Apenas la conocía, solo había charlado una vez con ella, pero sus palabras me habían resultado electrizantes. A pesar de todas estas cosas, no habría sabido decir por qué me había cautivado. Había otras mujeres en el grupo, aunque no muchas, y, en el sentido más objetivo de la palabra, las había mucho más guapas, pero nunca me había dado por enamorarme de ninguna.
Tuve que plantearme la posibilidad de que fuera porque era extranjera. Quizá el hecho de que fuera hindú en medio de tantos blancos la convertía en una inadaptada y por tanto en alguien inaccesible. O quizá, a pesar de su belleza, que era mucha, había algo de torpeza en ella, la manera de andar, la forma ausente y modesta con que ladeaba la cabeza al hablar.
Fuera lo que fuese, yo no era el único que la admiraba. Incluso Ronny Neil, que se quejaba amargamente de sus interacciones diarias con la escoria extranjera, no podía apartar los ojos de ella. Se levantó y se le acercó, así, sin más. Y las palabras le salieron como si nada. Lo único que pude oír fue «Hola, niña», y Chitra le sonrió como si le hubiera dicho algo por lo que valiera la pena sonreír.
Sentí una ira reconfortante… reconfortante por su familiaridad y porque no tenía nada que ver con el asesinato, que durante unos momentos quedó aparcado en algún rincón de mi mente. Entiendo que a Ronny Neil le gustara Chitra. Era guapa. Para él eso era suficiente. Pero ¿por qué se dignaba ella dirigirle siquiera la palabra? Sin duda, era la antítesis de Ronny Neil, con su timidez y su modestia, sus miradas escépticas al Jugador, la bondad que irradiaba del mismo modo que Ronny Neil irradiaba maldad.
Apenas la conocía, pero estaba convencido de que era inteligente y razonable, y sabía que era de la India. Vivía en Estados Unidos desde los once años -me lo había dicho en una breve conversación que conseguí mantener con ella el sábado anterior, por la noche-, pero seguía siendo una extranjera. Hablaba bien el inglés, porque antes de venir había estudiado, pero lo hacía con la misma formalidad que muchos extranjeros, como si siempre estuviera tropezando con algo, siempre estuviera tomando decisiones, preocupada por posibles errores.
Para mí, el hecho de que fuera extranjera incrementaba las posibilidades de que no fuera capaz de reconocer la estupidez que burbujeaba en el interior de Ronny Neil. No creo que tuvieran rednecks en Uttar Dinajpur, el sitio de donde me dijo que venía. Tendrían sus propios gilipollas, claro, típicos de Uttar Dinajpur -gilipollas que sacaran estúpidas banderas cuando entraban en un bar o un restaurante de Uttar Dinajpur-, pero para un estadounidense seguro que sería difícil reconocerlos por lo que eran. Chitra era lista, y aun así es posible que Ronny Neil fuera totalmente ininteligible para ella. Y por eso yo no le quitaba el ojo de encima. Para protegerla.
Ronny Neil se sentó junto a ella y empezaron a charlar en voz baja. No poder oír lo que decían me ponía furioso y por un momento se me ocurrió acercarme e instalarme entre los dos. El problema es que eso me habría hecho parecer ridículo y desesperado, y mi situación habría empeorado considerablemente.
Por el momento, preferí quedarme donde estaba. La semana antes, después de beberme dos latas de cerveza, había logrado reunir el valor para sentarme junto a ella y presentarme de modo informal. Ella escuchó mis consejos de vendedor, se rió de mis batallitas con una risa espontánea, contagiosa, casi convulsiva, que brotaba con una ligera sacudida del tronco. Y me habló de las novelas que le gustaban, de que cuando acabara el verano empezaría a estudiar en Mount Holyoke, donde había decidido hacer una doble especialidad en filosofía y literatura contemporánea. Le encantaba vivir en Estados Unidos, pero añoraba la música de la India, la comida callejera, las docenas de variedades de mango que había en los mercados. La conversación fue maravillosa, prometedora, pero no me lancé hasta casi las dos de la mañana, y apenas había conseguido superar el nerviosismo inicial cuando la chica anunció que necesitaba dormir un poco.
La vi a la mañana siguiente, pero me limité a sonreír educadamente y decir buenos días para no demostrar que me gustaba. Ahora estaba muy quieto, mantenía la mirada apartada tanto como podía y entonces lanzaba alguna miradita. Y al final me quedé mirando cómo hablaban mientras trataba de no recordar los dos cadáveres que había visto esa noche. Aunque en realidad lo de «cadáveres» sonaba un poco aséptico. La verdad es que no había visto dos cadáveres. Había visto a dos personas vivas que se convertían en cadáveres. Eso tendría que haber bastado para apartar mi pensamiento de Chitra, de la curva grácil de su cuello, del canalillo que se insinuaba por el escote de su blusa blanca. Tendría que haber bastado, pero no fue así.
Entretanto, el Jugador ya había empezado a hablar. Había dicho algo sobre la importancia de la actitud, sobre el hecho de que la gente estaba deseando comprar lo que nosotros vendíamos.
– Oh, sí, amigos míos -exclamó. Tenía el rostro sonrojado, pero no por el esfuerzo, sino con el rubor propio de la plenitud-. Los veo ahí fuera cada día. Ante sus casas, con sus piscinas de plástico, sus triciclos y sus estatuas de niños negros. Sabéis lo que son, ¿verdad? Son cutres. Quieren comprar algo. Sus ojos ávidos no dejan de buscar, y piensan «¿Qué puedo comprar? ¿En qué puedo gastar mi dinero que me haga sentirme mejor?» -El Jugador hizo una pausa, se desabrochó el botón de su camisa azul y se aflojó el nudo de la corbata con un dedo, como el cómico Rodney Dangerfield en su programa No respect-. Porque, veréis, ellos no entienden lo que es el dinero. Vosotros sí. Quieren deshacerse de él. Quieren que lo tengáis vosotros. ¿Sabéis por qué? Porque está bien tener dinero. ¿Conocéis esas canciones? Ya sabéis, esas que dicen que el dinero no importa. Solo el amor es importante. Sí, eso mismo. El amor. Encuentras a tu amor especial y, mientras podáis estar juntos, lo demás no importa. Podéis vivir en una choza ruinosa, tener un coche viejo y hecho polvo, pero no importa, porque os queréis. Qué bonito.
Y entonces lo hizo. Extendió los brazos, como si estuviera a punto de abrazar a un oso y se quedó en esa pose. No lo hacía en cada sesión, ni siquiera cada fin de semana, pero ya le había visto hacerlo tres o cuatro veces. Era de lo más teatral, pero a la gente le encantaba. Todos se pusieron a aplaudir y a vitorearlo, mientras él se mantenía en aquella posición durante veinte o treinta segundos. Luego siguió con el discursito.
– Sí -dijo-, muy bonito. Pero lo que no dicen esas canciones es lo que pasa cuando el tipo de un barrio más acomodado pasa con su Cadillac nuevo de camino a su bonita casa y le guiña un ojo a tu mujer enamorada que está plantada delante de su casita ruinosa. Entonces el coche hecho polvo no te parece suficiente.
»La gente a la que vendemos está buscando algo. Y vosotros también. Están buscando lo que vosotros podéis darles… la sensación de estar haciendo lo correcto. Señor, es tan bonito… ¿Creéis en Dios? Porque tendríais que darle las gracias ahora mismo por haberos permitido encontrar este trabajo que os permite ayudar a otros mientras os ayudáis a vosotros mismos.
Y siguió con lo mismo durante otra media hora. El Jugador conseguía que los que habían logrado hacer una venta se sintieran como reyes, y los que no, estuvieran deseando salir allá afuera y volver a intentarlo. Aquel hombre tenía una energía increíble que yo veía y entendía, pero me dejaba indiferente. Allá donde los demás se alimentaban de su entusiasmo, yo veía mezquindad, como si no fuera el dinero sino la ira la que le permitía seguir adelante. Yo veía a un hombre dispuesto a robarle alegremente la pobre esposa enamorada a un hombre pobre pero enamorado por el simple placer de hacerlo.
– Bueno, hay otra cosa -dijo el Jugador a la chusma. Estaba sin aliento, ligeramente encorvado, y respiraba hondo-. Acabo de enterarme de que podría haber un periodista interesado en nosotros. No conozco los detalles, pero esa persona quiere estudiar de cerca lo que hacemos. Es posible que incluso esté ya entre nosotros. Así que dejad que os diga una cosa, amigos. Un titular como «Vendedores de enciclopedias llevan el conocimiento y abren posibilidades a familias necesitadas» no vende tanto como «Vendedores de enciclopedias engañan al consumidor». Por mucho que cueste creerlo, así es como quieren mostrarnos. Así que, si un periodista se acerca a alguno de vosotros, no quiero que le digáis nada. «Sin comentarios.» ¿Me habéis oído? Averiguad cómo se llama, para quién trabaja, y si podéis conseguir una tarjeta de visita y traérmela, mejor. ¿Estamos todos de acuerdo?