– ¿Se da cuenta de la importancia que tiene? -Gold no se daba cuenta, pero asintió mecánicamente-. Quiero que lo entienda: la resolución del asesinato de su analista depende por completo de esto. No lo comente con nadie, ni con su mujer, ni con su madre, ni con su mejor amigo, con nadie. De momento. Y que el chico se quede aquí también no le deje irse a casa. Durante un día o dos, como máximo, nada debe salir de aquí. Ni que Elisha ha muerto, ni la historia de Silver, nada. ¿Comprendido?
Gold quería quejarse, plantear preguntas, pero la determinación que transmitía la voz del inspector lo redujo al silencio. Ohayon le dijo que él se encargaría de comunicárselo al padre del chico y de tratar con el hospital para que guardaran allí el cadáver durante un par de días; no sería la primera vez que se hacía algo así. Luego volvió a recalcar que la misión de Gold era mantener la boca cerrada y evitar que el chico hablara con nadie.
– Sométale a un maratón, despéjele la cabeza, está atormentado por la culpa, la ira, la congoja y todos los sentimientos habituales en estos casos. Le va a dar mucho trabajo, no lo pierda de vista, ¿entendido?
Gold lo entendió y prometió que así lo haría. Se sentía básicamente asustado, asustado de Ohayon y de lo que había oído, pero como no podía compartir su miedo con nadie más que con el propio Ohayon se encontró diciendo que el suicidio había sido un acto dirigido contra ella, contra Dina Silver. Gold repetía unas palabras que Michael había oído de boca de uno de los miembros del Comité de Formación aquel sábado: el suicidio siempre era una venganza. Una venganza entre otras cosas, había puntualizado él.
Michael Ohayon se limitó a hacer una pregunta, una pregunta que desconcertó a Gold. ¿Habrían inhabilitado a Dina Silver temporalmente en el Instituto por lo que había hecho?
– ¿Qué? -dijo Gold mirándolo con perplejidad-. ¿Inhabilitarla temporalmente? ¡Esa chica está acabada profesional- mente para el resto de sus días! Ni siquiera la admitirían en el Servicio de Asesoramiento a Estudiantes de la Universidad Hebrea, ni en ningún hospital psiquiátrico privado. Es lo peor que se puede hacer… ¡Y con un adolescente! -sólo entonces comenzó a comprender por dónde iban los tiros. Dirigió a Michael Ohayon una mirada interrogante y éste asintió.
– Sí, es exactamente lo que está pensando, y no me pida explicaciones ahora mismo, porque no podría dárselas. Limítese a hacer lo que le he dicho y no le quite la vista de encima al chico o tendré que detenerlo, y quizá a usted también -dijo amenazadoramente. Aterrorizado, Gold le aseguró que no haría nada más que seguir sus instrucciones al pie de la letra. Pero Ohayon, que no parecía convencido, terminó por decir-: Quédese en la habitación y no salga de allí por ningún motivo, ni para telefonear, ni para nada. Voy a poner vigilancia a la puerta.
Eran las ocho de la mañana, las salas habían vuelto a cobrar vida y los médicos estaban a punto de comenzar sus rondas cuando el inspector jefe Michael Ohayon se marchó del hospital. Dejó a Eli Bahar, cuyo desayuno había interrumpido, a la puerta de la habitación de la planta séptima, después de desconectar el teléfono con sus propias manos. Lo hizo dirigiendo una mirada de disculpa a Gold, que comentó algo sobre la falta de confianza.
– Amigo mío -dijo Ohayon-, este asunto es muy serio. Demasiado serio para andarnos con juegos. Nos las tenemos que ver con una psicótica, y la vida de su joven estudiante peligra si alguien descubre lo que sabe.
Antes de desconectar el teléfono, Ohayon le pidió a Gold que llamara a su mujer y se inventara cualquier historia sobre una urgencia surgida en el hospital; su mujer tendría que anular las citas de los dos próximos días. Ese engaño dejó a Gold con una sensación de incomodidad y ansiedad no menos opresiva que la que había tenido hasta entonces, pero a la vez, hubo de admitir, con cierto sentimiento de importancia.
