Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes tragos.
5
Los rosacruces se quedaron con la casa, el coche y todo el dinero de mi madre. A mí me quedó una audiencia para decidir sobre mi custodia. Como sólo faltaban seis meses para que me graduara del instituto y para que cumpliera los dieciocho, se consideró que una familia de adopción formal sería una pérdida de tiempo, y mi tutor de duodécimo curso dijo a las autoridades juveniles que yo era «demasiado introvertido y perturbado» para que se me concediera el estatus de «menor emancipado». Mi negativa a asistir al funeral o a ponerme en contacto con mi padre, que vivía en Michigan, lo convencieron de que necesitaba «disciplina y asesoramiento, preferiblemente de una figura masculina». Así, el hogar de acogida juvenil me envió a vivir a casa de Walt Borchard.
Walt Borchard era un pasma de L. A., un hombretón gordo y bondadoso de poco más de cincuenta años. De los veintitrés que llevaba en el DPLA, había pasado la mayor parte de ellos dando conferencias en escuelas de enseñanza primaria, unas charlas preventivas sobre drogas, pervertidos y lo perniciosa que resultaba la vida delictiva. Mostraba a los chicos su calibre 38, les marcaba un golpe debajo de la barbilla y les recomendaba que «fueran buenos chicos». Había enviudado, no tenía hijos y vivía en el piso más grande de un edificio de doce apartamentos del que era propietario. Allí tenía una «habitación de soltero», siempre disponible, para acoger a los chicos que le mandaba el hogar juvenil, y aquel chabolo de cuatro por seis metros a una manzana de Hollywood Boulevard se convirtió en mi nuevo hogar.
El anterior ocupante de la habitación había sido un hippie y había dejado un montón de alfombras peludas, carteles de los Beatles en las paredes y un armario lleno de pantalones acampanados, chalecos de flores y zapatillas deportivas.
– Estaba colgado de ácido -dijo el «tío» Walt cuando me trasladé a su casa-. Creía que podía volar. Se tiró del edificio Taft agitando los brazos y, ¿sabes qué?: estaba equivocado. Pero murió colocado. El forense dijo que iba hasta el culo. Tú no tienes ideas absurdas, ¿verdad?
– Yo tengo tendencias vampíricas -respondí.
– Yo también. -El tío Walt se rio-. De hecho, ayer mordí a la chica de abajo, la del apartamento número cuatro. Mira, Marty, no te metas en asuntos de drogas y sé amable con los otros inquilinos, ve a clase y mantén limpio tu cuarto: así nos llevaremos de maravilla. El centro de acogida me paga por tenerte aquí y, como no pretendo hacerme rico, te daré treinta dólares semanales para que salgas por ahí y también te mantendré. Sin embargo, hasta que cumplas los dieciocho tendrás que obedecer el toque de queda y no podrás estar en la calle después de las once de la noche. En el Boulevard hay cantidad de cuellos bonitos que morder, pero a las 10.59 tendrás que dejarlos para el día siguiente. Y si necesitas algo, ya sabes dónde estoy. Me gusta hablar y no se me da mal escuchar.
El arreglo cuajó. Tenía un barrio por descubrir, un refugio seguro al que regresar y, en la escuela, un aura nueva llena de glamour: era el tipo que no había derramado una sola lágrima al encontrar muerta a su madre, el tipo que tenía su propia cueva, el tipo que había doblegado a la administración con su largo silencio y que ahora importunaba a la gente con ocasionales sentencias como: «La sangre reina, la lefa mancha» y «La Sombra Sigilosa vencerá». Sentía que me estaba haciendo adulto.
Mi vida se dividía entre la escuela y las películas mentales, los paseos nocturnos por las calles laterales que bordeaban Hollywood Boulevard y las horas cautivas que pasaba escuchando la filosofía de andar por casa de Borchard. Sus sentencias eran menos concisas que las mías y pensaba recopilarlas en un libro y publicarlas cuando se jubilara del DPLA. Entre sus perlas de sabiduría más frecuentes se contaban:
«Que Dios bendiga a los maricones, más mujeres para los demás.»
«No me gustaría que esos negros de mierda vinieran a vivir al barrio, pero no haré nada para que no lo hagan: y si vienen, seré el primero en darles la bienvenida con un cubo de chuletas y una gran botella de vino barato.»
«En Vietnam no tenemos nada que hacer, a menos que estemos dispuestos a ganar, y eso significa lanzar la bomba H.»
«Si Dios no quisiera que los hombres comiesen chocho, no le habría dado forma de taco.»
Etcétera, etcétera. Era un tipo solitario, colmado de candidez y de buena voluntad. Su falta de recursos mentales y su constante necesidad de audiencia me asqueaban y temía sus llamadas a mi puerta. Pero yo seguía callado. Por encima de todo, conocía el valor del silencio.
Mi nuevo barrio me resultaba perturbador por su falta de silencio. Estaba el constante rugido nocturno de los coches que se dirigían al Boulevard y había también mucho tráfico de peatones, compradores que regresaban de los mercados de Sunset abiertos toda la noche y hippies furtivos que se agenciaban droga amparados en las sombras de las calles laterales. Incluso la naturaleza visual era ruidosa. La neblina de neón que cubría el cielo parecía crepitar y crujir con insinuaciones del cutrerío que pregonaba.
Después de cinco meses en Hollywood, dejé de patrullar la vecindad y pasaba todas las noches en mi habitación, proyectando películas mentales. A veces venía Walt Borchard e insistía en hablar. Yo lo desintonizaba y el espectáculo continuaba. La trama giraba cada vez más en torno al trío de la Sombra Sigilosa, Lucretia y yo, que salíamos a saquear en nuestro coche de acero mate, en busca de la invisibilidad. Las escenas se convertían casi en multidimensionales: la sensación de mí mismo apretujado entre los supercriminales, el aroma del aceite de motor y la sangre, los gorgoteos de nuestras víctimas cuando les atacábamos la yugular… Como cineasta interior, había mejorado mucho con el paso de los años y, para entonces, mi destreza había crecido y había incorporado los últimos adelantos técnicos. Mi cerebro estaba dotado de color deluxe, pantalla panorámica, sonido estereofónico y Oloroscope. Si hubiera podido cobrar entrada, me habría hecho millonario.
En abril de 1966 cumplí dieciocho años; en junio me gradué en el instituto. Legalmente, era un adulto y podía dejar la tutela de Borchard. Como no tenía dinero ni trabajo, sopesé mis alternativas. Entonces, el tío Walt me ofreció quedarme, a cambio de que le pagara un alquiler simbólico, y él me ayudaría a encontrar empleo. El patético motivo que se escondía detrás de la oferta era obvio: nadie lo había escuchado nunca con tanta atención como yo, y no soportaba la idea de perder un público tan excelente. El aspecto simbiótico de la relación me gustó y me avine a quedarme.
Borchard me consiguió trabajo en la Biblioteca Pública de Hollywood, en Ivar Street, al sur del Boulevard. Mi cometido consistía en ordenar libros y entrar en el lavabo de hombres cada media hora y carraspear tan alto como pudiera, una estrategia cuyo objetivo era ahuyentar a los homosexuales que se enrollaban allí. Me pagaban un dólar y sesenta y cinco centavos la hora y era un empleo hecho a mi medida: me pasaba el día viendo películas mentales.
Una tarde de junio, al volver a casa, me encontré al tío Walt limpiando el garaje de la parte trasera del edificio. El sol del atardecer se reflejaba en una serie de utensilios de acero mate que envolvía en un hule. Las herramientas tenían un aspecto malvado, a la Sombra Sigilosa le habría gustado tener algo así.
– ¿Qué es eso?-le pregunté.
– Herramientas de ratero -respondió Borchard alzando un instrumento que parecía un bisturí-. Este pequeñín es una ganzúa y éste, un cinceclass="underline" con el lado plano haces saltar el cerrojo y con el afilado destrozas el dintel de la puerta. Estos otros pequeños son un reventador de ventanas, un taladro de empuje y una palanca. Ese papá grande de allí es un cortacristales con ventosa. ¿Qué pasa, Marty? Te veo nervioso.