aunque no esté peligrosamente enferma, no tienes motivos para molestarla. Sólo te apoyas en una corazonada. No te olvides de quién es su marido.
Fuera del trabajo, durante una cena tardía en el mercado de Mahaneh Yehuda, Shorer reconoció que si Dina Silver no hubiera estado casada con «el Mazo», probablemente él se habría conducido con menor delicadeza.
– Pero también es culpa tuya -dijo golpeando sonoramente el plato con el tenedor-. Tráeme a alguien que viera su coche el sábado por la mañana. ¡Tráeme algo!
Michael, que había perdido el apetito durante la última semana, le contó sombríamente sus conversaciones con los vecinos, con la gente que había estado jugando al tenis esa mañana en las pistas que había enfrente al Instituto, e incluso con el vigilante que estaba patrullando la calle.
– Nadie la vio marcharse. Un montón de personas la vieron llegar al Instituto a las diez en punto, pero nadie la vio antes. A pesar de todo tengo una sensación extraña.
– Las sensaciones no bastan -dijo Shorer a la vez que se secaba la espuma de cerveza que tenía en los labios-. No es que descarte su importancia ni su pertinencia, pero, con el debido respeto a tu intuición, recuerda que estamos hablando de la mujer de un juez de distrito; tiene neumonía, y no se va a escapar del país; y la última consideración a tener en cuenta, pero no la menos importante, es que no se me ocurre qué móvil pudo tener. Tú mismo me has comentado que en la clínica psiquiátrica te dijeron que desarrollaba un trabajo de primera calidad, y Rosenfeld te aseguró que el Comité de Formación no vacilaría en dar el visto bueno a su exposición. Así pues, ¿qué móvil pudo haber tenido?
Michael abrió la boca para decir algo pero, en lugar de hablar, introdujo en ella un poco de ensalada y asintió desalentado.
Según lo previsto, Nira se había ido de viaje a Europa y Yuval se había trasladado a su casa. Por las mañanas el chico se quejaba de que oía a su padre rechinar los dientes mientras dormía. Michael se encerró en sí mismo y se hundió en una depresión que ni él mismo acertaba a comprender.
Estando Yuval en su casa, no podía llevar allí a Maya. Cuando muy de tarde en tarde se citaban en Mav, el pequeño café donde solían verse, Maya no se quejaba, pero lo miraba con añoranza. Él no lograba responder a sus preguntas. Tan sólo le apetecía acurrucarse en la cama y que lo abrazaran, sin tener que hablar. Ella afirmaba que Michael siempre se deprimía en primavera, que era algo cíclico, pero él atribuía su estado de ánimo al caso.
El interrogatorio de los testigos no había sacado a la luz nada nuevo. Sus declaraciones fueron interesantes, pero escasamente provechosas. Michael habló una vez más con Hildesheimer, y el anciano le dijo con tristeza que «el Instituto estaba enfermo» y le dirigió una mirada interrogante.
La presión de los medios de comunicación no contribuía a mejorar las cosas. Los reporteros habituales en la comisaría se quejaban amargamente de la falta de información. Todas las mañanas, al final de la reunión del equipo, el portavoz de la policía aparecía ante éste para recibir, según lo expresaba él, «sus instrucciones diarias sobre cómo no decir nada con el mayor número posible de palabras». «¿Cuándo vas a darme algo en lo que puedan hincar el diente?», le preguntaba a Michael en tono de reproche. La reunión diaria con Ariyeh Levy, el comisario jefe de la policía de Jerusalén, tampoco fomentaba el buen humor de Michael.
La llegada de Catherine Louise Dubonnet fue el único rayo de luz durante esas dos semanas. Michael fue a recibirla en persona al aeropuerto el viernes, cuatro días después de haber sabido de su existencia a través de la familia de la difunta.
Mientras esperaba en Ben Gurion, sintiendo el aroma de lugares remotos, Michael pensó con envidia en que llevaba años sin salir al extranjero. Una vez más se imaginó llevando una existencia plácida en Cambridge, sumergiéndose en la Edad Media y viajando a Italia de vez en cuando.
Se situó junto al control de pasaportes para observar la larga cola de pasajeros. Al final perdió la paciencia y pidió que llamaran a la doctora Dubonnet por los altavoces.
Habló con ella en tres ocasiones. La primera vez en el coche, de regreso del aeropuerto. La doctora Dubonnet había decidido alojarse en un hotel pese a que la familia Neidorf le había ofrecido afectuosamente su casa; no podría soportar la ausencia de Eva, explicó. Le habían reservado habitación en un hotel barato, pero, en cuanto la vio, Michael decidió ir directamente al King David, donde Tzilla, con quien habló por radio, se ocupó de hacer la reserva.
Catherine Louise Dubonnet era la psicoanalista más importante del Instituto de París, según le habían dicho a Michael sus colegas parisinos. El mismo Hildesheimer hablaba de ella con profundo respeto y admiración, pese a las reservas que por principio le inspiraban «los franceses en general». Michael supo por su pasaporte que tenía sesenta años. Llevaba el pelo blanco recogido sobre la nuca en un espeso moño y sus ojos castaños, en los que brillaban la inteligencia y la cordialidad, eran enormes, como los de un bebé. Antes de mirarla a los ojos, a Michael le dio la impresión de que era como una dulce abuelita que estuviera en la cocina de su casa. Vestía un traje oscuro e informe y sobre él un abrigo raído; no se veían rastros de maquillaje en su cara, y la dentadura irregular que revelaba su amistosa sonrisa le daba un aire de abandono. Sus zapatos planos no combinaban con su vestido. Contradecía todos los estereotipos sobre la mujer francesa. ¿Dónde está el famoso chic del que habla todo el mundo?, pensó Michael mientras la doctora Dubonnet le estrechaba calurosamente la mano en el aeropuerto; pero cuando la miró a los ojos la cuestión del chic perdió toda relevancia.