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Gold tomó asiento al fondo de la habitación y se dispuso a escuchar la conversación. Michael Ohayon no le había pedido que se marchara; y, en general, parecía como si algo se hubiera roto en el interior del policía pensó Gold.

Eran las cuatro de la mañana cuando Ohayon inició el interrogatorio. Al principio formuló las preguntas predecibles: a qué hora había encontrado a Elisha, cómo había conseguido éste los medicamentos y el alcohol, si había dejado algo, una nota, lo que fuera. Yakov dijo que no se había parado a mirar; estaba demasiado ocupado tratando de salvarle la vida. A primera vista, se diría que no había ninguna nota, dijo.

Michael señaló que en ese preciso momento estaban buscándola, y un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Gold al imaginarse a la policía registrando el piso de los chicos. En su cabeza aparecieron imágenes de intrusión y desorden. Cuando Michael hizo una pregunta relativa a Neidorf, Gold comprendió repentinamente el cambio que había advertido en el inspector jefe: todavía estaba investigando el asesinato, dos meses después de que se hubiera cometido. Ahora Gold entendía por qué Ohayon tenía esas ojeras oscuras, y algo, una leve sombra de simpatía, un sentimiento de compañerismo, empezó a filtrarse en su corazón casi a su pesar.

Y después Yakov comenzó a hablar de la clínica de salud mental. El padre de Elisha le había hecho una consulta a Neidorf hacía casi tres años. Era amiga de la familia.

– Habían sido vecinos o algo así, no me acuerdo muy bien, pero la cuestión es que Mordechai, el padre de Elisha, lo llevó a ver a la doctora Neidorf, y ella lo remitió a la clínica. Mordechai estaba tremendamente preocupado por Elisha… No era un chico normal…, y estuvo yendo a la clínica durante dos años, dos veces a la semana, y luego dejó de ir.

Sí, dijo vacilante, sabía por qué había dejado de ir, pero -miró a su alrededor con desasosiego-, era un asunto muy delicado y no sabía si debía hablar de ello. Gold esperaba que Ohayon se lanzara sobre Yakov como un tornado y se aprestó a defenderlo. Ya tenía los puños cerrados cuando vio con asombro que el inspector jefe se recostaba en silencio contra la pared, con expresión relajada, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Gold sintió la necesidad apremiante de sacudirlos a ambos y de chillar. Se levantó y fue a buscar más café.

En un tono diferente y más bajo, Ohayon preguntó cómo se encontraba Elisha Naveh en los últimos tiempos. No lo había visto mucho últimamente, dijo Yakov con expresión culpable. Había vuelto de Londres hacía una semana y, desde entonces, había estado empollando para los exámenes. Y Elisha desaparecía durante días enteros; no sabía con exactitud en qué andaba metido, dijo Yakov con desesperación. Ahora que pensaba en ello, cuando coincidían en el piso tenía una pinta extraña y decía cosas raras, incoherentes. Pero había imaginado que su comportamiento estaría relacionado con su vida amorosa, que era muy complicada. Y, llegado a ese punto, Yakov volvió a quedarse callado.

Ohayon encendió otro cigarrillo y preguntó con quién había mantenido relaciones Elisha y, una vez más, Yakov comenzó a lanzar miradas inquietas a su alrededor. Gold les ofreció un café y se quedó mirándolos sin comprender nada. Yakov miraba de hito en hito la pared y Michael contemplaba la taza de café que tenía en la mano. Después preguntó, con mucha suavidad, si Yakov sabía que la doctora Neidorf había muerto.

El muchacho se quedó paralizado. Luego dijo con voz trémula:

– ¿Cuándo? -y Michael se lo dijo. Entonces Yakov preguntó-: ¿Cómo? -y recibió un breve resumen de los hechos. En la habitación se hizo un silencio prolongado. La respiración de Yakov se convirtió en una rápida sucesión de jadeos y Gold, incapaz de seguir soportando la tensión, se dirigió a la ventana, desde donde podía observarlos a ambos y tratar de comprender lo que estaba sucediendo. No entendía a qué venía aquello, como tampoco lo entendía Yakov, que formuló una pregunta al respecto.

