– Y yo pensé que al fin tenía algo serio entre manos, ya me entiende -y miró a Michael con desaliento-. Pensé -pro- siguió Yakov- que ese chico que se había acostado con medio mundo, porque supongo que perdió la virginidad cuando estaba en el colegio, a tal punto lo perseguían las mujeres, pues bien, pensé que por fin se había enamorado de verdad y que estaba empezando a demostrar cierta delicadeza, porque no era particularmente delicado cuando se trataba de cuestiones sexuales; creí que no quería ponerla en evidencia, a su nueva chica. Nunca hablaba de mujeres, nunca se tiraba el rollo, ya me entiende, y lo que yo sabía, lo sabía porque lo había visto directamente, por las llamadas telefónicas, los regalos y las cartas que recibía. Pero esta vez no me enteré de nada ni me atreví a preguntar nada. Durante el último año siempre había una mujer en casa, siempre que yo no estaba, cuando iba a ver a mi tía al kibbutz o cuando estaba trabajando en urgencias. Después, hace unos seis meses, una noche llegué a casa de improviso. Tenía fiebre y Rina me mandó a casa a media noche, y pensé que Elisha no estaba, de no ser así no habría entrado en su habitación, pero le había dado mis aspirinas el día anterior y fui a cogerlas. Y estaban juntos en la cama, dormidos. Encendí la luz y los vi. Ellos no se despertaron, de manera que cogí las aspirinas y me fui. Ella estaba tumbada boca arriba, con una pierna destapada, y le vi la cara perfectamente al encender la luz. No comprendo cómo no se despertó; Elisha siempre dormía como un tronco.
A Yakov se le ahogó la voz y la respiración se le aceleró. Gold estaba estupefacto, pero seguía sin comprender a cuento de qué venía aquello. Estaba estupefacto porque, entre todas las cosas imaginables, aquélla era la peor. Era algo que ni siquiera se citaba como un problema en los seminarios. Ni el mismo Linder bromeaba sobre eso, pensó Gold. La idea de mantener relaciones sexuales con un paciente era el tabú número uno en su profesión… ¡Y Dina Silver, precisamente ella! Pensó en su belleza fría, en cómo él la había imaginado incapaz de albergar ninguna pasión, en el ágil ademán con el que se retiraba el pelo de la frente, en su ambición, en el hecho de que estaba a punto de convertirse en miembro del Instituto.
Volvió a oír la voz de Yakov contestando una pregunta que se había perdido mientras trataba de digerir la espantosa noticia.
– No, yo no la conocía, no la relacioné con nada. Pensé que era muy guapa y que parecía bastante mayor; pensé: «Otra mujer casada». Le vi el anillo de casada en el dedo; no me pregunte cómo capté tantos detalles. En fin, no tenía intención de echarle la bronca a Elisha. Ya era mayor de edad y, además, cuando le decías algo que no le gustaba solía encerrarse en su concha; me fui a la cama y, a la mañana siguiente, no comenté nada. Pero unos días después…, no se lo va a creer…, estaba en el banco, esperando mi turno, y la reconocí, era la mujer que tenía delante en la cola. Había un cajero nuevo y ella iba a ingresar unos cheques y él le preguntó a nombre de quién había que abonarlos; entonces dijo cómo se llamaba y yo me hice una composición de lugar y estuve a punto de desmayarme, porque sabía cómo se llamaba la psicóloga de Elisha y me di cuenta de que era ella. Después, al llegar a casa, le hablé a Elisha de la psicoterapia, porque ya me había contado que había dejado de ir, y ese año había sido catastrófico para él; el ejército lo rechazó, y no dormía ni comía, parecía un fantasma. Así que le pregunté cuándo iba a retomar la psicoterapia, y él me dijo que nunca, que no le hacía falta. En esa época Elisha circulaba como si estuviera permanentemente colocado, no iba a clase, se pasaba el día sentado junto al teléfono y empezó a interrogarme sobre los medicamentos y sobre todo tipo de cosas absurdas. Su padre me llamó por teléfono queriendo saber por qué Elisha no le había escrito y qué le estaba pasando. Había días en los que parecía que no reconocía su habitación ni sabía dónde estaba, y al final, al ver que estaba perdiendo el norte, decidí ir a hablar de él con la doctora Neidorf, porque había sido ella la que lo remitió a la clínica, o sea que era responsabilidad suya.
