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– ¡Sí! -corearon todos con voz atronadora.

– Esa gente quiere que dejéis de ganar dinero y que nuestros clientes no tengan acceso al conocimiento. No sé qué problema hay, pero mientras yo sea el responsable de este grupo, seguiremos haciendo del mundo un lugar mejor y de paso ganaremos mucho dinero.

Después de la reunión, todos salimos hacia la piscina, como hacíamos todas las noches.Yo me movía entre los demás tratando de no perder de vista a Chitra. Oí que le decía algo a Ronny Neil y se iba. Él vaciló y la siguió, aunque me dio la impresión de que no iban juntos.

Junto a la piscina, los jefes de equipo cogían cajones de cerveza y los metían en las neveras. Alguien sacaría una radio o un casete. Si a la gente de las otras habitaciones les molestaba el ruido, nunca dijeron nada.

Yo siempre me unía al grupo, al menos durante un rato, pero aquella noche no estaba de humor. Necesitaba estar solo. La reunión había sido una tortura, pero al menos me había servido para distraerme un poco. Ahora que volvía a estar solo, necesitaba marcharme. No estaba de humor para conversaciones insustanciales y chistes estúpidos. Tenía miedo de echarme a llorar si me tomaba una o dos cervezas.

Volví a mi habitación. Había dos camas para cuatro personas. Ronny Neil quería una para él solo, y Scott y Kevin dormían juntos, lo que significa que yo tenía que dormir en el suelo. La habitación no la pagábamos nosotros, así que no podía quejarme. Era difícil saber en qué medida se debía a la habitación y en qué medida a los inquilinos, pero el caso es que cuando entré el olor a humedad, a sudor, a cigarrillos y a cerrado fue como una bofetada. Aun así, la sensación de soledad e intimidad me reconfortó.

Me senté un momento, con la vista clavada en la pantalla vacía y gris del televisor. Quizá dirían algo de los asesinatos. Quizá debería encenderla. Seguí mirando, pensando con miedo en lo que podría ver o dejar de ver, y entonces, en un arrebato de valentía, me levanté y la encendí.

Las noticias de la noche ya habrían terminado, pero supuse que, si había un asesinato, las cadenas locales aprovecharían para utilizar su equipo normalmente inútil. Nada. Ni coches de policía ni helicópteros sobrevolando la caravana. Me senté en el borde de la cama, con las manos apretadas contra la colcha raída, que olía a ceniza y loción para el afeitado, y mis ojos desenfocados miraron a Johnny Carson, que se reía histéricamente ante Eddie Murphy. En realidad no tenía ni idea de qué o a quién estaría imitando Eddie Murphy, pero la risa de Johnny Carson me tranquilizó. ¿Es posible que hubiera presenciado un crimen en un mundo lleno de risas como la de Carson?

Ojalá hubiera podido dudarlo, pero había demasiados interrogantes. Así que abrí el cajón de la mesita de noche y saqué la guía telefónica para buscar Oldham Health Services. No había nada en las Páginas Amarillas, ni en las Páginas Blancas de empresas. Lo cual no demostraba nada. Podía estar razonablemente cerca pero pertenecer a otro condado, y si no sabía dónde estaba, difícilmente podía encontrar el número y llamar para preguntar quiénes eran y… ¿y qué? ¿Si conocían a un tipo que se llamaba Cabrón? No me apetecía nada tener una conversación como aquella.

Me levanté y miré por la ventana, apartando la gruesa cortina marrón a un lado y tratando de no toser por el polvo. Habría unas treinta personas allí afuera. El sonido de la música y las risas me llegaba a través de la ventana. Apagué un momento el aire acondicionado para poder oír algo. Lo único que reconocí fue el cascabeleo optimista de «Walking on Sunshine». Aquella canción sonaba por todas partes aquel verano y, aunque yo la detestaba, no se puede negar que era muy pegadiza. Anunciaba alegremente que en algún lugar la gente se estaba divirtiendo. Seguramente en todas partes. Y seguramente era una diversión estúpida y entumecedora, pero seguía siendo diversión. Y estar sentado en la habitación de un motel que olía a tabaco y tenía pegotes de semen seco en la moqueta, tratando de decidir si realmente había visto asesinar a dos personas aquella noche, era muchísimo menos divertido que caminar bajo el sol junto a la piscina, beber cerveza aguada y hasta puede que flirtear con Chitra.

