Sí, Eva había pasado el día con ella, le contó en el coche, con un acento parisino que a Michael le resultó muy agradable. Tras unos minutos de inseguridad, su propio francés volvió a cobrar vida.
Su primera pregunta se refirió a la clandestinidad del encuentro. Quería comprender, explicó mientras maniobraba con el Ford de la policía para situarse en el carril rápido, por qué Eva Neidorf no le había comentado nada a Hildesheimer sobre su escala.
– Ah -dijo la francesa con una sonrisa-, Eva tenía su lado coqueto. Estaba enfadada con él y quería ponerlo celoso agradeciendo mi ayuda al principio de la conferencia.
Esa explicación no encajaba en la imagen que Michael se había formado de Neidorf, y así lo dijo cuando ya estaban en la autopista, después de encender un cigarrillo. Sin retirar la vista de la carretera, notó la mirada escudriñadora de la francesa.
Ella suspiró profundamente y dijo que toda la información que Michael había recibido sobre Neidorf procedía de personas que sólo conocían algunos aspectos de su personalidad o que tenían de ella una visión muy limitada. No es que Hildesheimer no la conociera, prosiguió, mas en su percepción de Eva había algunos aspectos que se le escapaban. Aunque ciertamente era consciente de la dependencia de Eva con respecto a su persona y a su ayuda, lo cierto es que no había alcanzado a comprender hasta qué punto era importante para ella ni cuán ligada estaba a su amour propre. Eva se sintió ofendida, explicó la francesa en un tono triste y a la vez jocoso, por la necesidad de Hildesheimer de que se liberase de su dependencia hacia él. Un sentimiento de agravio muy femenino del que Hildesheimer no se había percatado en absoluto, dijo, y añadió algo sobre las limitaciones del sexo masculino en general.
Y después volvió a sonreír, una sonrisa que Michael sólo vio de perfil, y afirmó que, por absurdo que pareciera, creía que, de hecho, el anciano se habría puesto celoso.
– Tal vez no tanto como le hubiera gustado a Eva, pero sí bastante celoso. Eva tenía la intención de contárselo después de la conferencia -dijo, y suspiró.
Después hablaron sobre la relación especial que las había unido. La distancia geográfica había hecho posible su proximidad, dijo la francesa. Eva tenía dificultades para mantener una relación íntima continuada, en el día a día, y le agradaba que sólo se vieran una o dos veces al año con ocasión de los congresos de la Sociedad Psicoanalítica Internacional.
– Nos teníamos mucho afecto, y Eva me podía hablar con toda libertad de sus relaciones con Ernst, de sus pacientes, del Instituto, de todo, porque eran temas que me resultaban ajenos.
Michael la dejó instalada en el King David, y si a la francesa le impresionó la fastuosidad del vestíbulo, no lo demostró. La acompañó a su habitación, descorrió las cortinas y le señaló la sobrecogedora vista de las murallas de la ciudad vieja. Entonces la mirada de la doctora se tornó melancólica mientras murmuraba algo sobre la belleza trágica. Cuando le preguntó a Michael cómo había sido la famosa explosión ocurrida durante el mandato británico, queriendo saber con curiosidad infantil qué ala del hotel había sufrido daños y cómo la habían reconstruido, el inspector jefe volvió a ver sus ojos y se sintió totalmente fascinado. No sólo era la distancia geográfica la que había hecho posible la amistad entre ellas, pensó, sino la cordialidad y la espontaneidad de esa mujer, dos cualidades de las que por lo visto no estaba dotada Eva Neidorf.
Volvieron a verse por la noche, en Maswadi, un pequeño restaurante de la zona árabe de la ciudad, y allí, entre las ensaladas variadas de los entremeses orientales, Michael le interrogó sobre la conferencia. No era fácil transmitirle su contenido en el breve espacio de tiempo de que disponían, le explicó la francesa, que llevaba un vestido muy parecido al de antes. La cuestión que había preocupado a Eva era si debía ofrecer ejemplos de comportamientos antiéticos de los pacientes. Se habían dado casos de abuso de menores, por ejemplo. ¿Debía reaccionar el analista de forma terapéutica, o bien había de juzgar abiertamente la conducta del paciente y, tal vez, informar a la policía? La conferencia trataba asimismo el tema de la discreción profesional; por ejemplo el hecho de que los terapeutas de un país tan pequeño como Israel deberían preocuparse más de ocultar la identidad de sus pacientes al hablar con sus colegas. Y también se extendía largamente sobre los casos en los que no era correcto exigir que se pagara una sesión que no había tenido lugar.
Dubonnet explicó que la relación terapéutica se establece sobre la base de un compromiso mutuo a largo plazo. En consecuencia, dijo con énfasis, aunque un paciente no se presentara a una sesión, debía pagarla, salvo en casos excepcionales que quedaban al arbitrio del terapeuta, tales como una enfermedad o el nacimiento de un hijo. Eva no sabía si dar ejemplos, que tal vez podrían molestar a alguien; si encajaban en el tema de la conferencia; si, desde el punto de vista ético, estaba justificado hablar de los casos, que definió como de force majeure, en que los terapeutas cobraban las citas a las que los pacientes no habían acudido por sus obligaciones como reservistas del ejército.
Al ver la desilusión pintada en el rostro de Michael, la francesa interrumpió el flujo de sus palabras. Comparó la situación de Michael con la de los pacientes que se sienten defraudados porque, después de unas cuantas sesiones, todavía no se ha producido ningún avance espectacular.
– ¿Qué esperaba que le dijera? -preguntó.
Michael le contó que habían desaparecido todas las copias de la conferencia, así como la lista de pacientes y supervisados de Neidorf y el archivo de sus movimientos financieros. Ya se lo había contado la familia, dijo la francesa, a la que había ido a visitar esa tarde.
– Y sus hijos están afectadísimos, sobre todo Nimrod, porque Nava lo exterioriza todo, y además tenía una relación afectuosa con Eva, en tanto que la relación de Nimrod con su madre era muy tensa, y, en general, él es demasiado reservado.
Pero no era de eso de lo que él quería hablar, se excusó. Sus inteligentes ojos castaños observaron al inspector jefe mientras le explicaba que había confiado en que ella le contara qué contenía la conferencia que pudiera justificar su desaparición, o incluso el propio asesinato. En la estrecha frente de la psicoanalista se formó una larga arruga mientras repasaba los pormenores de los que estaba enterada. No había guardado una copia de la conferencia, dijo, y además no sabía hebreo. Y había algo que inquietaba mucho a Eva, pero se había negado a comentarlo explícitamente.
– Eva estaba escandalizada por lo que había hecho uno de los candidatos -explicó reflexivamente. No había mencionado el nombre ni el sexo del individuo en cuestión, pero mostró mucho interés por algo que había sucedido en el Instituto de París: un analista con una larga experiencia a sus espaldas había «tenido una apasionada historia de amor con una de sus pacientes». El semblante de Dubonnet se ensombreció mientras aludía aquel incidente, y durante un instante su mirada se apagó. Después tomó un sorbo de vino y prosiguió diciendo: