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Bobby le echó un vistazo, asintió con gesto aprobador.

– Tiene buena pinta -dijo antes de guardar los papeles en su cartera-. No creo que haya ningún problema para aprobarla.

Yo había perdido más de una comisión y bonificación por solicitudes de crédito que no habían sido aprobadas. Incluso perdí una muy, muy importante. En mi tercera semana en el trabajo, llamé a una puerta y me abrió un hombre huesudo, blanco como el queso de nata, con un bañador muy escaso, y calvo salvo por una franja de pelo no más ancha que la correa de un reloj. Me sonrió y dijo:

– ¿Qué vendes?

Por alguna razón intuía que la palabrería habitual no me serviría, así que fui sincero y le dije directamente que vendía enciclopedias.

– Entonces ven conmigo ahí atrás -me dijo el hombre-. A ver qué puedes hacer.

Galen Edwine, mi anfitrión, estaba en mitad de una barbacoa con otras ocho o nueve familias. Mientras los niños jugaban en la piscina desmontable, me los gané a todos… Casi veinte adultos bebiendo cerveza, comiendo hamburguesas, riéndose de mis chistes. Era como si me hubieran contratado para entretenerlos. Y cuando salí de allí, había vendido cuatro enciclopedias. Cuatro. Un gran éxito. Los grand slams existían, pero eran lo bastante raros como para ser una leyenda. Aquel día conseguí mil dólares de bonificación por el grand slam, lo que significa que en total me saqué mil ochocientos dólares.

Solo que al final no los conseguí, porque ninguna de las solicitudes fue aprobada. Ni una. Ya me había pasado antes, y me ha vuelto a pasar, y fastidia bastante, pero lo de aquel día me afectó de verdad. Tenía un grand slam en mis manos y acabó en nada. Aun así, la hazaña se difundió y, aunque al final me quedé sin comisiones, me gané cierto respeto.

– Bueno -insistió Bobby-, ¿qué ha pasado con estos? -Y levantó la solicitud de Karen y Cabrón.

Yo meneé la cabeza.

– Se echaron atrás cuando les hablé del cheque.

– Mierda, Lemmy. ¿Consigues entrar y no puedes sacarles un cheque? No es propio de ti.

Yo me encogí de hombros con la esperanza de que la conversación terminara pronto.

– No sé, las cosas han salido así.

– ¿Cuándo ha sido?

Quizá tendría que haber mentido, pero no se me ocurrió. No entendía adónde quería ir a parar con aquello.

– No lo sé. Esta noche. Hará unas horas.

Bobby estuvo mirando unos momentos la solicitud, como si buscara algún detalle olvidado.

– Volvamos. Si ha sido hace poco, seguro que puedo convencerlos.

Yo apoyé una mano en el coche para mantener el equilibrio. Meneé la cabeza. No pensaba volver a la escena del crimen. -No creo que sirva de nada.

– Vamos, Lem. Yo puedo convencerlos. ¿Qué pasa, no quieres el dinero? ¿No quieres la bonificación? Comisión más bonificación. Estamos hablando de otros cuatrocientos para ti.

– No creo que funcione, nada más. No quiero volver.

– Pues yo quiero intentarlo. ¿Dónde está Highland Road?

– No me acuerdo. -Aparté la vista.

Bobby hizo ademán de ir hacia la tienda. Supuse que preguntar la dirección al tipo que había estado a punto de darme una patada en el culo, el mismo que me había visto entrar en la casa de Karen y Cabrón, y después volver a la casa sería peor que volver directamente. Di un suspiro, le dije a Bobby que ya me acordaba del camino, y volvimos con el coche hasta la caravana. Solo estaba a unos minutos por aquellas calles silenciosas, pero pareció que tardábamos una eternidad en llegar, y a la vez muy poco. Bobby detuvo el coche junto al bordillo, se apeó y cerró la puerta tan fuerte que pestañeé.

La caravana parecía tranquila. Espeluznantemente tranquila. Como un faro de quietud en medio del océano de los estridentes sonidos de los insectos. Ninguna caravana me había parecido nunca tan callada como aquella. En algún lugar, no muy lejos, un perro ladró… un ladrido imperioso que los perros reservaban para cuando un sospechoso de asesinato andaba cerca.

