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Cada vez que paraba a recoger a alguno de los chicos en la tienda que habíamos acordado, Bobby se apeaba, se iba con él a la parte de atrás y abría el maletero para que los otros no oyéramos la conversación. Y, cuando subían, no podías preguntar si habían conseguido una venta o no. No podías preguntar cómo les había ido. No podías hablar de nada de lo que te había pasado ese día, a menos que no tuviera nada que ver con las ventas. Bobby y los otros jefes no podían evitar que los chicos hablaran. Si alguien conseguía una venta triple o un grand slam, o una doble, a la mañana siguiente todo el mundo se había enterado, pero no podías decirlo en el coche.

Aquellas normas no parecían concernir a Ronny Neil, que no sabía tener la boca cerrada, ni en cuanto a ventas ni sobre cualquier otro asunto. Ronny Neil tenía un año más que yo y había ido a un instituto que estaba en la otra punta del condado, así que no lo conocía. Pero la maquinaria de los rumores me había hecho llegar algunos detalles interesantes. Según decían, había sido un buen lanzador en el equipo de rugby del instituto, pero él estaba convencido de que era buenísimo y de que le darían una beca como jugador. Al final, la única oferta que recibió fue la de una universidad de Carolina del Sur, históricamente negra, que estaba interesada en diversificar su población estudiantil. Ronny Neil se fue muy ofendido y regresó al final de su primer año con la beca revocada. Aquí los detalles son algo confusos. Lo echaron porque no pudo mantener sus notas, porque se vio implicado en un sórdido escándalo sexual que la universidad deseaba acallar por todos los medios, o -y este era mi favorito- porque no fue capaz de callarse la palabra «negrata» ni siquiera cuando los alumnos negros le superaban en una proporción de trescientos a uno.

Cuando volvíamos al motel, él siempre nos hablaba de sus ventas y compartía con nosotros algunos de los incidentes más inverosímiles de su colorida vida. Nos contó que durante un tiempo lo habían cogido como bajista de Molly Hatchet, que le habían pedido que se alistara en los SEAL de la Marina, que le había metido mano a Adrienne Barbeau después de la boda de su primo -aunque nunca quedó muy claro qué hacía una estrella de cine en la boda del primo de Ronny Neil-. Y contaba estas historias con tanta seguridad que a veces me preguntaba si no tendría yo una imagen deformada del universo. ¿Es posible que viviera en un mundo en el que Adrienne Barbeau dejara que le metiera mano un imbécil como Ronny Neil Cramer? No parecía muy probable, pero, claro, ¿cómo podía estar seguro?

Aunque también alardeaba de cosas que sí eran ciertas. Como la última vez que estuvimos en Jacksonville y robó una llave maestra de uno de los carritos de la limpieza y se coló en media docena de habitaciones, y robó cámaras, relojes y dinero en metálico de las carteras. El tipo se moría de risa cuando vio a Sameen, el propietario indio, defendiendo a su mujer -que era la que se encargaba de la limpieza- de la acusación de ladrona. Nos dijo que el año anterior, antes de las elecciones, se había puesto traje y corbata y fue por todas partes pidiendo donativos para la campaña del partido Republicano. Hacía que la gente extendiera los cheques a nombre de «R. N. C», y luego él completaba el apellido. Y en los sórdidos bancos de la Autopista Federal no tenían problemas para hacer efectivos los cheques a nombre de R. N. Cramer.

Esa noche estaba hablando de una pelirroja que no había dejado de insinuársele mientras su marido miraba con impotencia.

– ¿Seguro que no era el marido el que te quería? -pregunto Scott, y las palabras salieron en forma de un escupitajo chillón a causa del marcado defecto de pronunciación que tenía.

– Cí, ceguro -dijo Ronny Neil. Y le dio un manotazo en la oreja-. Hueles peor que un montón de mierda, lengua-rota.

Para ser alguien a quien acababan de insultar, golpear e imitar a causa de un defecto en el habla, Scott se lo tomó muy bien. Sentí un ramalazo compasivo de rabia por una persona a la que no podía soportar.

