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En el cuarto de baño, me lavé la herida de la mejilla con agua de hamamelis y luego me apliqué un lápiz astringente en el corte. Pronto se formó una costra y, tras cubrir la zona con pequeñas tiras de esparadrapo, pasé al dormitorio.

Procedí despacio, metódicamente. Primero, me quité la camisa manchada de sangre, formé una pelota con ella y revolví el armario hasta encontrar una camisa azul que no levantaría sospechas en un hombre. Me la puse y observé cómo me quedaba en el espejo de la pared. Ajustada, pero no se me veía raro con ella. El pantalón también estaba empapado en sangre y sucio de restos de tripas, pero era oscuro y las manchas no se notaban demasiado. Podía volver a casa con él.

Me concentré en el saqueo y hurgué en los cajones, cómodas y alacenas, hasta dar con una cajita de madera de cedro llena de billetes de veinte dólares y un secreter de terciopelo donde había piedras relucientes y sartas de perlas que parecían auténticas. Pensé en hacer una búsqueda de tarjetas de crédito, pero decidí que no era aconsejable. Lo del perro muerto podía significar que el robo recibiera más atención de la habitual por parte de la policía, y no quería arriesgarme a traficar con tarjetas que fueran objeto de especial interés de la pasma. Para ser el primer golpe, había robado suficiente.

Con la herramienta, el dinero y las joyas en los bolsillos del pantalón, di una última vuelta por la casa, apagando luces. Cuando recogí la camisa ensangrentada, la Sombra Sigilosa me envió un pequeño adorno conmemorativo y, camino de la puerta, arrojé una caja de galletas para perro junto a la cabeza cojín del pastor alemán.

7

La noche en New Hampshire Avenue fue el principio de mi aprendizaje criminal y el inicio de una serie de conflictos: las batallas internas que libraban las piezas de puzle de mis impulsos emergentes. Durante los once meses siguientes, me pregunté si las distintas partes de mí llegarían algún día a reconciliarse hasta el punto en que todas las piezas encajaran unas con otras, lo cual me permitiría convertirme en el hombre de acción que aspiraba a ser.

Proseguí con mi carrera de ratero dos noches más tarde. Entré en tres apartamentos a oscuras de un mismo bloque, en Hollywood Este, utilizando sólo la ganzúa para forzar las puertas. Robé cuatrocientos dólares, una caja de bisutería, cubiertos de plata y media docena de tarjetas de crédito. Pero luego, cuando llegué a casa y estuve a salvo, advertí que me sentía decepcionado. Mi triple éxito había sido anticlimático. La noche siguiente forcé una ventana para colarme en una casa y aquello me obligó a razonar conscientemente mis actos: mi primer robo con escalo había sido sangre, suciedad, vísceras y coraje; en los siguientes me dediqué a refinar la técnica y resultaron mucho menos estimulantes. Llegué a la conclusión de que tenía que ser prudente y supercauteloso. No habían de cogerme nunca. En el plano intelectual, esa conclusión me contuvo por un tiempo.

Pero a su estela llegaron otras verdades que me resultaron duras.

Para empezar, no me sentía capaz de vender las joyas y tarjetas de crédito que robaba. Me daba miedo establecer unos contactos criminales que me harían vulnerable al chantaje, y además necesitaba tocar las recompensas concretas de mis proezas. Las plaquitas de plástico grabado con nombres de mujeres anónimas hacía que sus vidas alimentasen mis películas mentales, de forma que cada una servía para escapar horas y horas del aburrimiento. Las joyas añadían peso táctil a mis proyecciones cinematográficas y nunca me preocupé de averiguar si eran verdaderas o falsas.

Así, a medida que progresaban mis incursiones en las casas, el único beneficio práctico que obtenía era el dinero que encontraba, pequeñas cantidades por lo general. Seguía trabajando en la biblioteca y guardaba el dinero robado en una cuenta de ahorros. Walt Borchard me enseñó a conducir y, a principios de 1968, cuando ya llevaba seis meses de aprendizaje, me saqué el carnet y me compré un coche, un inocuo Valiant del 60. Fue precisamente mientras cartografiaba terrenos más amplios en él cuando se me presentó el conflicto más peligroso.

Una horrible urbanización de casas adosadas, todas iguales, se desplegaba ante mi parabrisas y, por el número de niños que jugaban en los patios delanteros, comprendí que las mujeres solas serían muy pocas. Decidí ir hacia el oeste, en dirección a Encino, pero algo me mantenía pegado al borde del carril derecho, con los ojos pendientes de aquellas calzadas de acceso idénticas ante las que pasaba. Entonces vi un perro callejero caminando por la acera y la imagen me asaltó.

Había estado mirando las puertas abatibles para perros, intercaladas entre las habituales puertas laterales que todas las casas ante las que había pasado tenían en el mismo sitio. De repente, evoqué el olor que había captado en la casa de New Hampshire Avenue diez meses atrás, un aroma metálico que me llenó las fosas nasales y me provocó temblores en las manos que agarraban el volante. Me detuve junto a la acera y el recuerdo volvió de lleno. Junto a él, se produjo un bombardeo de memorias de mis otros sentidos: el sabor de la sangre de mi madre mezclada con agua, los carteles de «Cuidado con el perro» que había visto tiempo atrás mientras elegía casas que saquear, cómo era llegar al clímax… El perro de la acera empezó a parecerse al Hombre Puma, el odiado enemigo de la Sombra Sigilosa. Entonces, el sentido de la razón que había adquirido se impuso y me largué de aquel barrio horrible y peligroso antes de que pudiera cometer un error.

Aquella noche, en casa, acaricié mi ganzúa y cerré la sala de cine que tenía allí para entretenerme las veinticuatro horas del día. Cuando ante mis ojos apareció una pantalla vacía, la llené con lo que sabía y con lo que debía hacer al respecto, escrito con una caligrafía sencilla que no dejaba lugar al adorno.

«Has estado tratando de revivir inconscientemente la muerte del perro.

»Lo has hecho porque te corriste de excitación.

»Has asumido riesgos innecesarios para lograr la gratificación sexual.

»Si sigues arriesgándote, te detendrán, te juzgarán y te condenarán por robo con escalo.

»Debes parar.»

Mi máquina de escribir mental destelló una serie de signos de interrogación en respuesta a mi última frase y, cuando llegaron al papel en blanco, fueron como golpes en el corazón. Agarré la palanca con más fuerza y mi mente se sacudió en busca de la respuesta al dilema más autodestructivo que haya conocido nunca el hombre. Entonces, llegó otra serie de frases:

«Déjalo. No permitas que sea tu muerte.

»Contrólate, como la Sombra Sigilosa.

»Pero él tiene a Lucretia.

»Oblígate a tener sueños que te proporcionen alivio.»Pero eso es traicionarme a mí mismo.

»Haz lo que todo el mundo hace consigo mismo.

»No.

»No.

»No.

»Tócate, mutílate o mátate, pero hazlo ahora.»

Me desnudé y me acerqué al espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Al contemplar mi imagen reflejada, vi a un muchacho-hombre alto y huesudo, con la piel descolorida y unos fieros ojos castaños. Recordé las explosiones de cuando dormía, que no procedían de los sueños, sino de la acumulación de imágenes de odio de mis películas mentales, y pensé en la vergüenza que sentía cuando despertaba y encontraba pruebas de lo que secretamente deseaba. El corazón me latía con fuerza y noté que me faltaba el aire, por lo que todo mi cuerpo temblaba. Me coloqué el extremo afilado de la palanca debajo de los genitales y luego me lo llevé a la garganta. En ambos puntos me hice cortes de los que brotaron finos hilillos de sangre y, al ver lo que me estaba haciendo, contuve una exclamación y me aparté del espejo, arrojándome sobre la cama. Allí, mientras el mango de la herramienta de ratero me dejaba marcas de acero mate en la entrepierna, lloré y me di alivio, el amargo precio por ser capaz de seguir adelante.