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Lo del abotargamiento era raro, desde luego, pero lo que más me llamó la atención fue el pelo. Lo llevaba afeitado casi como un militar, pero por detrás le llegaba hasta los hombros. Ahora ese corte está de moda. Pero en 1985 yo nunca lo había visto, no tenía ni idea de qué era ni de cómo se llamaba, o por qué alguien podía hacerse algo así, como no fuera por el ahorro que suponía llevar dos cortes en una misma cabeza. Lo único que sé es que me pareció tremendamente ridículo.

– ¿Adónde vas? -me preguntó. Su voz se alabeó bajo el peso de su acento pastoso, decididamente de Florida. Mitad pastel de pacana, mitad de lima. Estábamos a unos cincuenta kilómetros de Jacksonville, y los acentos muy marcados eran la norma.

Yo vivía en Florida desde tercer curso, y hacía tiempo que me daba miedo cualquiera que no viviera en alguno de los grandes centros urbanos. No lo consideraba una señal de cobardía, sino sentido común. A pesar de la creencia general de que ciudades como Fort Lauderdale, Jacksonville y Miami no son más que suburbios de Nueva York o Boston, en realidad estaban llenas de antiguos habitantes de Florida, una minoría que incluía a confederados con banderas e himnos, y a aficionados a quemar cruces. En estas ciudades vivía también gente llegada de todo el país, así que el balance quedaba suficientemente equilibrado.

Pero si sales a una zona rural descubrirás que la población es mucho menos cosmopolita.

Yo estaba en una zona rural, lo que significa que el «Dale una patada a mi culo de judío», que llevaba grabado en la frente y solo veían los que preferían el cantante Hank Williams junior al cantante Hank Williams padre, empezó a parpadear y a lanzar chispas. Traté de dedicarle una sonrisa educada al conductor de la camioneta pero no resultó, y me salió una sonrisa torcida y cohibida.

Por un instante se me pasó por la cabeza soltarle el rollo de que estaba en el vecindario para hablar con los padres sobre educación, pero supe de inmediato que no sería buena idea. El tipo abotargado, con el pelo raro y la camioneta reluciente, transmitía un bajo nivel de tolerancia para tonterías. Mi jefe, Bobby, seguramente habría salido airoso con el cuento de la educación. Qué diablos, Bobby seguro que le habría vendido algo, pero yo no era Bobby. Era bueno, probablemente el mejor del equipo de Bobby… el mejor que Bobby había encontrado en mucho tiempo.

Pero no era Bobby.

– Soy vendedor -dije, y como si alguien hubiera encendido un interruptor, me di cuenta de que no solo me sentía inquieto: tenía miedo. A pesar del calor, sentí frío, y mis músculos se pusieron en tensión-.Voy de puerta en puerta -añadí. Me quité la bolsa del hombro y la dejé en el suelo, entre mis zapatillas de deporte negras.

El hombre se inclinó un poco más hacia mí y sonrió, enseñando una boca llena de dientes dispuestos de manera totalmente aleatoria. En particular, los dos de delante eran largos como los de un conejo, pero estaban demasiado espaciados y apuntaban en direcciones opuestas. Este detalle resaltaba aún más por su inusual blancura. Deseé no haberlos visto, porque me iba a costar no mirarlos.

– ¿Tienes permiso para hacerlo?

Cogió algo que tenía entre las piernas y vi que era una botella casi llena de Yoo-hoo, batido de chocolate. Se la llevó a la boca y la dejó allí durante más de diez segundos. Cuando volvió a bajarla, la botella estaba medio vacía. Supongo que un optimista diría que estaba medio llena.

Un permiso. No sabía que necesitara un permiso. ¿Lo necesitaba? Bobby no había dicho nada de eso; se había limitado a llevarme hasta allí y a decirme que trabajara duro en el parque de caravanas. A Bobby le encantaban los parques de caravanas.

Tenía que centrarme, actuar con confianza, pensar que aquel hombre no intentaría hacer ningún disparate en mitad de la calle, por mucho que fuera una calle siniestramente desierta.

– Mi jefe me ha dicho que viniera a vender aquí -dije mirando al suelo, en vez de a sus dientes.