– ¿Cómo sabes cómo huele un montón de mierda si no te has acercado a olerlo? -preguntó Scott sabiamente.

– Imbécil, cómo huele un montón de mierda porque eztoy centado al lado de uno. -Aun así, Ronny Neil miró para otro lado, abochornado ante la facilidad de respuesta de Scott.

Cuando llegamos al motel, atravesamos el aparcamiento principal, situado entre dos zonas de aquel complejo de dos pisos en forma de L. Allí estaban los coches de los perdidos, los errantes, los que se habían quedado sin gasolina, los fatigados, gente que había dejado sus sueños en el norte o el oeste y que ahora estaban deseando que su vida cobrara sentido a partir de algo tan simple como la ausencia de nieve. A la luz del día, los edificios eran de color verde claro y turquesa, una sinfonía cromática de Florida. Por la noche parecían desoladoramente grises.

Entramos en la habitación del Jugador. Su verdadero nombre era Kenny Rogers, así que lo del apodo había sido deprimentemente inevitable, aunque nosotros hablábamos como si fuera el summum del ingenio. Según me parecía entender, el Jugador no era el propietario de la empresa que tenía el acuerdo con Enciclopedias Champion, pero ocupaba un puesto importante. La cadena de mando quedaba perdida en una maraña de cargos -intencionadamente, sospechaba yo-, pero una cosa sí sabía: cada enciclopedia que se vendía reportaba dinero al bolsillo del Jugador.

Seguramente tendría cincuenta y tantos, aunque aparentaba menos. El pelo blanco y algo largo le daba un aire angelical, y tenía una de esas sonrisas espontáneas que le convertía en un as de las ventas. Cuando hablaba contigo te miraba directamente a los ojos, como si fueras la única persona en el mundo. Sonreía a todos con una especie de afecto, y las arrugas que rodeaban sus ojos se marcaban con buen humor. «Un jodido vendedor nato», lo había llamado Bobby. Aún vendía puerta por puerta dos o tres días por semana, para mantenerse en forma, y corría el rumor de que hacía más de cinco años que no perdía una venta.

Cuando entré, el Jugador aún no había llegado. Siempre era el último en aparecer, y entraba como una estrella de cine. Ronny Neil y Scott estaban en el rincón, hablando bien fuerte del camión que el primero tenía y de lo grandes que eran las ruedas. Y que un poli le había parado por conducir demasiado deprisa pero le dejó marchar porque se quedó prendado de los neumáticos.

Finalmente, el equipo de Gainsville del Jugador entró con el aire de superioridad y las maneras propias del séquito de un rey. El Jugador conducía una furgoneta, lo que significaba que su equipo era grande -nueve personas en total-, aunque solo había una mujer. Aquel oficio era especialmente duro para las mujeres, e incluso las buenas no duraban más de dos o tres semanas. Raro era el equipo en el que había más de una mujer. Las largas horas caminando por calles desiertas, el hecho de tener que entrar solas en casa de desconocidos, los clientes lascivos y las insinuaciones de los otros vendedores hacían estragos entre ellas y, con gran pesar, yo tenía la sospecha de que aquella tampoco duraría. A pesar de eso, no había dejado de pensar en ella desde que apareció el fin de semana anterior.

Chitra. Chitra Radhakrishnan. Durante aquella semana me había descubierto varias veces pronunciando su nombre en voz alta solo por el placer de oírlo. El nombre me sonaba un poco como su acento. Suave, melodioso, lírico. Y era guapa. Sorprendente. Mucho más que ninguna mujer a la que yo me considerara con derecho a admirar, aunque fuera de lejos. Alta y delicada, con piel de color caramelo, pelo negro recogido en una cola de caballo y ojos grandes del color del café con leche desnatada. Los dedos eran largos y afilados, rematados con un llamativo pintaúñas rojo, y llevaba montones de anillos de plata, incluso en el pulgar, cosa que yo no había visto nunca.