– No sobrevivirá. Lo he descubierto demasiado tarde. Ay, Dios mío, no sobrevivirá.
Gold no tardó ni un segundo en llegar a su lado. Rodeó con los brazos al estudiante de medicina, que era el favorito de todos, que siempre sonreía, que trabajaba tres noches a la semana en urgencias para pagarse los estudios, que nunca se quejaba de nada, y en cuyo rostro siempre se veía una expresión de admiración hacia los médicos, de compasión hacia los pacientes y de infantil veneración hacia la ciencia médica en general.
Hacía tan sólo una semana que había regresado de Londres, según sabía Gold, de visitar a sus padres, que pertenecían al servicio diplomático. Yakov había vivido solo desde que destinaron allí a su familia. Después de terminar el servicio militar y de ingresar en la facultad de Medicina, se había mantenido a sí mismo. Lo único que le salía gratis era el alojamiento, porque actuaba in loco parentis con su compañero de piso, cuyo padre también estaba destinado en la embajada de Londres.
Hacía unos meses, durante una noche de guardia, Gold había estado charlando con Yakov y éste le había revelado sus dudas con respecto a la especialidad que elegiría. Estaba contemplando la posibilidad de hacerse psiquiatra, le dijo con mucha seriedad, y miró a Gold como si fuera Dios. Después le habló de su compañero de piso.
– Un chico con mucho talento que está destrozándose. No puede ni imaginarse cómo está desperdiciando la vida -dijo Yakov con tristeza, y añadió que estaba muy unido a su compañero-. Para mí es como un hermano pequeño y no sé qué hacer.
Desde detrás de sus gruesas gafas los ojos castaños del chico le habían dirigido una mirada atormentada, inteligente y confiada, y Gold se encontró pronunciando una larga conferencia sobre la especialización en psiquiatría. Sin una formación clínica complementaria, dijo Gold, el licenciado en psiquiatría descubre que sólo está capacitado para tratar a sus pacientes con medicamentos. Si Yakov realmente pretendía especializarse en esa área, tendría que realizar otros estudios además de formarse en el hospital. Para concluir, Gold posó la vista en aquellos ojos serios y confiados, sonrió y dijo que, probablemente, Yakov cambiaría de idea una docena de veces antes de licenciarse en la facultad de Medicina. Entonces Yakov le respondió humildemente que quizá cambiara de idea, pero que lo que le había dicho Gold le interesaba mucho y que realmente no sabía qué hacer con su compañero de piso, a quien tenía a su cargo. Gold le sugirió que lo enviara a alguna de las clínicas de salud mental de la ciudad. Entonces, según recordaba Gold, en la cara del estudiante apareció una expresión amarga mientras le preguntaba si había oído hablar de una tal doctora Neidorf.
Gold le dirigió una sonrisa de complicidad y dijo que la conocía, desde luego, personalmente.
– Bueno, pues el padre de Elisha también la conoce personalmente… Elisha es el chico que vive conmigo…, y fue a verla, y ella lo envió a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel, y desde que empezó a ir allí está peor que nunca. Creo que lo que ha ocurrido allí ha sido un desastre.
Pero en ese momento habían avisado a Gold para que acudiera a una habitación y después se olvidó de aquella conversación interrumpida. Debía de haber pasado un año desde entonces, pensó Gold, y hasta ese momento no se había detenido a pensar en ello. No se había molestado en saber qué era lo que había ido tan mal en la clínica ni lo que preocupaba tanto a Yakov, que ahora estaba sentado a su lado, con la mirada perdida.
Rina cogió a Yakov de la mano y se lo llevó al cuarto trasero, utilizado como comedor por los médicos de guardia y el personal de urgencias. Le hizo sentarse allí y le puso en las manos una taza de café muy azucarado. Después, dirigiendo un guiño a Gold con el que quería decirle «ponte a trabajar», se marchó.
