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– No tiene por qué decirlo usted todo -dijo Michael con sencillez-. A veces otros lo pueden decir en su nombre -se sacó otro papel del bolsillo, idéntico al anterior, posó la vista en él y lo leyó en voz alta-: «Orna, cariño, siento lo de ayer, quiero explicártelo. ¿Nos vemos a las siete donde siempre? Estaré esperándote. Yoav». -Después se sacó del bolsillo un tercer papel, también una fotocopia, según le explicó al sospechoso, que la leyó y se ruborizó; era una página del libro de registro de un hotel de Tel Aviv. Según el registro del hotel, el coronel Yoav Alon había pasado dos días en una habitación doble, con su mujer-. Y su mujer, ¿habrá oído hablar del hotel en cuestión? -inquirió Michael-. ¿Le gustaría que se lo preguntásemos? -Alon no dijo nada-. ¿Tal vez querrá contarnos de qué se disculpaba en la nota que le escribió a Orna Dan?

Alon levantó la cabeza y miró a Michael con odio. Después dijo:

– Bueno, ¿y qué? He tenido una aventura con una chica. ¿Qué relación tiene eso con la investigación? Vamos, dígaselo a mi mujer. La chica es una zorra y se lo ha contado. ¿Por qué quería saberlo? Esto no es un asunto de su incumbencia.

– Ah -dijo Michael, tirando la colilla en los restos del café que había en su vaso-, sí que lo es. Hay algo que lo convierte en un asunto de nuestra incumbencia. ¿Quiere que le diga de qué se disculpaba en la nota? ¿Quiere que se lo diga? ¿O prefiere contármelo usted?

– No me acuerdo -dijo el sospechoso en voz baja y entre- cortada-, ha pasado mucho tiempo. Supongo que no pude acudir a una cita con ella, o algo semejante -en su frente, justo debajo del pelo, habían comenzado a acumularse gotas de sudor. No hizo ademán de enjugárselas.

– No, amigo mío, lo recuerda muy bien. Ese tipo de cosas no se olvidan. Pero yo se lo recordaré, si quiere -el semblante de Alon se contrajo en una mueca de dolor mientras el inspector jefe Ohayon le decía con mucha calma-: Está relacionado con el caso porque usted no pudo hacer el amor con la chica. No me diga que no se acuerda.

Manny se abalanzó hacia la mano levantada de Alon, pero no hubo necesidad de hacer nada. La mano cayó por su propio peso a la vez que el cuerpo de Alon se desplomaba en la silla con aspecto flácido e inerte, súbitamente perdida toda su fuerza. Michael le hizo una seña a Manny, que salió de la habitación.

– Suponiendo que fuera cierto -susurró Alon-, ¿cree usted que eso es motivo para detener a alguien? ¿Qué relación tiene? ¿Por qué no me deja en paz? -habló con un hilo de voz y sus últimas palabras sonaron a súplica.

Michael acorazó su cara contra toda muestra de sentimiento y dijo:

– No puedo dejarlo en paz si usted no coopera, lo sabe tan bien como yo. Si coopera, lo dejaré en paz. Sabe que sé que conocía a Neidorf, que estuvo tratándose su problema con ella durante todo un año, los lunes y los jueves, a última hora de la tarde. Sabe que ya nos hemos enterado de todo. Sabemos que no le contó a nadie que estaba en tratamiento, ni siquiera a su mujer, y que cuando decía estar esperando a que su hijo saliera de clase de yudo, en lugar de quedarse a la puerta se iba corriendo a ver a Neidorf, y por eso siempre llegaban tarde a casa. El chico no entendía por qué siempre llegaba a recogerlo a las ocho si la clase terminaba a las siete y media. Ya ve que estamos enterados. Si quiere, podemos contarle a su mujer que, de camino, le compraba pizzas y falafels al chico para justificar el retraso. Sabe que sé que mintió al prestar declaración por primera vez. ¿Por qué no me cuenta usted el resto?

