– Fue él quien se coló por la ventana, quien se llevó los documentos y todo lo demás -dijo Eli con satisfacción-. Ahora sólo estoy a la espera de que encuentren los documentos en su piso, y también el archivo del contable. ¿Te quedan fuerzas para continuar?
Michael echó un vistazo a su reloj. Vio la fecha que marcaba, 6 de abril, y de pronto recordó que había sido el día de los padres en el colegio de Yuval y que el chico habría recibido las notas hoy. Michael se había olvidado de todo pese a que había estado con Yuval por la tarde. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa. El auricular zumbó seis veces en su oído antes de que alguien respondiera a la llamada. Yuval le dijo con voz somnolienta que les entregarían las notas el 16.
– Todavía faltan diez días, ya te lo recordaré. Sí, cené cuando te marchaste. Estoy cansadísimo. ¿Cuándo vas a volver a casa? No, mañana tengo un examen, de estudios bíblicos. Voy a seguir durmiendo.
Aun tranquilizado con respecto al día de los padres, Michael no lograba sacudirse de encima el sentimiento de culpa. Eli le preguntó titubeando si quería que lo sustituyera.
– Todavía no. Vamos a esperar a que confiese algo. Unos cuantos gimoteos no se pueden tomar por una confesión.
Y regresó a la habitación. Alon pidió permiso para ir al baño. Manny lo acompañó. La ventanita del cuarto de baño estaba enrejada. Manny lo esperó a la puerta y volvió a escoltarlo hasta la habitación que daba al oscuro patio.
15
Las luces se quedaron encendidas toda la noche. El interrogatorio terminó mucho antes de lo previsto. Por la mañana ya tenían la historia completa.
Michael estuvo al pie del cañón hasta las cinco de la madrugada, la hora a la que el coronel Alon firmó su confesión en presencia de todo el equipo. Después, el inspector jefe dejó la reconstrucción de los hechos y otros pormenores a cargo de Eli Bahar, a quien despertaron a las cinco, después de tres horas de sueño.
Cuando regresó del cuarto de baño y se sentó frente a Michael, el sospechoso pidió un cigarrillo. Una vez que Michael se lo hubo encendido, tosió mientras inhalaba el humo. Dirigiendo la vista hacia el cigarrillo que tenía en la mano, Alon comentó que era la primera vez que fumaba desde hacía años, y se quedó callado. Luego exclamó que no sólo no había asesinado a Neidorf, sino que le encantaría ponerle las manos encima a quienquiera que la hubiera matado.
Michael sabía que, según la terminología del Instituto, se había producido una transferencia, pero él lo habría llamado amor. Y así lo llamó también el coronel Alon, repitiendo con énfasis que la quería, que la adoraba, que habría puesto su vida en manos de Eva Neidorf. Y a pesar de que Michael no alcanzaba a verle los ojos, ya que el coronel estaba hablando con la mancha seca de café del suelo, su voz expresaba los sentimientos que debía expresar: dolor y aflicción. El miedo había desaparecido, tanto de su voz como de sus ojos, que se posaron directamente en Michael durante un instante con una mirada dolida y agraviada, pero no asustada.
Michael le pidió que le contara todo desde el principio, en detalle.
Todo comenzó, dijo el coronel Alon al círculo de café derramado, cuando le ascendieron al puesto que ocupaba en la actualidad. Hasta entonces, hasta que llegó a ser gobernador militar, nunca había tenido problemas; en su matrimonio tampoco.
Pero cuando comenzaron los problemas, lo trastocaron todo, dijo amargamente; incluso cuando quiso echar una cana al aire por primera y única vez en su vida le salió mal. Al principio, cuando su mujer dejó de atraerlo, simplemente pensó que se había cansado de ella. Se habían hecho novios cuando todavía estaban en el instituto. Y un buen día había perdido todo interés en tener relaciones sexuales con ella, había dejado de funcionar en la cama, ni siquiera tenía la energía necesaria para intentarlo. Por eso había iniciado la aventura con Orna, que era tan joven y tan especial.
