– No pretendía ser pesado -dije con calma-. Solo quiero pagar.
– Pues aún no te toca. ¿Te crees que puedes pasearte por aquí con tu bonita corbata y tu cartera y que no tienes que esperar en la cola como todo el mundo? ¿Te crees que eres mejor que nos?
En la escuela mis notas en matemáticas, ciencias y lenguaje habían sido más bien pobres, pero una cosa que aprendí es que cuando alguien te acusa de creerte mejor que los demás es el preludio de una agresión. Algún gilipollas que daba rienda suelta a su rabia tratando de convencerse a sí mismo, o a los presentes o a Dios, de que tenía toda la razón del mundo para hacer lo que estaba a punto de hacer.
Tenía que suavizar las cosas, pero el pánico no me dejaba pensar. Mi miedo giraba y giraba como en una pequeña rueda de hámster, y no podía controlar mis pensamientos. Así que seguramente dije lo peor que podía haber dicho. Dije «Nosotros».
El confederado ladeó la cabeza y me miró.
– ¿Qué?
Aquello era una experiencia extracorporal. Me veía a mí mismo hablando, y no podía detenerme.
– Querrás decir: «Te crees que eres mejor que nosotros». Nosotros es el sujeto. Nosotros estamos aquí. ¿Quién está aquí? Nosotros. En cambio, nos es objeto indirecto, el que recibe la acción. Bob nos dio la pelota. ¿Quién nos dio la pelota? Bob, el sujeto. ¿A quién se la dio? Nos la dio a nosotros, el objeto indirecto.
Una sonrisa estúpida se extendió por mi cara.
El confederado me miraba como si fuera un espécimen conservado en formol. La chica de la caja dio un paso atrás. Sus ojos se abrieron mucho y medio levantó las manos, como si quisiera protegerse del golpe inminente.
Pero el golpe no llegó. Fuera, el Chrysler Cordoba de Bobby entró gloriosa, milagrosamente en la zona de aparcamiento. La llegada más oportuna de la historia… mucho más de lo que habría podido esperar basándome en mis casi dieciocho años de vida.
– Me vienen a buscar -dije como si hubiéramos estado charlando amigablemente.
El confederado no dijo nada. Yo miré a la cajera, pero ella no se atrevía a mirarme. No tenía más remedio que olvidarme de la bebida, así que la dejé sobre un montón de envases de cerveza y me dirigí hacia la puerta.
– Si te vas ahora estás robando. -Era la cajera. Su voz se había vuelto muy débil y sus manos, que colgaban flácidas a los lados, temblaban un poquito.
Me detuve.
– Pues deja que pague -dije yo.
– Tienes que esperar tu turno. -La voz era poco más que un susurro.
El redneck se inclinó hacia mí. No era especialmente alto, mediría metro ochenta quizá, unos tres centímetros más que yo, pero se inclinó como un gigante que se agacha para dar consejo a un enano.
– ¿Quién te crees que eres? ¡Venir a corregirme a mí!
Yo me di la vuelta, rezando para que Bobby me hubiera visto y acudiera en mi rescate si veía pelea. Bajo la mirada furiosa del redneck, cogí el refresco, saqué el dólar del bolsillo y volví a ponerlo sobre el mostrador. No me importaba que fueran unos gilipollas, no me importaba el cambio. Lo único que quería era salir de allí.
Me di la vuelta y empujé la puerta, que tintineó alegremente acompañando el sonido de mi risa de incredulidad.
Había sobrevivido a un doble asesinato, había sobrevivido a una entrevista con el asesino, había escapado sin recibir ni un golpe de un redneck al que había insultado. Tendría que haber sentido cierto alivio, pero un terrible miedo ardía en mi estómago. Solo había sobrevivido a aquel instante. Había muchos más por delante.
7
Aún no había nadie en el coche, lo cual fue un pequeño consuelo, porque era un tres puertas y no me gustaba tener que ir apretujado con los otros en el asiento de atrás. En los meses que llevaba en aquel trabajo me había convertido en el mejor agente de Bobby, y eso significaba que tenía pequeños privilegios, como que pasaran a recogerme a horas más razonables y me asignaran las mejores zonas.
