Borchard se río tan fuerte que escupió una anchoa y ésta cayó sobre la mesita de café que tenía delante. Se la llevó a la boca de nuevo, volvió a masticarla y preguntó:
– Marty, ¿quieres acostarte con una mujer?
– Sí -respondí, bajando la mirada.
– Mira, muchacho, estamos en 1968. Ahora las chicas lo hacen gratis como no había ocurrido nunca antes.
– Lo sé, pero…
– ¿Has probado con Patty, la vecina de abajo? Se abre de piernas tan a menudo que tendrán que enterrarla en un ataúd en forma de Y.
– Es fea y tiene granos.
– Pues ponle una bolsa de papel en la cabeza y cómprale un tubo de Clearasil.
Me obligué a soltar unas lágrimas de cocodrilo y el tío Walt dijo:
– Oh, mierda, muchacho. Lo siento. Eres virgen, ¿verdad? ¿No lo has hecho nunca y buscas un chocho bonito para tu primer polvo?
– Sí -respondí, secándome la nariz.
El tío Walt se puso en pie, me alborotó el pelo y entró en su dormitorio. Regresó al cabo de un momento y me puso un billete de cien dólares en la mano.
– No digas que nunca te he dado nada y no digas que nunca transgredí las reglas por un colega.
Me guardé el dinero en el bolsillo de la camisa.
– Jo, tío Walt, muchas gracias.
– Ha sido un placer. Ahora, escucha con atención y dentro de una hora, más o menos, te habrán desvirgado. ¿Me oyes?
– Sí.
– Bien. Aquí va una asombrosa información: el DPLA, del que soy miembro, permite que en la zona de Hollywood se ejerza una cierta prostitución. ¿No te resulta chocante? Bien, pues hay una parte del Boulevard, justo al oeste de La Brea, llena de pisos de chicas de compañía. Las chicas van a los bares de los mejores hoteles, como el Cine-Grill del Roosevelt, la terraza del Yamashiro, el Gin Mill del Knickerbocker, etcétera. Las chicas se sientan en la barra, beben cócteles, miran a los hombres solos y no es necesario ser un genio para adivinar cómo se ganan la vida. Su procedimiento habitual consiste en decir una cifra y sugerir que vayáis a su casa. El precio normal son cien dólares por toda la noche, que es justo lo que acabo de poner en tu mano calenturienta. Ahora bien, como todavía no tienes edad para consumir alcohol legalmente, compórtate con frialdad cuando el camarero te pregunte qué quieres tomar. Sé caballeroso con la dama de tu elección, dile que cien pavos es lo máximo que vas a pagar y fóllatela hasta que no puedas más.
Me puse en pie. El tío Walt me dio un golpe debajo de la barbilla y se rio.
– Alguna jovencita va a quemar más goma que la autopista de San Bernardino. Y ahora, largo de aquí. Se me enfría la pizza.
Al cabo de una hora no me estaban desvirgando. Me encontraba sentado en el bar Cine-Grill del hotel Roosevelt, en Hollywood, observando a una mujer que lucía un ajustado vestido negro de lentejuelas y que hablaba con un hombre que fingía espontaneidad y que llevaba un traje de verano con las consabidas insignias del asistente a una convención. La mujer era una pelirroja teñida, pero bonita; el hombre tenía un aspecto fuerte y musculoso. Di un sorbo a mi whisky con soda y mantuve la calma imaginando que eran la Sombra Sigilosa y Lucretia, relajándose después de una larga jornada de acechar a sus víctimas. Casi los sentía a los dos en la cama.
Salieron del bar repentinamente. Cuando se pusieron en pie para marcharse, advertí que estaba proyectando películas mentales y que los había perdido de vista en la realidad física. Conté hasta diez y los seguí.
Vi que tomaban un taxi delante del hotel y corrí hacia mi coche. Fue fácil seguir al taxi, pues había tráfico denso en el Boulevard, de manera que en el cruce con La Brea se quedaron clavados sin poder avanzar. Yo iba justo detrás y saqué los guantes y la palanca de debajo del asiento. Cuando el semáforo se puso verde, sonreí. El taxi se acercaba a la acera. El bloque de pisos de las chicas de compañía del tío Walt había resultado una revelación.