– Tardé seis meses en hacer acopio del valor necesario para abordarla, y después me arrepentí, porque tampoco la deseaba a ella; fue entonces cuando comprendí que no era una cuestión sexual, que todo iba mal -Neidorf le explicaría que sus sentimientos de apatía e inutilidad eran síntomas de una depresión.
Michael fumaba en silencio. Alon lo miraba de tanto en tanto, para asegurarse de que lo estaba escuchando, y después volvía a dirigir la vista hacia el suelo.
Sin hacer ruido, con delicados movimientos felinos, Manny salió de la habitación y Michael supo que, a partir de entonces, permanecería sentado junto a la grabadora en la habitación vecina sin perderse una palabra. Cuando Michael estaba a punto de preguntar cuál era el motivo de su depresión, Alon se le adelantó. Su función principal como gobernador militar era emitir permisos, dijo.
– No sé hasta qué punto está familiarizado con esas cuestiones, pero esos tipos necesitan permiso hasta para mear. No me creería si le contara la clase de asuntos que debo resolver, nadie me creería.
Pese a que se había creído capaz de soportarlo, pues contaba con la experiencia previa de haber sido ayudante del anterior gobernador, y aunque tenía subordinados de los diferentes cuerpos de seguridad que llevaban el peso de las frustraciones cotidianas, su trabajo comenzó a afectarlo, a obsesionarlo. Nunca había pensado que iba a plantearle tantas dificultades.
– No estoy exagerando -le dijo a Michael, de hombre a hombre-. Usted tampoco habría podido soportarlo, créame. Usted no está cortado por ese patrón, no es suficientemente brutal; y la cuestión no tiene nada que ver con la política, yo nunca me he metido en política. Es una simple cuestión de humanidad, de hasta qué punto estás dispuesto a jugar a ser Dios; es algo que nunca se me ha dado bien, pero hasta ahora no había tenido necesidad de hacerlo.
A las tres de la mañana Manny les llevó más café. Michael le preguntó a Alon si quería comer algo. No, no quería comer nada, tan sólo quería hablar.
– Es como una presa desbordada -le dijo Manny a Shorer, que se pasó por allí a las cuatro de la mañana-. No hay manera de pararlo. Desde que empezó a hablar no ha cerrado la boca.
Shorer no entró en el cuarto donde estaba desarrollándose el interrogatorio; se sentó a escuchar un rato y después se marchó. Michael oyó los golpes en la puerta y las pisadas, pero no se movió de la silla desde donde escuchaba atentamente al hombre que, frente a él, estaba abriéndole su corazón. Las palabras le salían como un torrente, historias relacionadas con el caso y sin relación alguna con él, y Michael no lo interrumpió.
Habló de sus ancianos padres, supervivientes del holocausto. De que era su único hijo varón y el primogénito; a su hermana no le concedían tanta importancia, explicó, era su kaddish, la persona que recitaría la oración fúnebre cuando murieran; y Michael expulsó de sus pensamientos a Nira, a Youzek y a Fela, casi con palabras: «Marchaos, quitaos de en medio, estáis distrayéndome». Alon habló del movimiento juvenil Hashomer Hatzair y de las aspiraciones igualitarias, de que presentarse como voluntario en el ejército para librar los peores combates había sido su mayor ideal, de lo buen estudiante que había sido, de sus ascensos en el ejército y de las expectativas de llegar hasta la cúspide en su profesión. Hablaba sin orden ni concierto, entremezclándolo todo.
Después se refirió a su primer día como gobernador militar de los territorios. Había firmado un permiso para que un viejo campesino plantara olivos en su tierra ancestral, y el campesino lo miró de una manera que le hizo sentirse como un estúpido y un prepotente. Día a día, dijo Alon, había tratado de hacerse más insensible, y lo había logrado, o al menos eso le parecía cuando firmaba órdenes de expulsión, cuando prohibía reunificaciones familiares.