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– Pues a mí todo eso me parece una idiotez. -En cuanto lo dije deseé no haberlo dicho.

– Mira, sé que no está bien que te tenga a oscuras, así que deja que te pregunte una cosa. No creo que seas capaz de contestar todavía, pero cuando lo seas, sabré que estás preparado para ver más allá de las anteojeras que la cultura te ha puesto. Y entonces podré decirte por qué lo he hecho. ¿De acuerdo?… Bien. A ver, hace siglos que existen las cárceles, ¿verdad?

– ¿Esa es la pregunta?

– No, te haré un montón de pequeñas preguntas que nos llevarán a la gran pregunta. Cuando lleguemos te avisaré. Las cárceles. ¿Por qué mandamos a los criminales a la cárcel?

Yo miré por la ventanilla, a la oscuridad. Casas a oscuras, calles oscuras que iban quedando atrás en mitad de la noche. Gente que dormía en silencio, que miraba la televisión, que practicaba el sexo, que comía algo. Y yo sentado en un coche hablando de cárceles con un chiflado.

– ¿Por cosas como asesinar a alguien en su caravana? -me aventuré a decir. Era como lo de la lección de gramática en la tienda de comestibles. Tenía que aprender a cerrar la boca.

– Eres un tipo divertido, Lemuel. Los mandamos a la cárcel para castigarlos, ¿verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué castigarlos?

– ¿Y qué quieres hacer si no?

– Se podrían hacer muchas cosas. Imagina a alguien que se dedica a robar en las casas, entra y se lleva las joyas, el dinero, lo que sea. No hace daño a nadie, se limita a llevarse cosas. Hay montones de formas de tratarlo. Puedes matarlo, cortarle las manos, vestirlo con una ropa determinada o marcarlo con un tatuaje especial, obligarle a hacer servicios a la comunidad, proporcionarle ayuda psicológica o religiosa. Podrías mirar su entorno y decidir que esa persona necesita una educación. Exiliarlo. Mandarlo a estudiar con los monjes tibetanos. ¿Por qué utilizamos las cárceles?

– No sé. Pero es lo que hay.

Por un momento Melford levantó una mano del volante para señalarme.

– Correcto. Porque es lo que hay. Ideología, amigo mío. Desde el momento en que nacemos, se nos enseña a ver las cosas de cierto modo, y ese modo nos parece natural e inevitable, no nos molestamos en cuestionarlo. Miramos el mundo y pensamos que lo que vemos es la verdad, pero en realidad lo que vemos es lo que se supone que tenemos que ver. Encendemos el televisor y vemos a gente feliz que come hamburguesas o bebe Coca-Cola, y creemos de forma espontánea que las hamburguesas y la Coca-Cola dan la felicidad.

– Eso solo es publicidad -dije yo.

– Pero la publicidad es parte del discurso social, y condiciona nuestra mente, nuestra identidad, tanto o incluso más que lo que nos enseñan nuestros padres o nuestros maestros. La ideología es algo más que dar por sentadas ciertas nociones culturales. Nos convierte en objetos, Lemuel. Somos objetos al servicio de la cultura, y no al revés. Creemos que somos seres autónomos y libres, pero nuestra libertad y nuestras opiniones siempre han quedado delimitadas por la ideología.

– ¿Y quién controla la ideología? ¿Los masones?

Melford me miró haciendo una mueca.

– Me encantan las teorías sobre conspiraciones. Los masones, los illuminati, los jesuitas, los judíos, el grupo Bildelberg y mis favoritos: el Council on Foreign Relations. Geniales. Pero esas teorías se equivocan en una cosa: para ellos todo es resultado de una conspiración. Y, si hay conspiración, eso significa que hay conspiradores.

– ¿Y no es así?

– No. La maquinaria de la ideología cultural funciona con el piloto automático, Lemuel. Es una fuerza autónoma… como una piedra que cae rodando pendiente abajo. Se dirige hacia algún sitio, cada vez más deprisa, y es prácticamente imparable, pero no hay ninguna inteligencia que la mueva. Avanza respondiendo a las leyes de la física, no a una voluntad.