– No pareces muy contento -dijo Bobby-. ¿Nada?
Yo meneé la cabeza y eché un vistazo a la tienda para asegurarme de que no teníamos problemas. El confederado volvía a flirtear con la chica y todo parecía indicar que yo había quedado más o menos olvidado.
– Sí, algo sí. -Abrí mi bolsa y le entregué los papeles-. Casi consigo uno doble, pero al final no ha cuajado.
Bobby sonrió.
– Ese es mi hombre. Has conseguido una venta dos días seguidos. Estás en racha. Sé positivo, ten pensamientos positivos. Es la actitud que te permitirá conseguir una venta doble o triple mañana.
Bobby era un tipo grandullón, como un jugador de rugby o, más bien, un ex jugador de rugby: brazos carnosos, piernas gruesas y no tenía cuello, aunque una barriga considerable sobresalía sobre el cinturón. Su cara era ancha y jovial, y tenía un carisma casi sobrenatural. Me habría gustado ser lo bastante listo para no dejarme atrapar por su encanto, pero me atrapaba.
La cuestión es que me resultaba imposible no sentir agrado por Bobby. Él disfrutaba con todo el mundo, y desplegaba una generosidad que iba más allá de cuanto yo hubiera visto. En parte porque conocía el poder del dinero. Bobby siempre estaba demostrando a su equipo que tenía dinero, que el dinero era bueno, que el dinero te hacía feliz. Nos invitaba a una cerveza, a comer y, de vez en cuando, a salir por la noche. Durante los largos trayectos en coche, cuando parábamos en un local de comida rápida, Bobby dejaba propinas a los dependientes de McDonald's y Burger King. Dejaba propinas a los chicos de los peajes y a los botones de los hoteles. Por decirlo con sus palabras, era positivo.
– No veo ningún cheque -dijo agitando los papeles que le había dado. Se pasó una mano por su pelo corto, casi al estilo militar-. ¿No te habrás olvidado otra vez?
Yo había conseguido una doble venta en mi primer día de trabajo. El primero. Nadie espera que vendas nada el primer día, así que Bobby aún no me había explicado cómo funcionaba lo de la solicitud de crédito y, por tanto, no pedí a los compradores que la rellenaran. Bobby volvió conmigo a las casas de los dos compradores -era más de medianoche, y las luces estaban apagadas- y los hizo levantarse de la cama para que rellenaran debidamente sus solicitudes de crédito en bata y pijama. Yo habría preferido renunciar a las ventas, pero Bobby estaba lanzado e insistió. Claro, él podía permitirse hacer ese tipo de cosas. Tenía una expresión amigable y una risa atractiva y una forma de decir «hola» que hacía que los desconocidos pensaran que lo conocían de algo. A mí me habrían cerrado la puerta en las narices, pero con Bobby la esposa de la segunda casa hasta nos preparó un chocolate instantáneo.
Y tenía la motivación. Yo conseguía doscientos dólares por cada venta, pero Bobby sacaba ciento cincuenta cada vez que yo o alguno de los otros conseguía una venta. Por eso todos queríamos ser jefe de grupo, porque te pagaban por hacer que otros hicieran el trabajo.
Los papeles que Bobby tenía en aquellos momentos en las manos eran los de Karen y Cabrón. Le había dado los documentos equivocados. El alivio que había sentido momentáneamente al escapar del redneck desapareció. La sensación de estar bajando a toda velocidad por una montaña rusa volvió a adueñarse de mí.
– Perdón -dije. Me estaba aguantando, encogiendo los músculos abdominales para evitar que el miedo se me notara en la voz. Era como tratar de contener la sangre de una herida. Yo sabía que cuanto más tiempo pasara, cuanto más tiempo pudiera pasar llevando una vida normal, menos me acordaría de la imagen de Karen tendida en el suelo, con los ojos muy abiertos y un boquete en la frente, rodeada por un charco de sangre. Olvidaría el olor acre y metálico del aire-. Esa es la que al final no ha cuajado. -Busqué en mi cartera y saqué la documentación de la venta que sí había hecho, la de la pareja silenciosa de la caravana verde y ruinosa. La de los dos niños y los cuatro perros. La del tufillo a facturas sin pagar. Había sido coser y cantar.