– No te puedes basar en nada. No comprendo qué tienes contra esa chica. ¿Por qué no te informas sobre ella a través de alguno de tus amigos del Instituto? Por ejemplo, a través de…, ¿cómo se llama?, el viejo ese que tan bien te cae.
Al final Michael citó a Elisha Naveh para interrogarlo. El joven había continuado merodeando por las cercanías de la clínica y de la casa de Dina Silver (que seguía guardando cama), cada vez con un aspecto más desaliñado, según comentaba Raffi, que le iba siguiendo los pasos.
Naveh no se prestó a cooperar, negó cualquier relación con Dina Silver, sin siquiera pestañear cuando Michael le recordó que había estado tratándose con ella en la clínica de salud mental. No había manera de llegar a él.
Michael le contaría a Hildesheimer más adelante que, durante todo el interrogatorio, había tenido la sensación de que el muchacho «no estaba allí. Estaba en otro mundo, oyendo otras voces en lugar de la mía. Incluso traté de amenazarlo diciéndole que iba a ponerme en contacto con su padre y que lo haría detener por posesión de drogas, pero se limitó a dirigirme una mirada ausente, como si yo no existiera. Después de dejarle marchar, algo de lo que sigo arrepintiéndome hasta el día de hoy, comprendí que el chico estaba más allá del miedo, y cuando eso ocurre no se puede hacer nada». Pero esta conversación tuvo lugar mucho tiempo después de que todo hubiera concluido.
Después de dejar que el chico se marchara sin haber conseguido extraerle ninguna información, Michael volvió a sentirse perdido. Y Yuval empezó a quejarse de nuevo de que le oía rechinar los dientes por la noche.
Terminaron por pedir autorización para intervenir el teléfono privado de Dina Silver, pese a que su marido fuese quien era, y Michael puso en ello sus esperanzas de salvación. Estuvo a la escucha durante dos semanas sin descubrir nada. Se vio obligado a admitir que Dina Silver no era precisamente charlatana, ni siquiera cuando estaba enferma, y el hecho de que estaba enferma era irrefutable. Las únicas personas con las que habló por teléfono fueron sus pacientes, Joe Linder y algunos otros analistas del Instituto.
Hasta algún tiempo después Michael no recordaría la llamada telefónica del día en que le dieron el aviso desde el hospital Hadassah de Ein Kerem. Dina Silver dijo «dígame» varias veces sin que nadie le contestara y al final se oyó un clic. Localizaron la llamada, efectuada desde una «cabina de la plaza de Sión», según le dijeron a Michael, y no volvió a pensar en ello hasta después de haber acudido al Hadassah. Y para entonces ya era demasiado tarde, como le diría a Hildesheimer más adelante.
16
Desde que terminara sus prácticas de psiquiatría, Shlomo Gold hacía guardias en el hospital sólo dos veces al mes. Estaba de guardia en su domicilio seis veces al mes, pero rara vez recibía un aviso a horas intempestivas. Y siempre se aseguraba de que el Hadassah de Ein Kerem no fuera el hospital de guardia las noches que le tocaba estar allí; así podía confiar en pasar una noche relativamente tranquila, según le explicó a Rina, la enfermera jefe de urgencias.
Esa noche el hospital de guardia era el Hadassah del Monte Scopus, en el otro extremo de la ciudad, tal como le dijo a Rina cuando la enfermera se incorporó a su turno a las diez y media, de manera que Gold confiaba en que le diera tiempo de escribir el informe de sus sesiones psicoanalíticas, ya que no había podido hacerlo durante la semana; al día siguiente le tocaba supervisión con Rosenfeld. Pero aplazaría el momento fatídico con mucho gusto para quedarse a charlar un rato con ella. Rina, una soltera bastante regordeta de cuarenta y pocos años, le dirigió una mirada seductora desde el otro lado del mostrador, acercándole su rostro vulgar y sin atractivos, y le preguntó con picardía si de verdad tenía que dedicarse a escribir esa noche.