Gold se enjugó la frente y miró a Michael, que metió la mano en el bolsillo de su camisa y tocó lo que parecía ser una cajita cuadrada. Súbitamente, Gold comprendió que era una grabadora en miniatura, como la que tenía un amigo suyo periodista, pero en seguida se amonestó a sí mismo diciéndose que tenía que dejar de portarse como un paranoico y volvió a prestar atención a lo que se estaba diciendo.
– ¿Qué ocurrió en la consulta de la doctora Neidorf? -preguntó Michael, y una vez más desencadenó un aluvión de palabras.
Cuando la llamó y le explicó quién era, dijo Yakov, Neidorf le había sugerido que llevara a Elisha a su consulta, o que le dijera que la llamase por teléfono, pero él le explicó que era imposible comunicarse con él.
– Y en realidad sí traté de convencerlo de que fuera a verla, pero se rió en mi cara y dijo que no se había sentido mejor en su vida, y un montón de tonterías por el estilo, y vi claramente que lo único que le pasaba era que estaba enfermo, muy enfermo; es imposible que una persona sana no haga nada, lo que se dice nada de nada, durante meses y meses. Ni leer un libro, ni ir al cine, ni salir con los amigos, ni trabajar, ni estudiar, lo único que hacía era quedarse sentado o desaparecer, y pretendía que me creyera que todo iba bien. Hasta se lo consulté al doctor Gold en cierta ocasión, pero no nos dio tiempo de tener una conversación seria, y hasta que comprendí lo que estaba sucediendo con su psicóloga, seguí pensando que aún estaba a tiempo de volver a la clínica. De todos modos al final convencí a la doctora Neidorf de que me recibiera. No tenía la intención de entrar en detalles, sólo quería describirle el estado en el que estaba Elisha, pero ella consiguió sonsacarme lo de la psicóloga, y cuando se lo conté no me creyó, es decir, me creyó, pero me preguntó doscientas veces si estaba seguro, y dijo que era una acusación muy grave y otras cosas por el estilo. Yo sólo quería que se ocupara de Elisha, pero ella no paraba de preguntarme todo tipo de detalles, hasta que terminé por sugerirle que podía llamarla por teléfono la próxima vez para que lo viera con sus propios ojos. Me dijo que no tenía tiempo para atender a Elisha personalmente, que se iba a marchar al extranjero dentro de un par de semanas, pero que cuando regresara hablaría con él y lo remitiría a alguna persona de confianza. Cuando volví de Londres no tuve tiempo para llamarla. Apenas veía a Elisha; o no estaba en casa o se quedaba tirado en la cama con la vista fija en el techo, y no me di cuenta de lo urgente que era todo. Prácticamente no me hablaba. Yo trataba de hablar con él, y tenía la intención de llamar a la doctora Neidorf, pero siempre andaba de cabeza -la voz de Yakov se apagó y se convirtió en un profundo suspiro, mientras una expresión de culpabilidad, que se transformó en impotencia, se instalaba en su rostro.
Ohayon dirigió a Gold una mirada apreciativa. Gold sintió que se ponía pálido y que la sangre se le retiraba de la cara. Pero seguía sin comprender qué relación tenía aquello con el caso.
Michael le pidió que saliera con él un momento. Fuera de la habitación, en el largo pasillo iluminado por neones de la planta séptima, Michael le hizo sentarse en una de las sillas naranjas de plástico que estaban alineadas junto a la pared, lo agarró por el brazo, y en un tono escalofriante, distinto de todos los que Gold le había oído hasta entonces, le explicó que tenía que sepultar en lo más profundo de su mente todo lo que acababa de oír y no hacerle a nadie el menor comentario al respecto.