Volví a mirar por la ventana y vi a Chitra, sentada en el borde de una silla reclinatoria, de las que utilizaban los bañistas de todo el país -y de todo el mundo, por lo que había oído- para ponerse morenos. Sus dedos largos, con anillos de plata y las uñas pintadas de rojo, sujetaban una cerveza. Al igual que los otros, Chitra aún llevaba puesta su ropa de trabajo, en su caso, unos pantalones anchos y negros y una blusa blanca. Parecía una camarera. Una bonita camarera.

El hecho es que en enero yo cumplía dieciocho y aquel asunto de la virginidad empezaba a preocuparme. No de esa forma que te empuja a visitar el puticlub, pero sí haciendo que me sintiera como si la vida pasara de largo. Era como si la gente que conocía estuviera invitada a una fiesta a la que a mí no se me permitía entrar. Oía la música, las risas y el tintineo de las copas de champán, pero no podía entrar.

Desde mi habitación veía el rostro sonriente de Chitra. Era una risa amplia, espontánea y desinhibida. Chitra era de esas chicas que no comprenden del todo el efecto que una chica guapa tiene en los hombres, y por eso creía que el mundo era mejor de lo que es. La brutalidad de gente como Ronny Neil era invisible para ella, no solo porque no habría reconocido a un redneck ni aunque lo hubiera visto derrapando con su cuatro por cuatro en su jardín, sino porque con ella no se portaban como gilipollas. No la insultaban, no la avasallaban ni le hacían sentir que estaba a punto de recibir una monumental patada en el culo. No, con ella tartamudeaban, le decían lo guapa que estaba, le cedían su asiento, le ofrecían un trozo de Kit Kat. Y, por un momento, sentí envidia… no de los que estaban cerca de Chitra, sino de Chitra y el bonito y fantástico y protegido universo en el que vivía.

En aquel momento echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa tintineante, tan estridente que pude oírla a pesar de la distancia, a través del cristal, por encima de la música. Estaba con un grupo de gente. Marie, de la oficina de Jacksonville, una pareja de Tampa, y Harold, de Gainesville, del que sospechaba era mi rival.

Al principio no reconocí al tipo que la había hecho reír. La sombrilla de la mesa estaba abierta en un ángulo extraño. Por la ropa vi que no se trataba de Ronny Neil y, de todos modos, Ronny Neil no era muy divertido. Podía contar algunos chistes guarros o racistas en el coche, pero eran bastante idiotas, y solo Scott se reía. No, sus chistes no harían que Chitra echara la cabeza hacia atrás y riera de aquella forma.

Y entonces vi al gracioso. Alto, delgado, vaqueros negros, camisa blanca abotonada hasta arriba, pelo más blanco que la camisa, de punta.

Era el asesino. Chitra estaba hablando con el asesino.

8

La escalera exterior estaba cubierta de latas vacías de Budweiser. El Jugador y Bobby y los otros jefes de equipo nos decían que no tiráramos cosas al suelo, pero no había forma humana de lograr que un puñado de vendedores de enciclopedias que después de un largo día estaban encantados de poder sentarse a tomar unas cervezas recogieran lo que ensuciaban. En realidad, mientras se vendieran libros a los jefes les daba lo mismo, y Sameen y Lajwati Lal, los propietarios del motel, se contentaban con que les pagaran la cuenta. Cada vez que íbamos a Jacksonville nos alojábamos allí, y no podían permitirse quejarse a un cliente habitual tan importante.