Gold se ruborizó avergonzado. Nunca había logrado emular el tono guasón y despreocupado de algunos de sus amigos, que flirteaban con Rina sin comprometerse a nada y pasaban las noches de guardia, según contaban a la mañana siguiente, entregados a juegos y bromas ardientes, siempre, claro está, que el hospital no estuviera de guardia esa noche.
Divertida por el aturdimiento de Gold, Rina se le arrimó todavía más. Él retrocedió hacia la puerta y trató de dominar el rubor que le subía al rostro. Terminó por decirle:
– Deja de portarte así. Me estás poniendo nervioso -y sus ojos desvaídos eludieron la mirada de regocijo de la enfermera. La aparición del médico de guardia de la unidad de cuidados intensivos respiratorios salvó la situación, pues Rina concentró en él sus insinuaciones en cuanto entró y se recostó en el mostrador junto a Gold.
A diferencia de Gold, el joven doctor Galor era desenfadado y campechano. Pese a no ser especialmente guapo, irradiaba ese tipo de aplomo que Gold nunca había logrado adquirir. Galor dirigió una sonrisa incitante a Rina, pasó al otro lado del mostrador, le rodeó los hombros con el brazo y comenzó a juguetear con el cuello de su bata blanca cerrada con cremallera. La cremallera empezó a abrirse como resultado de las manipulaciones del doctor Galor, que hizo caso omiso de las débiles protestas de su dueña.
Con el semblante aún más arrebolado, Gold se disponía a salir de la sala de urgencias cuando entraron en ella dos hombres llevando una camilla. La expresión de Rina se volvió repentinamente fría y formal mientras decía con severidad:
– Éste no es el hospital que está de guardia esta noche -su voz restalló como un ladrido seco en el silencio de la sala de urgencias, casi vacía. Gold estaba convencido de que iba a echarlos, pero entonces entró precipitadamente Yakov y la expresión de Rina se transformó en otra de interés y preocupación-: ¿Qué ocurre, Yakov, es algún conocido tuyo?
Yakov, un estudiante de cuarto curso de medicina, que trabajaba en urgencias como auxiliar y que despertaba en Rina unos sentimientos maternales hasta entonces desconocidos en ella, no despegó los labios; se limitó a asentir con la cabeza mientras señalaba la camilla, de la que sobresalía un brazo unido a un gotero. Los auxiliares que llevaban la camilla trasladaron delicadamente al paciente a la cama vacía más próxima, junto a la que se había parado Yakov.
Rina miró al joven de la cama y después a Yakov y dijo:
– ¿No es el que vive contigo? ¿Ese chico tan guapo? ¿Qué le ha pasado?
Yakov se enjugó el rostro con la manga y dijo con voz entrecortada:
– Se ha tomado un montón de pastillas y también ha bebido algo. Tiene el pulso muy débil -dirigió una mirada desesperada a Rina y añadió-: ¡Haz algo! ¿Por qué nadie hace nada? ¿Qué estáis haciendo ahí parados?
Y entonces dio comienzo lo que Gold había dado en llamar la danza de los derviches. Galor se precipitó hacia la cama para tomarle el pulso al paciente. Rina exclamó de pronto:
– ¡El neumólogo de guardia! ¡Que venga él también! -y alguien dijo algo sobre un lavado gástrico con carbón activado. Galor dictaminó que no había tiempo para radiografías, la sala de urgencias comenzó a llenarse de gente vestida con bata blanca, y mientras arrastraban la cama, que tenía ruedas, hacia el pasillo, solicitaron de Yakov más información. Corriendo en pos de la cama, el estudiante respondió que había visto una botella de coñac, pero no sabía cuánto había bebido Elisha, y también había visto envases de medicamentos vacíos. Según sus cálculos, dijo, Elisha se había tomado veinte antidepresivos y diez barbitúricos, y se los había tragado con alcohol.
Galor miró a Yakov con inquietud y le dijo:
– Quédate aquí, no tienes buen aspecto. Ya te avisaré para que vengas, te lo prometo -y se fue corriendo pasillo adelante detrás de la cama.
Yakov empezó a sufrir un violento temblor, se cubrió el rostro con las manos, tomó asiento en la cama más cercana al mostrador y dijo con voz trémula: