El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes dispuestos de una forma no demasiado suticlass="underline" animales de peluche y muñecas, con ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era más listo que él.
Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.
– No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños pequeños, no para los mayores como tú.
– Soy alto, pero no mayor.
– Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos, ¿no crees?
Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de empatía.
– No lo sé, ni me importa -contesté.
– Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?
Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.
– ¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan divertido?
Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs Bunny de felpa y dije:
– ¿Qué hay de nuevo, viejo?
– Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran. ¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?
Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del psiquiatra.
– El precio de las zanahorias -respondí.
– ¿Qué?-El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los cristales con la corbata.
– ¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?
– Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.
– Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?
– Llegas a conclusiones erróneas.
– No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer zanahorias.
– Martin, yo… -El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le lanzaba zanahorias al escritorio.
– No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.
– Cambiemos de tema -propuso él al tiempo que se ponía las gafas-. Háblame de tus padres.
– Son adictos al zumo de zanahoria.
– Comprendo. ¿Y eso qué significa?
– Que tienen buena vista.
– Comprendo. ¿Algo más?
– Orejas largas y cola peluda.
– Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?
– No. En cambio usted sí que me lo parece.
– Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el mundo.
La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados para que destellara en mi pantalla mentaclass="underline" un chico alto y rubio que le decía a un grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en sexto grado.
El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.
– Nunca más volveré a hablar con usted -declaré-. Nadie puede entenderme.
4
El incidente de la consulta del psiquiatra no tuvo repercusiones externas y pasé al instituto sin más malos tratos psiquiátrico-académicos. El doctor sabía reconocer un objeto inamovible cuando lo veía.
Con todo, me sentía como una máquina defectuosa; como si dentro de mí hubiera una pieza suelta, algo que podía vagar por mi cuerpo a voluntad, buscando y aprovechando modos de hacerme parecer pequeño bajo presión. Cuando me dedicaba a mis juegos mentales en clase, sustituyendo caras y cuerpos, chico con chico, chica con chica y combinando géneros, era como una carrera de obstáculos en la que me asaltaban imágenes sexuales sin ton ni son. El carácter aleatorio y el poder indiscriminado de lo que yo mismo me hacía ver resultaban pasmosos; y la necesidad a la que notaba que respondían me asaltaba como una marejada de odio hacia mí mismo. Ahora sé que estaba enloqueciendo.
Me salvó un villano de cómic.
Se llamaba Sombra Sigilosa y era un malvado habitual de las páginas de El Hombre Puma. Era un supercriminal, un pistolero ladrón de joyas que conducía un coche anfibio trucado y farfullaba una versión de Nietzsche propia de retrasado mental en bocadillos de texto de tamaño exagerado. El Hombre Puma, un blandengue moralista que llevaba un Cadillac del 59 que llamaba Gatomóvil, siempre conseguía enchironar a la Sombra Sigilosa, aunque éste siempre se fugaba un par de números después.
La Sombra me gustaba por el coche y por una capacidad sobrenatural que poseía y que yo tenía la sensación de ser capaz de emular de forma realista. El coche era anguloso y reluciente, todo él de acero mate, todo él maldad. Tenía unos faros que lanzaban un rayo nuclear letal que convertía en piedra a la gente; en lugar de gasolina, el motor funcionaba con sangre humana. La tapicería estaba confeccionada con pieles de felino de color tostado, procedentes de la familia mártir del archienemigo Hombre Puma. Del portaequipajes sobresalía una horca. Cada vez que la Sombra Sigilosa se cobraba una víctima, su novia vampiro, Lucretia, una rubia alta de largos colmillos, marcaba una muesca con ellos en la madera.
¿Basura ridícula? De acuerdo. Pero el dibujo era soberbio y la Sombra Sigilosa y Lucretia destilaban una maldad elegante y sensual. La S. S. tenía un bulto cilíndrico que le llegaba casi hasta la rodilla de la pernera izquierda del pantalón; los pezones de Lucretia siempre estaban erectos. Eran unos dioses high-tech veinte años antes del high-tech, y me pertenecían.
La Sombra Sigilosa tenía la facultad de disfrazarse sin cambiar de ropa. La conseguía bebiendo sangre radiactiva y concentrándose en la persona a la que quería robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.
El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría carta blanca para apoderarse del mundo.
Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso y acero mate. Decidí hacerme invisible.