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A continuación, Michael, que había seguido a Hildesheimer a la sala de consultas sin pedir permiso, se acercó a la puerta y la cerró; después de echar una ojeada al viejo profesor, corrió la cortina que colgaba por dentro de la puerta. El anciano se sentó expectante en uno de los sillones y Michael se apresuró a tomar asiento en el otro. A pesar de que fuera brillaba el sol, la habitación estaba en penumbra. Una espesa cortina tapaba el ventanal. En el diván se veían restos de barro allí donde el paciente había apoyado los pies, y su cabeza había dejado un hueco en la almohada, que estaba cubierta con un paño blanco. De pronto Michael sintió el profundo deseo de tumbarse en el diván y romper a hablar sin mirar a nadie. El paño blanco, planchado e inmaculado pese a las arrugas que había dejado en él la cabeza del paciente, le parecía muy sugestivo, como si encerrase la promesa de un buen descanso, la promesa de que podía ponerse tranquilamente en manos de una persona de confianza. Quería que el anciano se sentara detrás de él y asumiera toda la responsabilidad de lo que iba a ocurrir. Pero no fue de los anhelos que en él despertaba el diván de lo que procedió a hablar al analista, que estaba sentado con el codo apoyado en el brazo del sillón, la barbilla reposando sobre el puño y una expresión de fatiga y de expectación en la cara.

Michael sabía que le convenía justificar su interrupción cuanto antes.

El anciano estuvo escuchando durante una hora sin despegar los labios. Michael le expuso todos los hechos. Le habló de Linder y de su pistola, del coronel Alon, el paciente desconocido, del robo, de los contables, de las pruebas poli- gráficas, de las coartadas, de todo. Fue describiendo uno a uno los sucesos de las últimas semanas y, sin añadir ninguna explicación, condujo a Hildesheimer hasta el callejón sin salida a donde también él había ido a parar. Michael no tenía la menor duda de que el anciano no se estaba perdiendo ni una palabra, pese a que guardó un silencio absoluto hasta que se mencionó a Catherine Louise Dubonnet. Sí, había oído hablar de la doctora Dubonnet, dijo entonces, y también del encuentro en París, añadió avergonzado.

Ya eran las diez cuando Michael abordó el tema de su conversación con Dubonnet. La francesa había ido a ver a Hildesheimer antes de marcharse de Israel y había pasado todo el sábado tratando de consolarlo. Ante la sorpresa de Michael, el rostro del anciano no se iluminó al oír mencionar el nombre de Dubonnet; incluso se le veía azarado. Más adelante Michael recordó el comentario burlón de la francesa sobre los celos y sobre el hecho de que ni el mismo Hildesheimer era inmune a ellos.

A las diez y cuarto Michael llegó al suicidio del joven, después de haber descrito su aparición en el entierro, su manera de seguir a Dina Silver y el interrogatorio al que Michael había sometido a ésta; después le pidió a Hildesheimer que anulara su siguiente cita y el anciano trató en vano de atender a su petición. Una vez que hubo marcado un teléfono tres veces sin obtener respuesta, dijo con un suspiro que, en caso de necesidad, le diría al paciente que se fuera por donde había venido, tal como se lo había dicho a la supervisada de las nueve.

Michael extrajo del bolsillo de su camisa la minúscula grabadora y, bajo la mirada desconcertada del anciano, la encendió y subió el volumen al máximo. A modo de preámbulo, dijo sencillamente que era la grabación de su charla con el compañero de piso del joven, y después dejó que sonara mientras Hildesheimer escuchaba.

A las once y un minuto se oyó el timbre de la puerta y Michael pulsó un botón y detuvo la cinta justo antes de la historia de la aspirina. Cuando el psicoanalista regresó, Michael volvió a encender la grabadora sin decir una palabra y el anciano se sentó a escuchar, callado, impasible. No movió ni un músculo al oír la descripción de Dina Silver en la cama con Elisha, o cuando Yakov hablaba de cómo la había reconocido en el banco, ni siquiera cuando mencionó a Neidorf.