La pareja se apeó del taxi. Yo aparqué a dos coches de distancia y los vi entrar en un gran edificio de apartamentos de color rosa que imitaba las casas de las plantaciones sureñas. La mujer no utilizó llave para abrir la puerta principal, por lo que yo también podría acceder al interior. Me apeé, esperé diez segundos y eché a correr, refrenando la marcha mientras abría la puerta que daba a un largo vestíbulo alfombrado de rosa. La pareja entró en un apartamento del extremo izquierdo del vestíbulo.
Inspeccioné los buzones y adopté la actitud de un joven moderno que vivía en una extravagante plantación rosa de Hollywood Boulevard. Resultó fácil, y fingir aquella despreocupación suprema me hizo sentir descarado. En el vestíbulo no había nadie, pero desde el interior de cada apartamento atronaba un surtido de ruidos de televisión y tocadiscos, por lo que el nivel general de estruendo era considerable. Caminé hacia mi objetivo, estudiando todas las puertas al pasar. Los cerrojos no estaban reforzados y había como mínimo un espacio de quince milímetros entre la puerta y el marco. Si la furcia no había puesto la cadena, podría entrar.
Al llegar a la puerta que me interesaba, escuché, esperando oír los deleites precoitales, pero lo único que capté al otro lado fue silencio. Eché un vistazo rápido al vestíbulo, me puse los guantes, inserté el lado de la ganzúa de mi herramienta y tanteé el cerrojo. Noté que los resortes individuales iban cediendo uno por uno y, cuando el tercero saltó con un clic, abrí la puerta menos de un centímetro, lo cual me bastó para ver una sala de estar con una pequeña cocina a oscuras. Sacudí la cabeza para mantener alejadas las películas mentales y entré; luego, haciendo girar el pomo, cerré la puerta sin hacer el menor ruido.
Unas voces, y no los sonidos de la pasión, me atrajeron hacia el dormitorio, y lo que capté a través de la rendija de la puerta fueron vislumbres de cuerpos imperfectos. Cuando acerqué el ojo a mi visor de dos centímetros, me descorazoné. El era fofo y ella tenía tatuajes en los hombros y en los muslos. Era obvio que se había teñido el vello púbico del mismo color que los cabellos y él no se había quitado los calcetines. Intenté convertirlos en la Sombra Sigilosa y en Lucretia, pero la cámara de mi cerebro se negaba a enfocar, y sus voces eran tan desagradables que comprendí que su cópula sería nefasta y que yo no podría unirme a ellos.
– … no es la primera vez que visito este edificio -decía el hombre-. Estuve en 1964, cuando vine a L. A. para la convención de la Asociación del Alce.
– Aquí trabajan muchas chicas -comentó la prostituta-. Algunas las controlo yo. ¿Quieres que empecemos?
– No tan deprisa. ¿Eres una madama?
– Más bien una hermana mayor y una confidente -suspiró la puta-, una terapeuta, en realidad. Les concierto citas y me quedo una comisión, pero me gusta ser una amiga, la hermana mayor que sabe de qué va el asunto.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, una vez a la semana me reúno con las chicas que conozco que trabajan en esto y hablamos de los clientes y nos hacemos confidencias y… ya sabes.
El hombre soltó una risita.
– ¿Y nunca lo has hecho con otra chica?-inquirió.
– Vaya. Bueno, creo que voy a necesitar un trago para esto. ¿Quieres uno tú también? Tal vez tranquilizará…
Imaginé lo que estaba a punto de ocurrir y me dirigí a la puerta. Cuando tenía la mano en el tirador, vi un bolso en una silla, a pocos metros de distancia. Lo cogí y conseguí desvincularme del apartamento en el preciso momento en que se abría la puerta del dormitorio. Luego corrí.
En el bolso había nueve dólares y cuarenta y tres centavos, además de una información sexual que me impulsó durante más de un año a mirar, albergar esperanzas, merodear y, a veces, a robar. El dinero, por supuesto, carecía de relevancia. Lo que me mantuvo ocupado fue el cuaderno de notas de la furcia.