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– ¿Ninguna novedad? -preguntó en el tono de quien no espera respuesta, y al oír que, ciertamente, había novedades, se puso en tensión.

Mientras Michael hablaba la expresión de Shorer fue adquiriendo una gravedad creciente y el montón de cerillas rotas que había en su mesa se fue haciendo progresivamente más alto. El jefe de Michael le pidió que le enseñara el cheque lo antes posible, escuchó la explicación sobre lo importante que era el coronel y preguntó qué coartada tenía para el sábado y a continuación dijo:

– Ya iba siendo hora. Dos semanas y media, y es nuestra primera pista decente. Pero tendremos que informar de todo a Levy, no pienso arriesgarme sin contar con él. Cabe la posibilidad de que no sea culpable y no se le puede destrozar la vida a nadie sólo porque sea impotente. Necesitaremos una orden de registro si quieres examinar sus zapatos; tendremos que hacer una prueba de identificación de voz con esa mecanógrafa de Zeligman. ¡Vaya lío! Qué país éste, desde luego… Bueno. Espera unas horas, esta noche podrás empezar. ¡Pero no aquí! ¿Me oyes? ¡Y nada de filtraciones!

Michael asintió con la cabeza y se comprometió a esperar hasta que le dieran luz verde.

Eran las seis de la tarde cuando Shorer informó a Michael, que no se había atrevido a salir del edificio salvo para ir hasta la esquina a proveerse de Noblesse, desde que habían detenido al sospechoso para interrogarlo.

Shorer lo había preparado todo, incluido el piso de la calle Palmach que utilizaban en ocasiones excepcionales como aquélla. Raffi, que había participado en el arresto, le contaría más tarde a Michael que la mujer de Yoav Alon estaba conmocionada. Había solicitado que le concedieran tiempo para sacar a los niños de casa antes de realizar el registro. Raffi mencionó sus labios fruncidos, y que no había insistido en saber lo que pasaba y sólo había formulado una pregunta a la que nadie respondió.

Habían efectuado el arresto a la entrada de su casa, en la calle Bar Kochba, cuando el coronel volvió del trabajo. Dejó de protestar cuando le dijeron que tenían el consentimiento del alto mando militar y que sería mejor que los acompañara en silencio para no llamar la atención.

El profesor Brandtstetter, del segundo piso, saludó con la cabeza a un joven inquilino del edificio de la calle Palmach. Aunque sólo se cruzaban muy de tarde en tarde, en la escalera, el profesor nunca dejaba de saludar a aquel agradable vecino. El joven, que por lo visto trabajaba en el Ministerio de Defensa, nunca se retrasaba al pagar los gastos de mantenimiento, y desde que alquiló el piso habían dejado de celebrarse aquellas fiestas estudiantiles que mantenían en vela a todo el edificio. El profesor se quedó mirando cómo subía las escaleras acompañado por un grupito de hombres y una mujer, de camino, según aseguró a su mujer, «a alguna reunión secreta de defensa, sin duda. Había un oficial de alto rango con ellos», dijo solemnemente, y le advirtió que no chismorreara con las vecinas.

– No te olvides de que se trata de la seguridad del Estado -le recordó con severidad.

La señora Brandtstetter no tenía la menor intención de chismorrear con las vecinas, algo que no había hecho en su vida. Pero no protestó por aquella advertencia, al igual que no protestaba cuando su marido decía otras muchas cosas. La señora Brandtstetter no soportaba las peleas. De noche, cuando no podía dormir y empezaba a pasear entre la cocina y el cuarto de estar, tratando de olvidar los sonidos que había oído en Berlín a sus veinte años y que desde entonces la atormentaban, a veces oía ruidos en el piso de arriba, como si una pesadilla se hubiera hecho realidad. Llantos, alaridos, patadas en el suelo, voces de hombres algunas veces; otras, de mujeres. Solía pensar que eran cosas de su imaginación, pero sabía que las figuras que había visto en la escalera eran reales. Sabía perfectamente, la señora Brandtstetter, que el joven que contribuía puntualmente al mantenimiento del edificio era un joven malvado, que no era judío aunque lo pareciera. Desde que se había mudado a la casa, la señora Brandtstetter procuraba salir lo menos posible.