Bobby se dirigió hacia la caravana, subió los tres escalones agrietados de hormigón y llamó al timbre.

Yo miraba arriba y abajo de forma compulsiva. Un Datsun viejo pasó por una calle perpendicular poco más allá. ¿Había aminorado para mirarnos? Era difícil decirlo.

Bobby volvió a llamar al timbre y esta vez se apoyó contra la puerta mosquitera y golpeó con suavidad bajo la mirilla, si es que es posible golpear con suavidad. Y a mí se me ocurrió que si los despertaba no iban a firmarle ningún cheque.

Desde los escalones, Bobby se inclinó para mirar por el cristal de la ventana de la cocina. Estaba convencido de que entraría como fuera.

– Dios -dijo-. O no están en casa o están muertos.

Yo me reí, y entonces me di cuenta de que no había dicho nada divertido y me callé. Volvimos al Cordoba y me instalé en el asiento del acompañante. Nos dirigimos al punto donde teníamos que recoger a otro de los vendedores. Yo respiraba con miedo y con una indescriptible sensación de alivio.

El aire acondicionado era insuficiente y traté de encogerme contra el frescor del cuero del asiento. Quería desmayarme, quería llorar y, en cierto modo, quería que Bobby me abrazara. Pero Bobby estaba ocupado intentando sintonizar una emisora en el dial, y finalmente lo dejó en una en la que cantaban los Blue Oyster Cult. No sé por qué, pero la insistencia de la canción en que no temiera a la muerte no me hizo sentirme mucho mejor.

– Una venta no está mal -dijo, pensando tal vez que necesitaba que me subieran la moral-. No está mal para un día de trabajo. Aunque una doble es mejor, ¿no?… ¿Sí? Mañana seguro que lo consigues. Eres un as, Lem. Lo estás haciendo muy bien.

Si no me hubiera sentido tan aturdido por el doble asesinato, seguramente las palabras positivas de Bobby me habrían animado. Yo detestaba anhelar de aquella forma sus elogios, como si ser un buen vendedor, como si vender una enciclopedia a unas personas que nunca la usarían y que no podían permitirse comprarla fuera algo que mereciera unas palmaditas en la cabeza.

Buen perro, Lem. Pero me encantaba. Había dos personas muertas, con un agujero en la cabeza, con sus sesos y su sangre salpicados por el linóleo, y yo halagado por las palabras de Bobby.

Los otros tres chicos del equipo de Fort Lauderdale -Ronny Neil, Scott y Kevin- subieron uno a uno al asiento de atrás, cada uno en su parada. Todos me miraban con resentimiento porque Scott estaba gordo y no comulgaba con la imagen convencional de la higiene personal, así que los tres iban bastante apretados. En cambio yo iba la mar de cómodo, respirando un aire relativamente agradable.

Kevin era un tipo reservado, más bien bajo y recio, pero afable. Era fácil olvidarse de su presencia incluso en los trayectos largos. Se reía de los chistes de los demás, pero él nunca contaba ninguno. Siempre estaba de acuerdo cuando alguien decía que tenía hambre, pero seguramente se habría muerto antes que sugerir que paráramos a comer algo.

En cambio, Ronny Neil y Scott no eran tan tímidos. Habían empezado juntos y eran como compañeros de un mismo pueblo que se han alistado en el ejército y han sido destinados al mismo pelotón. Por lo que había visto, su amistad consistía en que Ronny Neil le diera collejas a Scott y le llamara gordo.

Ronny Neil se consideraba extraordinariamente guapo, y tal vez lo era. Tenía unos rasgos muy marcados y grandes ojos marrones, el tipo de ojos que yo creía que a las mujeres les gustaban. Pelo liso y de color de paja que le llegaba hasta los hombros. Musculoso, y aunque en nuestro trabajo no quedaba tiempo para hacer pesas, alguna vez lo pillé haciendo flexiones y abdominales en la habitación del motel. En aquella época yo me las ingeniaba para levantarme temprano y salir a correr un poco antes de la reunión de la mañana, y Ronny Neil me decía que levantara pesas en vez de hacer aquel deporte de chicas. Aunque por lo bajo musitaba que si hay una cosa que tiene que saber hacer un judío es correr.