Gold tuvo que preguntarle varias veces qué había ocurrido exactamente, al principio en tono afectuoso, después con insistencia. Al fin, Yakov arrancó a hablar. Había ido a la sesión de tarde del cine, necesitaba tomarse un descanso en los estudios, y al salir de casa pensó que Elisha estaba durmiendo. Cuando regresó, a las diez, todas las luces estaban encendidas; las vio desde fuera. Entró y llamó a Elisha, pero no hubo respuesta; entonces entró en el dormitorio de su compañero y se lo encontró tumbado encima de la cama deshecha. A su lado había una botella de coñac y la habitación apestaba a alcohol.
– Es importante que sepa que Elisha detestaba el alcohol -dijo Yakov, y miró por primera vez a Gold, que asintió con la cabeza y le pidió que continuara. Yakov le habló de los envases de medicamentos que había junto a la cama, por los que supo lo que había tomado Elisha-. Esos estuchitos pequeños de la Seguridad Social… No sé de dónde los sacaría. En uno de ellos estaba escrito «Elatroll» y en otro «Pentobarbital», y no sé cuántas pastillas se tomó, pero sí sé que sería difícil imaginar una combinación más destructiva -dijo, y rompió a llorar.
Sin decir nada, Gold le dejó llorar. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Rina. La enfermera contempló la escena con expresión adusta y sacudió la cabeza. Gold le indicó con un gesto que saliera y cerrase la puerta, y ella obedeció.
A lo largo de las dos horas que pasó con Yakov, Gold consiguió que el estudiante diera voz al sentimiento de culpa que acompañaba el estado de conmoción provocado por haber encontrado así a su amigo. Parte de la culpabilidad derivaba del hecho de que había sido él quien le había contado a Elisha «cómo no se puede uno morir», según su propia expresión. Un día habían visto una película de televisión en la que la protagonista trataba de suicidarse tomando Valium.
– Y yo tuve la genial idea de explicarle que para suicidarse a base de Valium habría que tomarse unas doscientas pastillas, o algo así, y que es imposible matarse con tranquilizantes si no los tomas en cantidades ingentes. Elisha quería saber cómo había que suicidarse, y yo le pregunté si estaba planeando algo en ese sentido, y él me respondió que no dijera tonterías. Luego, cuando terminó la película, le comenté algo sobre el Elatroll y el peligro de combinarlo con alcohol y barbitúricos -Gold murmuró unas palabras de consuelo pero Yakov continuó hablando apasionadamente, como si no le hubiera oído-: ¡Qué desgracia! No sé si ha conseguido ver lo guapo que es. Vuelve locas a las mujeres. Y además es inteligente, interesante, y tiene sentido del humor, y mucho encanto. Atrae a la gente como la miel a las moscas. Y no es porque sea tan guapo, sino porque te transmite la sensación de que te necesita desesperadamente, y es una sensación que le transmite a todo el mundo. Éramos muy amigos, ya se lo he dicho, y yo le creí; aun antes de irme a Londres ya tenía la impresión de que algo iba mal, pero nunca pensé que lograría conseguir Elatroll, no se puede comprar sin receta, no sé quién se lo puede haber dado.
Yakov siguió acusándose a sí mismo, a ratos llorando, a ratos alzando la voz, y Gold se alegró de que el muchacho hubiera superado el estado de conmoción entregándose a la ira. Después le explicó, en el tono más positivo posible, que no había manera de detener a alguien que había decidido poner fin a su vida.
– Cuando alguien ha tomado esa decisión seriamente, tan sólo podrás retrasar el momento, pero no puedes impedirle que lo haga. Es un acto que debe entenderse como la consecuencia de una enfermedad, de una enfermedad mental como cualquier otra, y tú no eres responsable ni culpable, no podrías haberlo evitado.
Cuando Gold estaba terminando de hablar, Rina volvió a asomar la cabeza por la puerta y le dirigió una mirada cómplice. El chico ha muerto, pensó Gold, y Rina quiere que se lo comunique. Pero Yakov también vio la mirada y comprendió su significado; apoyó los brazos en la mesa, reclinó la cabeza sobre ellos y rompió a llorar.
Un poco más tarde apareció Galor, agotado, y explicó disculpándose que habían hecho todo lo imaginable sin ningún resultado.