– Ha hecho las cosas a conciencia. Aunque hubiese llegado antes al hospital, dudo mucho que hubiéramos podido hacer algo -y posó la mano en el brazo de Yakov.
– Gracias -dijo Yakov enjugándose los ojos-, ya lo sé. Sabía que no podrían salvarlo -y volvió a prorrumpir en llanto.
– Hemos probado todos los métodos imaginables, pero empezó a fallarle el corazón. En realidad, al principio me sentí optimista, creía que lo habíamos cogido a tiempo, pero por lo visto me equivoqué -y Galor suspiró y tomó asiento junto a Gold-. Tan joven y tan estúpido. Hay que tener muchas ganas de morir para hacer así las cosas.
Gold se llevó al muchacho a la sala de guardia del departamento de psiquiatría y lo metió en la cama después de convencerlo de que se tomara un Valium. Luego volvió a la sala de urgencias, donde lo estaba esperando Galor; tendrían que comunicárselo a la policía, dijo. Gold se estremeció al recordar los acontecimientos de aquel sábado de hacía dos meses: el interrogatorio en el barrio ruso, la sensación de impotencia. Pero no había forma de evitarlo.
– Muerte por causas no naturales. Es el procedimiento establecido, hay que hacerlo -dijo Galor, y se enderezó las gafas-. Vamos, llama a la policía. Yo quiero quedarme en la sombra. Y no pongas esa cara, que no ha muerto bajo tus cuidados.
¿Por qué me tiene que pasar a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí?, se preguntó Gold desconsoladamente al ver aparecer al inspector jefe Ohayon en la entrada de urgencias. Gold había convencido a Rina de que llamara a la policía para ahorrarle «esos líos». Después llegó el agente de turno, el mismo pelirrojo que lo había escoltado hasta el barrio ruso aquel sábado. Al ver el nombre del muerto, había intercambiado unas palabras con Rina y le había pedido un teléfono. Después llegó Ohayon. «No es verdad, no es posible», se dijo Gold mientras Ohayon y el pelirrojo avanzaban hacia la esquina del mostrador donde él estaba parado observándolos, dominado por una sensación de pavor que aumentaba con cada paso que daban.
– Así que nos volvemos a encontrar -dijo el pelirrojo-. Un placer inesperado, ¿eh, doctor Gold? -y dirigió una mirada jocosa al médico.
Lleno de rabia, Gold estaba a punto de quejarse del tono chistoso del policía, pero se contuvo al ver el semblante lívido y tenso del inspector jefe Ohayon. Otra vez, pensó Gold con desesperación. Rina lanzó una mirada feroz al cigarrillo que Ohayon se colocó entre los labios y, mientras le advertía que no lo encendiera, sus miradas se cruzaron, y la expresión de la enfermera se transformó, adquiriendo un aire soñador. Gold presenció un aspecto nuevo del comportamiento de galanteo de la enfermera jefe, que en lugar de coquetear de manera automática como era habitual en ella, adoptó unos modales seductores derivados de la atracción hacia un objeto específico, aquel policía alto de ojos oscuros y melancólicos…, el sueño de toda solterona hecho realidad, pensó Gold con saña mientras Rina conducía a Ohayon a la unidad de cuidados intensivos respiratorios obedeciendo a su petición de ver el cadáver.
Una vez más, Gold se encontró sentado frente a Michael Ohayon, esta vez en su propio territorio, donde el inspector jefe parecía sentirse a sus anchas, como si llevara toda la vida compartiendo con él las noches de guardia; pero Gold descubrió con alivio que él no era el centro de interés del interrogatorio. Era Yakov en quien estaba interesado Ohayon, Yakov y lo que sabía del muchacho fallecido.
Cuando Ohayon regresó y le pidió a Gold que lo llevara a algún sitio donde pudieran hablar, éste revivió todo lo que había sentido aquel sábado en el Instituto. Pero la expresión del inspector jefe, diferente de la de entonces, más tensa, más desvalida, le permitió dominarse y recordar que en esta ocasión las cosas eran distintas.
El inspector jefe tenía un gesto acre, severo. Y Gold vio en él algo que le recordó la expresión de Yakov. Algo semejante al sentimiento de culpa.
– ¿Qué le ha pasado al chico? -preguntó Ohayon impaciente.
