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– No quiero volver -dije en voz baja-. No puedo.

– ¿Quieres que vaya yo solo? ¿Que yo te salve el culo? Eso no es justo.

Estuve por decir que yo no había matado a Karen y a Cabrón, pero sabía muy bien cómo sonarían esas palabras viniendo de mi boca: absurdas y petulantes. Y no conviene ponerse petulante con un asesino.

Él me miró, ladeó la cabeza como un ciervo en un zoo de animales de granja.

– No me tendrás miedo, ¿verdad, Lemuel?

Podía haber sonado extraño o espeluznante, pero lo cierto es que aquellas palabras tenían algo de conmovedor. El asesino no quería que le tuviera miedo.

– No sé… -empecé a decir. Pero no supe cómo seguir.

– Ya te lo he dicho. No voy a hacerte daño. Tendrás que confiar en mí, porque estamos juntos en esto.

– Pues que se joda esto -anuncié-.Y tú también. -Y entonces, después de pensarlo mejor, añadí-: No es nada personal, lo que quiero decir es que yo no soy así. Esto no es mi vida. Yo no tengo nada que ver con asesinatos y muertes y violaciones de domicilios. No puedo participar en algo así. Lo primero que haré por la mañana será llamar a un taxi para que me lleve a la estación de autobuses y me iré a casa.

– Es una idea estupenda -dijo el asesino-. A veces huir es una estrategia razonable. Hay cosas de las que habría que huir. El problema, Lemuel, es que este asunto en particular correrá tras de ti. Entiendo que quieras olvidarte de todo, pero para que eso sea posible tendrás que colaborar un poco. Si huyes ahora, todos los ojos se volverán hacia ti.

No quería aceptarlo, pero sabía que tenía razón.

– No, no es cierto.

– No te culpo -dijo el asesino-, pero negar las cosas no te ayudará a salir del apuro. Lemuel, yo voy a sacarte de este apuro.

El hombre me miró, con una sonrisa beatífica en su rostro pálido, y le creí. Por inexplicable que fuera, le creí. Lo más razonable habría sido salir corriendo, dando gritos, parapetarme en mi habitación y llamar a la policía. Quizá fuera la única forma de salir de aquello, pero el asesino era tan suave, tan diestro, que sabía que no podría engañarle. Si llamaba a la policía, acabaría en la cárcel, y si desairaba al asesino, acabaría en la cárcel. No quería ir a ningún sitio con él. Era un asesino, y no quería quedarme a solas con un asesino.

– De acuerdo -exhalé.

– Ahora tenemos que encontrar ese talonario. Los dos, ¿de acuerdo? Puedes hacerlo.

Yo asentí, incapaz de decir palabra.

El asesino conducía un Datsun con portón trasero algo hecho polvo. Era de color carbón, o gris o algo así. Estaba demasiado oscuro para verlo con claridad. Yo me lo había imaginado al volante de un Aston Martin o un Jaguar o algo a lo James Bond, con asientos de eyección, torretas retráctiles con metralletas y un botón que lo convirtiera automáticamente en una lancha. Pero lo que allí había eran unas cuantas revistas viejas y varios envases de zumo vacíos en el suelo del asiento del pasajero. Y un montón de libros de bolsillo en el asiento de atrás, libros con nombres raros, como Liberación animal o Historia de la sexualidad, volumen I. ¿Cuántos volúmenes ocuparía una historia de la sexualidad?

Yo estaba nervioso. No se nos permitía salir del motel, ni ir a ningún sitio con ningún amigo que pudiéramos tener en nuestros destinos. Si hubiera informado del acoso de Ronny Neil y Scott, estoy seguro de que les habría indignado mi actitud apocada e infantil. Y sabía que me delatarían sin dudarlo si me veían marcharme. Pero ¿y qué si lo hacían? En comparación con el crimen que estaba encubriendo, escabullirme del motel no parecía gran cosa.

El asesino tenía la vista fija en la carretera y las manos en las dos y las diez del volante. Se le veía tranquilo y relajado, como si fuera una noche normal de un día cualquiera. Yo no me sentía ni tranquilo ni relajado. El corazón me latía con violencia, tenía el estómago revuelto y la sensación de náusea había vuelto, mezclada con pegajosos pedazos de miedo. Parecía que mi única alternativa era ir con él a buscar el talonario, pero me pregunté si no estaría firmando mi sentencia de muerte.