17
Cuando faltaban exactamente cinco minutos para las nueve, Michael aparcó junto a la entrada de la casa de Hildesheimer. Aspiró el aire fresco y tonificante de la mañana y se quedó a la espera en la acera de enfrente, hasta que vio salir a un hombre del viejo edificio y supo, sin saber cómo, que salía de una sesión con el anciano.
En el breve lapso que medió entre su marcha del hospital y su llegada a casa de Hildesheimer, Michael se las había arreglado para enviar varios mensajes por radio. Había mandado a Raffi a hablar con Alí, el jardinero de Dehaisha, que se había reincorporado a su trabajo como si no hubiera sucedido nada.
– Pero, ¿qué pretendes que haga, Dios mío, hipnotizarlo? -dijo Raffi por la radio-. ¿Crees que si hubiera visto un flamante BMW no nos lo habría dicho? -sin esperar respuesta, Raffi dio por concluida la conversación apresurándose a decir-: Bueno, bueno, ahora mismo voy.
El policía pelirrojo había dejado un recado en el Controclass="underline" «Si Ohayon me necesita, decidle que he registrado el piso sin encontrar nada; no hay ninguna carta. Decidle que estoy en su despacho esperando órdenes». Naftali lo citó palabra por palabra, y Michael le dijo impacientemente por la radio:
– Dile que siga esperando. Hasta que me ponga al habla con él. Y dile a Tzilla que también se quede a la espera, tengo trabajo para ella.
Absteniéndose de hacer comentarios sobre el tono desabrido de Michael, Naftali se limitó a decir con voz neutra:
– Mensaje recibido, cambio. ¿Me vas a dejar algún teléfono?
Pero Michael no respondió.
Una vez que hubo salido el primer paciente de la mañana, Michael se aproximó a la puerta. Hildesheimer la abrió en respuesta a sus fuertes golpes y exclamó asombrado:
– ¡Usted por aquí!
En su voz no había asomo de intimidad, sólo una combinación de enfado y alarma. Sin esperar a que lo invitara a pasar, Michael se introdujo en la casa y dijo con el más implorante de sus tonos:
– Profesor Hildesheimer, necesito hablar con usted inmediatamente.
Recobrada la compostura, el anciano lo miró con desconfianza.
– Pero tengo citados a pacientes a lo largo de toda la mañana -dijo con un acento alemán más marcado que nunca.
– Me temo que tendrá que cancelar, cuando menos, una de esas citas, ahora mismo -dijo Michael en un tono más autoritario.
Hildesheimer lo miró severa e inquisitivamente, y, a continuación, el timbre sonó a sus espaldas. La cabeza rubia de una de las candidatas asomó a través de la puerta entreabierta. Michael recordaba que Tzilla había interrogado a esa muchacha flaca de pelo corto y facciones estrechas, como las de un pajarito. Hildesheimer dirigió una mirada de impotencia a Michael y, viendo que no se retiraba de la puerta, le dijo entrecortadamente a la chica que, sintiéndolo mucho, tenía que anular su cita porque había surgido «algo urgente», y miró a Michael con aire acusatorio. La candidata empalideció mientras le preguntaba a Hildesheimer si se encontraba bien. Se encontraba perfectamente, replicó el anciano; pero sentía mucho, muchísimo, no haber podido avisarla con antelación y que tuvieran que dejarlo para la semana siguiente. La chica aceptó de buen grado la disculpa y a Michael le dio la impresión de que, en tanto que el anciano estuviera vivo y bien, sus pacientes estarían dispuestos a aceptar cualquier explicación que se le ocurriera darles.
En un tono todavía enojado pero menos vacilante, el anciano dijo que, por suerte para Michael, aquella chica era una supervisada, pero que después vendría a verlo un paciente y que no tenía la menor intención de repetir aquella actuación. Michael Ohayon consultó su reloj: las nueve y cinco. Sólo quedaban cincuenta y cinco minutos antes de la siguiente cita. Pidió al anciano que la cancelara y añadió que hasta el momento no creía haberle dado al profesor Hildesheimer ningún motivo para dudar de su discreción.
Sin que mediara ni una palabra más, Hildesheimer entró en su consulta, donde, después de echar un vistazo a la agenda, marcó un número en un teléfono negro grande y anticuado y, con gran alivio de Michael, canceló la siguiente sesión.