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Algunas personas se habían quedado de pie y otras se habían sentado en las sillas colocadas por Gold cuando todavía reinaba la normalidad. En medio de la multitud, Gold divisó durante una fracción de segundo a los dos miembros del kibbutz del sur. Junto a ellos había dos hombres cargados con sendos maletines de cuero de los que, una vez abiertos, extrajeron unos aparatos de pequeño tamaño que, al mirarlos mejor, resultaron ser grabadoras. El estrépito estaba volviéndose insoportable y Gold decidió retirarse a la cocina (no se le ocurrió la idea de abandonar el edificio) para alejarse de aquel clamor.

Allí la situación no era mejor. Se inmiscuyó en la intimidad de los dos ancianos, que estaban sentados muy juntos. Litzie Sternfeld se enjugaba los ojos con un pañuelo de hombre primorosamente planchado, que por lo visto había salido del bolsillo de Hildesheimer, y éste le acariciaba la mano, algo que Gold nunca le había visto hacer hasta entonces, aunque, evidentemente, era lo apropiado para la ocasión. De pronto el policía alto entró en la cocina y le preguntó a Hildesheimer: «¿Qué es exactamente este sitio?», haciendo mucho hincapié en «exactamente». El anciano le dirigió una mirada cansada, que después se volvió vivaz, y le explicó, escogiendo cuidadosamente las palabras, que aquél era un sitio donde se practicaba el psicoanálisis. La respuesta dejó al policía con una expresión interrogante en el rostro y Gold dio por hecho que el término psicoanálisis no le resultaba familiar, pero, después, ante su sorpresa, el policía despegó los labios para preguntar: «¿Se refiere a las psicoterapias con diván y toda esa parafernalia?». El profesor asintió y el policía esbozó una sonrisa, aunque se apresuró a reprimirla mientras decía, casi excusándose, que no sabía que esas cosas siguieran practicándose ni que existiera un instituto específicamente dedicado a ellas. Sin duda, se había dado cuenta de que al anciano no le divertían las bromas sobre ese tema, ni siquiera en la mejor de las circunstancias. En efecto, tan pronto como oyó el tono de disculpa del policía, Hildesheimer procedió a explicarle con su pronunciado acento alemán que en el Instituto se formaba a analistas para que trataran a sus pacientes aplicando ese método, y comenzó a ampliar el tema de qué era lo que se hacía «exactamente» en «aquel sitio».

En un principio, el rostro del policía reflejaba desconcierto, pero a medida que el anciano iba hablando esa expresión se trocó por otra de gran atención y parecía que estaba escuchando como si realmente le interesara. A Gold no le pasó inadvertido el asombro que le causaba la reacción del policía.

Se sintió un tanto avergonzado por aquel prejuicio, pero sus reflexiones sobre la necesidad de mejorar sus actitudes fueron interrumpidas por el potente sonido de una voz que llegó desde fuera. Se asomó por la puerta de la cocina y vio que el tipo rubio con bigote, que se había presentado como el portavoz del subdistrito de Jerusalén y había insistido en que todo el mundo permaneciera fuera, había vuelto a entrar después de pasar unos minutos en el porche hablando con los miembros del Instituto allí congregados. Agarrando a los dos hombres provistos de grabadoras por el brazo, les increpó:

– Al decir que todo el mundo saliera del edificio, me refería a todo el mundo…, periodistas incluidos. Hagan el favor de esperar ahí fuera.

Horrorizado por el descubrimiento de que aquellos hombres eran periodistas, Gold decidió que era necesario notificárselo a Hildesheimer de inmediato. Pero antes de que pudiera hacer nada se inició un éxodo general desde el salón de actos; algunos de los presentes exigían a voces y con agresividad que se les explicara qué había ocurrido. El rumor de que alguien había muerto empezó a propagarse y en muchos semblantes apareció una expresión de alarma y de consternación. La gente se apiñó de dos en dos y de tres en tres en el porche, pero nadie se marchó.