A modo de respuesta, Michael le preguntó si no había leído los periódicos israelíes mientras estaba en Londres. No, no los había leído, repuso Yakov, ni tampoco sus padres, ni el padre de Elisha, pero Elisha sí debía de saberlo, y no le había dicho nada. Durante las dos primeras semanas estuvieron de viaje por Escocia, explicó. Y el padre de Elisha estaba en alguna parte de Europa; sólo lo vieron los últimos días.

– ¿Pero por qué no me lo contó Elisha? -repitió Yakov, primero con perplejidad y después con rabia.

A continuación Michael preguntó a Yakov si había visto alguna vez a la doctora Neidorf.

Gold miró al joven con curiosidad, que se trocó en asombro al oír su respuesta. Sí, la había visto, dijo; incluso había ido a hablar con ella en una ocasión.

Gold ahogó en el café las preguntas que pugnaban por escapar de su boca y escuchó con atención mientras el inspector jefe preguntaba cuándo había tenido lugar aquella conversación.

– Hará unos tres meses. No recuerdo la fecha exacta, pero fue hace unos tres meses. Dos semanas más tarde se fue al extranjero -dijo Yakov. Se quitó las gafas, limpió las lentes con una punta de la almidonada sábana, se las caló y se quedó mirando a Michael. Después volvió a dirigir la vista hacia la pared.

– ¿Por qué fue a verla, si me permite preguntárselo? -inquirió Ohayon, y Gold supo que esta vez no iba a dejar escapar la presa.

– Por Elisha -susurró el muchacho con desesperación, y después dijo que estaba mareado. Gold le llevó un vaso de agua y abrió la ventana.

– ¿Qué pasó con Elisha? ¿Por qué por él? -preguntó Ohayon, y encendió un cigarrillo mientras Yakov se bebía el agua a grandes tragos.

– Por lo que pasó en la clínica.

– ¿Qué pasó en la clínica? ¿Se refiere a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel? -preguntó Michael, y tiró la ceniza del cigarrillo a la papelera, que había arrastrado hacia sí sin desviar la vista de Yakov. El estudiante asintió con un gesto sin decir nada.

Michael pidió educadamente a Gold que los dejara solos. Yakov no protestó, pero la mirada que dirigió al inspector jefe animó a Gold a preguntar si realmente era necesario que se marchase. Ohayon parecía indeciso, y entonces el muchacho preguntó si Gold podía quedarse con ellos. Gold miró a Ohayon, que dijo encogiéndose de hombros:

– Como quiera. No quiero someterlo a más presiones después de todo por lo que ha pasado esta noche.

Gold se sentó detrás de la oscura mesa chapada en formica que estaba junto a la ventana de aquel cuartito donde de día se realizaban sesiones de psicoterapia. Michael permaneció sentado en el borde de la cama, junto al joven, que estaba recostado contra la pared.

– ¿Qué ocurrió en la clínica? -repitió con suavidad.

– Bueno, ya no tiene importancia, Elisha ha muerto, y no sé lo que voy a decirle a su padre -dijo Yakov, y dirigió una mirada angustiada al inspector jefe, quien repitió la pregunta pacientemente.

– Lo que ocurrió -dijo Yakov a toda prisa, como si deseara quitarse un peso de encima- es que la zorra ésa se enamoró de él.

Gold tuvo la sensación de que la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor y se agarró al borde de la mesa. Tenía la garganta seca y sentía algo muy parecido a lo que sintió el sábado en que descubrió a Neidorf. Abrió mucho los ojos y oyó que Michael preguntaba con impaciencia:

– ¿Quién se enamoró de él?

– Su terapeuta, su psicóloga, Dina Silver.

Yakov tenía la vista fija en la pared de enfrente, en un punto situado justo sobre el hombro de Gold. Éste estaba a punto de protestar cuando un torrente de palabras comenzó a salir de la boca de Yakov. En tono monocorde y casi indiferente, el estudiante de medicina a quien Gold sólo había oído decir cosas sensatas, y a veces ingenuas, dijo que en un principio él no comprendió lo que estaba sucediendo. Elisha, que siempre llevaba a casa a sus amigas, por lo general mujeres mayores que él y a veces casadas, sin tomarse la molestia de informarse sobre los planes de Yakov, se había vuelto precavido inopinadamente y había empezado a preguntarle dónde iba a estar, cuándo iba a salir…