Su expresión le recordó a Michael una antigua máscara esculpida en piedra que en cierta ocasión viera en Grecia. «No hay nada nuevo bajo el sol» era el mensaje que transmitía. «Nunca conseguirá adentrarse en mi interior.» Y la expresión se mantuvo hasta que la cinta concluyó en el momento en que Michael le pedía a Gold que lo acompañara afuera.

Entonces el anciano abatió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Se mantuvo inmóvil durante un rato, hasta que Michael empezó a alarmarse, y entonces levantó la cabeza y dijo con voz descompuesta:

– Fue paciente mía, ¿sabe?, durante cinco años. Siempre pensé que no había sido un buen psicoanálisis -una vez más se hizo un prolongado silencio, al final del cual, mirando a los ojos a Michael, que no se atrevía a moverse, Hildesheimer dijo-: Debería haberme dado cuenta. Post factum, no me sorprende. Todo encaja, como las piezas de un rompecabezas… -Michael encendió un cigarrillo, todavía sin atreverse a decir nada. El anciano prosiguió en un susurro-: Tres supervisores… ¡Cómo no nos dimos cuenta…! -y al final exclamó-: ¡Ach! -miró de frente a Michael, se encogió de hombros y con inmenso esfuerzo añadió-: Habría que creerse totalmente omnipotente para pensar que nunca vamos a cometer errores. No hay en el mundo ningún método que pueda impedir que la gente incurra en errores -Michael se estaba preguntando si habría terminado cuando oyó la siguiente exclamación-: ¡Cinco años! ¡Cuatro veces por semana! ¡Y yo que creía que estaba haciendo progresos! -el anciano parecía estar hablando para sí; luego volvió a clavar la vista en los ojos oscuros que lo observaban y dijo-: Tendría que ser muy narcisista para creer que todo ha sido culpa mía, pero, en todo caso, es difícil no pensarlo. Todos tenemos nuestros puntos débiles. A veces el proceso te hace perder el sentido de las proporciones -sólo entonces osó Michael decir algo. Y lo que dijo hizo que el anciano lo mirara con atención y asintiera-: Tiene razón. Aunque resulte paradójico, los analistas saben todo lo que hay que saber de sus pacientes salvo cómo se comportan en tanto que seres humanos fuera de la sesión psicoanalítica. Todo lo que sabemos es lo que oímos aquí, en el diván -volvió a sumirse en sus pensamientos y, al cabo, dijo-: Ni siquiera me hace falta ver en persona a ese estudiante ni volver a escuchar toda la historia, aunque lo haré por no dejar ningún cabo suelto. Pero lo cierto es que no me hace falta, porque, de alguna manera, lo he sabido desde el principio -y de pronto se quedó callado; su semblante asumió la expresión pétrea de una máscara mientras miraba fijamente de frente, y en la habitación sólo se oyó el irritante tictac del pequeño reloj colocado sobre la mesa que había entre ellos, con la esfera orientada hacia el analista.

A las doce menos un minuto, Hildesheimer abrió la puerta a su última visita de la mañana, un supervisado cuya cita aplazó a la semana siguiente; después canceló las dos sesiones de psicoterapia que tenía concertadas para la tarde y, volviéndose hacia Michael, le pidió que fueran a «ver al estudiante cuya voz había oído en el aparato».

Hicieron el trayecto en el Renault de la policía sin cruzar una palabra. El anciano iba mirando de frente, a la calzada, y Michael se fumó dos cigarrillos antes de llegar al aparcamiento situado junto a la entrada de urgencias, donde hizo caso omiso de los gritos del guarda, indicándole con un gesto la matrícula de la policía. Los dos se precipitaron hacia el ascensor y subieron al séptimo piso.

En el pasillo, frente al ascensor, encontraron a Eli Bahar sentado en una silla naranja de plástico; dentro de la habitación, en la que entraron sin llamar, Gold estaba ocupado escribiendo. Yakov, tendido en la cama con los ojos entornados, se despabiló por completo al oír que se abría la puerta. Gold se puso en pie de un salto tan pronto como vio entrar a Hildesheimer y Michael estuvo a punto de sonreír al verlo tan agitado. Taciturno, el anciano le pidió a Gold que lo dejara a solas con el estudiante y Michael salió de la habitación detrás de Gold.