Por el rabillo del ojo, Gold vio a los dos altos mandos, el comisario jefe del distrito y el comisario jefe de Jerusalén, saliendo del cuarto pequeño para dirigirse a la cocina, aparentemente en busca del policía alto, que seguía allí dentro con Hildesheimer. Gold se acercó a la cocina sin que nadie lo detuviera y se quedó junto a la puerta para oír la conversación. El policía alto expuso al jefe de la policía de Jerusalén lo que denominó el «problema de la publicidad». El problema era, según acababa de explicarle el doctor Hildesheimer, que, de momento, era necesario impedir a la prensa que publicara la noticia, dado que la difunta (Gold no soportaba aquel término) tenía pacientes en tratamiento a quienes habría de notificárseles la nueva con tacto. Habló con una expresión seria en el semblante.

El comisario jefe de Jerusalén expresó sus dudas sobre la posibilidad de prohibir que se diera cobertura periodística a lo que llamó el «suceso» y sugirió calmar a los chicos de la prensa con «alguna golosina». Hildesheimer lo interrumpió e inquirió con ira reprimida cómo se las habían arreglado los periodistas para llegar allí tan deprisa.

El policía alto le explicó pacientemente que era una cuestión de frecuencias de radio: las radios de los periodistas de sucesos tenían la misma frecuencia que las emisiones de la policía. Explicación que dejó a Hildesheimer con un rictus sombrío en la boca. Se volvió hacia Litzie, que había dejado de llorar, y se encogió de hombros con impotencia. Fue entonces, según recordaba Gold, cuando oyó que el jefe de la policía de Jerusalén le decía al policía alto:

– Vamos, Ohayon; tenemos que aclarar algunos asuntos.

Los tres, Ohayon y sus superiores, se dirigieron a una de las habitaciones, seguidos en solemne cortejo por todos los guardianes del orden que había en el edificio; más tarde, Gold recordaría esa escena como el único episodio cómico del día. Gracias a uno de los periodistas, que, después de colarse otra vez en el edificio, se apostó junto a la puerta de la habitación y comenzó a hablar en voz alta para grabar lo que iba ocurriendo, Gold identificó a todos los personajes, enterándose de sus cargos y graduaciones.

El periodista, un enérgico individuo de baja estatura, informó a la grabadora de que el inspector jefe Michael Ohayon, subdirector del Departamento de Investigación del subdistrito de Jerusalén, había entrado en la habitación, seguido del comisario jefe del distrito meridional, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén y el portavoz del subdistrito de Jerusalén. El portavoz dirigió al periodista una mirada asesina, que le hizo callar durante un momento, aunque siguió hablándole a la grabadora en cuanto aquél hubo entrado en la habitación. Informó al pequeño aparato de que el agente de turno acababa de entrar en la sala, acompañado del personal del laboratorio móvil. Mencionó el nombre de una mujer cuyo cargo Gold no retuvo, así como los nombres del agente de Inteligencia, del agente de investigaciones interdepartamentales, del jefe de la Unidad de Grandes Delitos y del director del Departamento de Investigación de Jerusalén.

Cuando el cortejo salió de la habitación, el último en aparecer fue Michael Ohayon, que iba embebido en una conversación con su superior directo, el jefe del Departamento de Investigación de Jerusalén. Gold sólo logró captar retazos de la conversación, como, una frase que dijo Ohayon: «De acuerdo, esperaremos hasta que el laboratorio y el forense hayan terminado y, entonces, quizá sabremos algo más», y tres palabras de la breve respuesta de su jefe: «tu encanto personal…», pronunciadas en un tono bastante jocoso.

Después salieron fuera del radio de audición de Gold. Ohayon y los jefes del distrito y del subdistrito se dirigieron a la puerta, donde estalló un alboroto. Gold vio cómo los rodeaba una turbamulta de gente indignada exigiéndoles información a voz en cuello. Oyó al comisario del distrito alzando la voz para decir casi a gritos: «Señores, señores. Cálmense, por favor». Y después: «Éste es el inspector jefe Ohayon. Es el oficial que está a cargo de la investigación y responderá a todas sus preguntas a su debido tiempo». Y diciendo esto, se apresuró a salir de escena, dejando tras de sí una multitud impaciente.