Aquella noche, cuando su marido sacó la basura, los había visto subir en fila india por la escalera a través de la mirilla de la puerta. Además del inquilino, vio a otros dos jóvenes y a una chica. Y también iba con ellos un hombre con uniforme del ejército, pero la señora Brandtstetter sabía que el uniforme no era más que un disfraz. Tan sólo un detalle de la apariencia del «oficial» la desconcertó: había subido lentamente entre dos hombres jóvenes, uno delante y otro detrás, y no tenía el menor aire de autoridad, como habría sido de esperar. Después también vio al alto, el que iba a visitar de vez en cuando al inquilino que pagaba puntualmente sus recibos. Al principio la señora Brandtstetter había imaginado que sería algún pariente, porque nunca llegaba con el resto de la panda. Pero al analizar los hechos, cayó en la cuenta de que siempre llegaba después de que se hubiera oído cambiar el mobiliario de sitio. Entonces llegaba, como una inundación después de una plaga, pensó. Aquel hombre, con su apuesto semblante, la asustaba más que los demás. Lo había visto cara a cara en una ocasión en que ella regresaba del ultramarinos y él le abrió la puerta de la calle y la sujetó para que pasara con su bolsa de la compra. Pero no iba a engañarla con sus modales caballerosos, pensó la señora Brandtstetter. Y lejos de conquistar su simpatía, aquel semblante apuesto, de mirada penetrante y cautivadora sonrisa, la ratificaba en su convencimiento de que aquel hombre era el auténtico malvado del grupo.

Si la señora Brandtstetter hubiera visto los ojos de Michael mientras ascendía por la escalera aquella noche, antes de golpear la puerta haciendo la señal convenida, quizá habría cambiado de opinión. Michael subió con la vista fija en el escalón que tenía delante en cada momento. Estaba pensando en las dificultades que lo aguardaban y, más que cualquier otra cosa, sentía la fatiga desplegándose por sus extremidades.

Debía de haberse producido algún error con respecto al archivo, pensó. Un grave error. Trató de imaginarse, sin conseguirlo, al coronel Yoav Alon en el piso que los Servicios Generales de Seguridad tenían a bien prestarles en ocasiones especiales como aquélla. Tres habitaciones, un cuarto de baño y una cocina, todo amueblado de manera funcional y económica. En una habitación que hacía las veces de cuarto de estar había dos sillones sencillos, de estilo kibbutz de los cincuenta, y un televisor en blanco y negro, así como una mesita sobre la que reposaba el «oxígeno del piso», como Tzilla había dado en llamarlo: un teléfono negro.

En las otras dos habitaciones había camas, dos en cada una, y algunas sillas. En los armarios empotrados del vestíbulo se guardaban mantas del ejército. Siempre había allí algún miembro del Departamento de Investigación y los miembros del equipo hacían turnos cuando el interrogatorio duraba más de un día. Y el interrogatorio siempre duraba más de un día, porque allí sólo tenían lugar los interrogatorios secretos, que eran los más difíciles y complicados.

El coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, un oficial que había ascendido con una rapidez sin precedentes hasta su cargo actual y de quien se esperaban grandes proezas en el futuro, estaba sentado en una silla en la habitación que daba al patio. No se había quitado el abrigo del uniforme. Frente a él se había sentado Raffi, que estaba jugueteando con un manojo de llaves. Tzilla regresó al dormitorio, donde Manny y ella estaban esperando que Eli Bahar llegara con los resultados del registro de la casa del sospechoso. Cuando Michael entró en la habitación, Raffi se levantó, se dirigió a la ventana, que estaba cerrada, y echó un vistazo hacia fuera antes de bajar la persiana. Después se quedó donde estaba, mirando a Yoav Alon, quien, a su vez, miró a Michael y le preguntó, en tono muy comedido, si era él quien le iba a informar del motivo de su arresto. El inspector jefe Ohayon tomó asiento y encendió un cigarrillo. Le susurró algo a Raffi, que se aproximó a él y se agachó para escucharlo y, después, se marchó a la cocina, donde se oyó un entrechocar de vasos. El inspector jefe cerró la puerta.