En lugar de encender el cigarrillo, lo dejó en una esquina de la mesa, y Gold vio las marcas de sus dientes en el filtro.
Gold repitió todo lo que le había contado Yakov. La combinación de medicamentos y alcohol, la personalidad inestable.
Él había hecho su tesis sobre el potencial letal de los medicamentos psicotrópicos, según le explicó a Ohayon. De hecho, en el hospital nadie lo aventajaba en conocimientos en esa área. No es que lo dijera con esas palabras, pero sí confirmó lo que Galor ya le había explicado a Ohayon cuando subió a ver al joven muerto. Una oleada de placer inundó a Gold mientras le explicaba al inspector jefe, que le escuchaba con atenta seriedad, los peligros de tomar Elatrolclass="underline" el fallo cardiaco, que era un efecto colateral de tomar una sobredosis, y el peligro de combinarlo con alcohol. Ohayon preguntó cómo se podía conseguir ese medicamento.
– Ah -dijo Gold con una seguridad nueva y desconocida-. Sólo hay que ir a cualquier médico de cabecera de una clínica de la Seguridad Social y decirle que tienes una depresión, y si el médico sabe lo que hace, quizá no la primera vez, pero definitivamente la segunda, te prescribirá Elatroll en dosis gradualmente mayores, y te mandará a la farmacia de la clínica con una receta correspondiente a la dosis mensual. La cuestión es -explicó Gold en tono didáctico- que pocos profanos conocen los riesgos de este medicamento, no saben que una sobredosis pone en peligro el funcionamiento cardiaco. La mayoría de la gente -y Gold pestañeó al ver la mano trémula que estaba encendiendo un cigarrillo- cree que una sobredosis de somníferos, de barbitúricos o de tranquilizantes te puede matar. No se dan cuenta de que hay que tomarlos en enormes cantidades para morirse. Pero los especialistas saben que una combinación de Elatroll, en cantidades suficientes, digamos dos gramos, es decir, veinte pastillas de cien miligramos cada una, que puede ser la dosis de un par de semanas…, esa dosis, combinada con unos cuantos barbitúricos, como los que él tomó, y con alcohol, te ofrece muchas posibilidades de morir, sobre todo si tardan más de, digamos, dos horas en descubrirte; entonces ya te pueden lavar el estómago con carbón activado, como a él, hasta el día del juicio final, porque no servirá de nada; la mezcla ya habrá sido absorbida por la sangre.
Michael le pidió que fuera a despertar al estudiante de medicina, Yakov, el compañero de piso del difunto.
– ¿Le hace falta verlo ahora? Trajo los envases vacíos en el bolsillo. Los cogí al meterlo en la cama. Yo le puedo decir qué tomó exactamente y dónde lo consiguió -dijo Gold atrevidamente-. El pobre chaval está agotado, déjele reposar.
Pero Ohayon se había recuperado, su rostro había vuelto a adoptar la expresión de pantera con la que Gold ya estaba familiarizado, y, con calma y resolución, le dijo al psiquiatra que despertara a Yakov inmediatamente y que no le contara a nadie, ni de fuera ni de dentro del hospital, lo que había sucedido.
Gold se rindió y condujo a Michael al departamento de psiquiatría, donde despertó a Yakov sin excesivo esfuerzo. El muchacho se incorporó en la cama, abriendo unos ojos que parecían desnudos sin las gafas, buscó éstas a tientas y los miró abatido. Los labios le temblaron cuando Gold explicó, con el mayor tacto posible, quién era Michael Ohayon. El inspector jefe se sentó en la cama y, con una delicadeza de la que Gold no le hubiera creído capaz, posó la mano en el brazo de Yakov y le dijo:
– Lo siento muchísimo, pero necesitamos su ayuda.
Yakov se serenó, y mientras Gold iba a traer café para los tres, dijo con desesperación que no comprendía cómo nadie podía servir de ninguna ayuda, que era demasiado tarde para ayudar, pero que estaba dispuesto a hacer lo que le pidieran. Su cara se contrajo y pareció a punto de echarse a llorar, debilitado como estaba por el cansancio y por el tranquilizante que Gold le había obligado a tomar, pero se repuso y bebió un sorbo del café que el doctor había traído de la máquina del pasillo.