Mientras hablaba, Michael se había levantado para acercarse a Alon, y ahora estaba a su lado, mirándolo desde arriba a los ojos, en los que no había ninguna expresión, ni siquiera miedo. El sospechoso inclinó la rubia cabeza y clavó la mirada en el charco de café. El teléfono sonó en la habitación vecina. Los dos oyeron los timbrazos, interrumpidos por una voz femenina que dijo «¿diga?», y eso fue lo último que oyeron.

– No puede demostrar nada -dijo Alon, lanzando sin mucho convencimiento la última bravata-, está hablando por hablar.

– ¿Conque no? -dijo Michael-. ¿Cree que no lo puedo demostrar? Tengo testigos, gente que lo vio entrando en la casa. Pero también tengo esto -sacó otra fotocopia de su bolsillo y se la entregó al sospechoso, que se quedó mirándola largo rato. La firma del cheque se veía con toda claridad y era la misma letra que la de la nota dirigida a Orna Dan. En la línea superior, junto a las palabras impresas «Páguese por este cheque a…», Eva Neidorf había escrito su nombre de su puño y letra-. Le entregó un cheque a medio rellenar, pero la doctora era una mujer de costumbres metódicas, y en lugar de pasarle el cheque al tendero, como cabría esperar, rellenó lo que faltaba y lo ingresó. Lo tenemos todo bien amarrado y, de ahora en adelante, será mejor que deje de decir tonterías sobre la falta de «pruebas». Se comenta que es usted un tipo inteligente, y, según dice, tiene mucha experiencia en la realización de interrogatorios; creo que ha llegado el momento de que confiese y empiece a cooperar.

El coronel Yoav Alon empezó a temblar y después emitió una especie de gimoteo. Michael comprendió que aquel extraño sonido procedía de unas cuerdas vocales que no habían sido utilizadas desde la infancia y, una vez más, se preguntó por qué no estaba contento ni satisfecho. La fatiga, desaparecida cuando diera comienzo el interrogatorio, había vuelto a hacer acto de presencia y reclamaba su atención. Se quedó sentado, encendió un cigarrillo y pensó en Yuval, en lo orgulloso que estaba de su padre y en sus ímprobos y vanos esfuerzos para disimular ese orgullo. También pensó en Maya. ¿Le habría amado en ese momento? En la otra habitación los miembros del equipo oyeron la pausa; estaban grabando el interrogatorio desde allí. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Eli Bahar, que le hizo un gesto de asentimiento a Michael y desapareció.

Yoav Alon ni siquiera levantó la cabeza cuando Michael comenzó a hablar.

– También tenemos pruebas de que allanó la casa de Neidorf -dijo-. Limítese a reconstruir el asesinato; es todo lo que le pido.

De acuerdo con sus previsiones, el sospechoso volvió a cobrar vida y dijo con una voz cambiada:

– Pero si yo no la asesiné. ¿Por qué había de asesinarla? Se lo juro -en ese punto se levantó y Michael no trató de impedírselo-. Le digo que no la maté. No tenía ningún motivo.

Pero el inspector jefe Ohayon no parecía estar interesado. Y entonces entró Tzilla y sugirió que se tomara un descanso. Tenían la comida preparada.

Michael salió de la habitación y posó la mirada sobre lo que le habían dejado junto al teléfono. Tzilla se quedó con el sospechoso, quien ni siquiera tocó el sandwich ni el café recién hecho que le ofreció.

La mirada iracunda de Eli Bahar hizo que Michael se obligara a probar la comida caliente que habían sacado Dios sabe de dónde. Las atenciones maternales que le prodigaban sus compañeros de equipo y, sobre todo, Eli y Tzilla, divertían a Michael a la vez que lo conmovían. Terminó por apartar el plato para concentrarse en el café. En el piso hacía frío. Manny le explicó que la calefacción central del edificio estaba apagada. En el cuarto de estar, donde estaban en ese momento, habían encendido una estufa eléctrica.

Michael estiró las piernas sin prestar atención a las náuseas que le había provocado el olor de la comida. Haciendo un tremendo esfuerzo escuchó la explicación que Manny, sentado en un sillón frente a él, empezó a darle sobre el registro. No se había quedado hasta el final, intervino Eli, pero estaba presente cuando descubrieron el zapato. La suela de cuero había sido examinada y comparada con la foto del molde de yeso. Se correspondían a la perfección.