– ¿Y qué hay de los ricos que maquinan en habitaciones llenas de humo para hacernos comer más comida rápida y beber más refrescos?

– Ellos no mueven la piedra. La piedra los aplasta igual que nos aplasta a los demás.

Educadamente, me tomé un momento para considerar aquella idea y luego hablé.

– Todo esto no me está ayudando con la pregunta sobre la cárcel.

– En realidad es muy sencillo. La ideología hace que nos parezca inevitable mandar a un criminal a la cárcel. No es una opción entre varias, sino la única. Y ahora volvamos a nuestro hipotético ladrón de casas. ¿Qué se supone que le pasará en la cárcel?

Yo meneé la cabeza y sonreí ante lo absurdo de todo aquello, de aquel juego aristotélico con el asesino. Sí, era absurdo, pero el caso es que estaba disfrutando. Durante los pocos segundos que pude olvidarme de quién era Melford Kean, de lo que le había visto hacer aquella tarde, disfruté hablando con él. Melford se comportaba como si fuera importante, como si supiera cosas, y, aunque todo aquel asunto de las cárceles no tuviera ni pies ni cabeza, seguro que llevaba a algo interesante.

– Creo que la idea es que piense en los crímenes que ha cometido y se sienta mal para que cuando salga no vuelva a hacerlo.

– Vale. Castigo. Vete a tu habitación por haber dicho palabrotas. La próxima vez que se te ocurra decir una palabrota, no lo harás porque sabes lo que te pasará. Castigo, sí, pero castigo como rehabilitación. Coge a un criminal y conviértelo en un ciudadano productivo. Pero cuando atrapas a un ladrón y lo metes en la cárcel, ¿qué crees que le pasa? ¿Qué aprende?

– Bueno, en realidad no se rehabilita. Vaya, todo el mundo lo sabe, si mandas a un ladrón de casas a la cárcel, saldrá convertido en un atracador armado, o en asesino, o en violador.

Melford asintió.

– De acuerdo. Entonces los criminales van a la cárcel y aprenden a ser mejores criminales. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Crees que el presidente Reagan lo sabe?

– Seguramente.

– Y los senadores, los representantes, los gobernadores, ¿lo saben?

– Supongo, ¿cómo no van a saberlo?

– ¿Los guardias? ¿Los vigilantes? ¿Los policías?

– Probablemente ellos lo sepan mejor que nadie.

– Muy bien, ¿estás listo para la gran pregunta? Todo el mundo sabe que las cárceles no ayudan a rehabilitar al delincuente. Si, en realidad, sabemos que hacen lo contrario, que convierten a delincuentes menores en criminales, ¿por qué las tenemos? ¿Por qué mandamos a los marginados sociales a academias de criminales? Esa es la pregunta. Cuando seas capaz de contestarme a eso, yo te diré por qué he hecho lo que he hecho.

– ¿Qué es esto? ¿Un acertijo o algo así?

– No, Lemuel. No es ningún acertijo. Es una prueba. Quiero saber qué ves. Si ni siquiera eres capaz de intentar ver más allá de la gasa, no tiene sentido que te diga lo que hay del otro lado, porque, diga lo que diga, no lo entenderás.

Melford giró a la izquierda por Highland Street, donde Cabrón y Karen tenían su hogar hasta el momento de su asesinato. Avanzó hasta la mitad de la manzana. ¿No pensaría parar enfrente de la caravana? No, seguramente no. Estaría reconociendo los alrededores previamente.

Lo cual resultó muy apropiado, porque cuando pasamos había un poli delante de la caravana. Casi no lo vimos, porque no había ninguna luz ni en el coche ni en el porche. Ni faros, ni sirenas azules y rojas anunciando el desastre. En la oscuridad, un policía con uniforme marrón y sombrero ancho hablaba con una mujer, con una mano en su hombro. La mujer lloraba.