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Dina Silver se puso rígida y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en su rostro mientras decía:

– Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo.

Hildesheimer guardó silencio.

– Creo -prosiguió Dina Silver al ver que no le iba a responder- que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo desempeñaba…, lo comentábamos muchas veces…, la manipulaba para colocarla en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones.

Michael se moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo:

– Elisha Naveh murió anoche.

La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle.

Sin darle la oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó:

– Murió por culpa suya. Usted podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y renunciando a las gratificaciones inmediatas -Dina Silver inclinó la cabeza y rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir-: Usted sabía que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted.

– ¡Pero si ni siquiera me menciona! -pronunció la frase en un alarido. Después guardó silencio y empalideció.

Michael temió que se desmayara y que todo se echara a perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía:

– No quiero que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le pidió que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro… Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted? ¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple como una llamada telefónica?

– ¿Lo llamó antes de verme? -dijo Dina Silver con voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie.

Hildesheimer no cambió de postura. No movió ni un músculo mientras ella le decía:

– No tiene ninguna prueba, sólo lo sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio.

Dina Silver estaba muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael entró en la habitación y dijo:

– Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y en abundancia.

Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y, como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano. Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas mordidas de su presa.

– Y ahora -dijo Shaul después de verificar la grabación y de recoger el equipo- podemos ponernos a trabajar de verdad -tenía en las manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo-. Creo -puntualizó, y, ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo.

Hildesheimer estaba sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento.

Michael se sentó frente a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó de su boca fue:

– Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a propósito de Giora Biham, que los argentinos son diferentes?

Batya Gur

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