– ¿Por qué te tomas tantas molestias por ayudarme? -pregunté, principalmente para romper aquel silencio terrible. El asesino tenía puesta una cinta con una música rara. El cantante se quejaba de que el amor lo desgarraría otra vez-. Si quisieras, podrías joderme a base de bien.

– Podría, tienes razón. Pero no quiero.

– ¿Por qué?

– Si la policía te coge, siempre existe la posibilidad de que los conduzcas hasta mí. No es probable, pero podría pasar. Prefiero que no te cojan. Y no estaría bien que fueras a la cárcel por esto. Incluso si te detuvieran y te absolvieran, sería injusto que dejase que pasara pudiendo evitarlo. He hecho lo que he hecho con esas personas porque éticamente era lo más correcto. No sería muy lógico que permitiera que otro sufra por mi conveniencia. ¿Qué sentido tiene actuar éticamente si las consecuencias van a ser contrarias a la ética?

– ¿Me estás diciendo que asesinarlos era lo más ético?

– Melford.

– ¿Cómo?

– Melford Kean. Es mi nombre. Ahora que estamos juntos en esto, tienes derecho a saber cómo me llamo. Así quizá confiarás más en mí. Ya no tendrás que pensar en mí como «el asesino» ni nada por el estilo. -Me ofreció su mano derecha.

Yo le estreché la mano con la sensación de que aquello era totalmente absurdo. Melford Kean me estrechó la mano con fuerza, pero su mano era delgada y precisa, como un instrumento musical. Parecía la mano de un cirujano o un artista, no la de un asesino. La seguridad con la que hizo aquello me ayudó a distraerme de que el hecho de que acabara de decirme su nombre no me hacía sentirme más seguro, sino menos. Ahora conocía su nombre. ¿No me convertía eso en una amenaza para él? Sin embargo, no señalé ese detalle. En vez de eso dije:

– Sí, pensaba en ti como «el asesino».

– Suena bien. El asesino. El agente misterioso de unas fuerzas desconocidas. -Se rió.

Yo no le veía la gracia. Más o menos, esa era la verdad.

– Ahora que somos amigos -dije-, podrías contarme por qué los has matado.

– No puedo, Lemuel. Me gustas, pero no te lo puedo contar porque aún no estás preparado. Si te lo cuento, dirás «Está loco», y tu opinión sobre mí y lo que hago quedará marcada para siempre. No estoy loco. Simplemente, veo las cosas con más claridad que la mayoría de la gente.

– ¿No es eso lo que dicen los locos?

– Tienes razón. Pero también es lo que dice la gente que ve con más claridad. La cuestión es saber cuándo hay que creer a los que lo dicen. ¿Sabes algo de ideologías?

– ¿Te refieres a la política?

– Me refiero a ideología en el sentido marxista. A la forma en que la cultura crea la ilusión de una realidad normativa. El discurso social nos dice lo que es real, y nuestra percepción de la realidad depende tanto de ese discurso como de nuestros sentidos. O incluso más. Lo que tienes que entender es que todos vemos el mundo a través de una gasa, una neblina, un filtro… el filtro de la ideología. No vemos lo que está ahí, sino lo que tenemos que creer que está. La ideología convierte algunas cosas en invisibles, y en cambio hace que veamos otras que no están. Y eso no solo es así en política, sino en todo. En las historias, por ejemplo. ¿Por qué en toda historia siempre aparece el amor? Parece lo natural, ¿verdad? Pero solo es natural porque nosotros creemos que lo es. O la moda. La ideología es lo que hace que en una época la gente piense que la ropa que lleva es normal y neutra y en cambio veinte años más tarde nos parezca absurda. Un día los vaqueros a rayas nos parecen increíbles y al siguiente resultan ridículos.

– Entonces, ¿tú estás por encima de esas cosas?

– ¿De los vaqueros a rayas? Sí, pero en general estoy tan atrapado por la ideología como todo el mundo. El hecho de saber que está ahí siempre te da cierta ventaja y, si miras con mucha atención, ves con un poquito más de claridad que la mayoría. Es lo más que puedes esperar. Todos somos producto de la ideología, y eso significa que ninguno, ni siquiera los más listos, los más conscientes, los más revolucionarios podemos escapar… Podemos intentarlo, debemos intentarlo. A lo mejor tú también puedes, así que cuando vea que miras con mucha atención te lo diré.