– No te he preguntado quién te ha dicho nada -repuso el otro meneando la cabeza con tristeza al comprender el lamentable estado de las cosas-. Te he preguntado si tenías permiso.

Traté de convencerme de que no había razón para tener miedo. Era normal que estuviera nervioso, sí. Inquieto, en guardia… Pero el caso es que me sentía como si tuviera diez años y me hubieran pillado en el patio de un vecino gruñón o jugando con las herramientas del padre de un amigo.

– ¿Necesito un permiso?

El tipo de la camioneta clavó sus ojos en mí. Torció el labio, en un gesto que era como hacer pucheros y fruncir el ceño a la vez.

– Contesta a la pregunta, chico. ¿Es que eres idiota?

Yo meneé la cabeza, en parte por incredulidad y en parte para contestar a su pregunta.

– No tengo permiso -dije. Quería apartar la mirada, pero sus ojos estaban fijos en mí.

Y entonces el redneck * estalló en una enorme sonrisa.

– Bueno, -entonces es una suerte que no lo necesites, ¿eh?

Tardé un minuto en comprender, y entonces traté de reír como si le viera la gracia.

– Sí, supongo que sí.

– Escucha. Será mejor que no te busques problemas. ¿Sabes lo que le pasa aquí a la gente que viola la ley?

– ¿Les obligan a chillar como cerdos? -No quería decirlo, pero a pesar del miedo se me escapó. Podía haberle pasado a cualquiera.

Los ojos oscuros del redneck se entrecerraron sobre la larga nariz.

– Te crees muy gracioso, ¿eh?

¿Qué clase de pregunta era aquella? ¿Es que podía haber hecho aquel comentario con otro propósito que no fuera hacerme el gracioso? Preferí no señalárselo.

Cuando la gente dice que nota el gusto metálico del miedo en la boca, normalmente se refieren a un sabor como de cobre. Y en aquellos momentos yo notaba el sabor del cobre en la boca.

– Solo quería quitarle paja al asunto -conseguí decir con una expresión forzada de calma y afabilidad.

– ¿Y qué hace un gracioso como tú por aquí? ¿Por qué no estás en la universidad?

– Estoy intentando reunir el dinero para poder pagarla -dije con la esperanza de impresionarle.

No lo conseguí.

– Míralo. A ver si voy a tener que bajarme y darte un buen cachete en el culo.

Era imposible contestar a aquello de forma digna. Quizá Bobby se habría encogido de hombros y se habría metido al de la camioneta en el bolsillo con algún chiste modesto. Y al momento ya estarían los dos riendo como viejos amigos. Pero yo no. Lo único que se me ocurría eran comentarios serviles… o me imaginaba una versión alternativa de mí mismo, un Lem que se acercara a la ventanilla y le golpeara en la cara hasta que le reventara la nariz y su ridículo corte de pelo se manchara de sangre. El Lem no alternativo no hacía esas cosas, pero tenía la impresión de que si alguna vez lograba hacerlo, si conseguía ser el tipo de persona capaz de golpear a quien se meta con él, aquello quedaría escrito en mi cara, en mi cuerpo, en mi porte y nunca más tendría que aguantar que me humillara ningún matón que se crece al ver que es más fuerte que yo.

– No lo creo -dije al final-. Técnicamente no creo que haga falta que me dé ningún cachete en el culo.

– Eres un hijo de puta, ¿lo sabías? -me dijo el tipo, y subió la ventanilla haciendo rotar sus gruesos brazos mientras giraba la manija.

Cogió una carpeta del asiento del acompañante y se puso a hojear unos papeles. Después de lamerse el índice y el pulgar como si fueran helados, pasó unas hojas. Los dos dientes frontales asomaron por la boca y empezaron a mordisquear el labio inferior.

Hijo de puta. Me habían llamado cosas peores, pero me dolió. Sin embargo, mirándolo por el lado positivo, el redneck había subido la ventanilla, así que mis miedos se fueron apagando hasta convertirse en un leve pálpito. Ya podía seguir mi camino; aunque seguía con un ojo puesto en mí, aquel redneck tan espeluznante me había despachado.

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* Redneck: palabra con la que se describe a un blanco pobre del sur de Estados Unidos, con todos los rasgos negativos de racista, inculto y retrógrado.