– A mí me has conocido hoy y mira qué unidos estamos.
Preferí pasar por alto el comentario.
– No creo que sea posible. Yo tengo que trabajar todo el año para pagar la universidad, y ella entrará en Mount Holyoke dentro de un par de meses.
– Podéis mantener la relación a distancia -señaló.
– Sí, supongo. Parece difícil conservar algo con todas esas distracciones. Aunque imagino que es menos arriesgado si ella va a una escuela de chicas.
– Una universidad para mujeres.
– ¿Qué?
Dio un sorbo a su cerveza.
– No es una escuela de chicas. Es una universidad para mujeres.
– ¿Y a quién le importa, si se puede saber? -No estaba de humor para correcciones estúpidas.
– A mí me importa. Y a ti también. Las palabras importan, Lemuel, tienen poder y resonancia. Nunca habrá una verdadera igualdad si no nos sensibilizamos con el tema del vocabulario.
Fue entonces cuando noté un fuerte golpe en la nuca. Fue algo repentino y, más que doler, me sobresaltó. Me di la vuelta y vi a dos hombres con dos tacos de billar. Reían.
Los dos llevaban unos vaqueros gastados y camisetas, una medio rota y negra y la otra amarillo claro, con la leyenda Bob's Oysters. Debajo había una fotografía de una ostra con la palabra Ábreme saliendo de su… no sé cómo se llama, boca, agujero o como se diga.
Aunque se me había cerrado la garganta y tenía el corazón embalado, sentí que la rabia crecía en mi interior. La rabia de pensar «¿Por qué yo?». Éramos dos. Yo parecía un chico normal. Llevaba corbata, claro, pero ¿y qué? Melford era un objetivo más apropiado, con aquel pelo tan raro y blanco de postelectrocutado. Y en cambio habían ido a por mí. Siempre iban a por mí.
El silencio no duró más que un par de segundos. Ellos mantuvieron la mirada. Yo la aparté.
– Estáis un poco lejos de la mesa de billar, ¿no os parece, chicos? -dijo Melford.
«Los va a matar», pensé, entumecido por la impotencia. «Habrá más asesinatos, aquí mismo. Tendré que ver morir a más gente, a toda una sala.»
Bob's Oysters sonrió enseñando sus bonitos dientes marrones.
– Puede -dijo-. ¿Qué piensas hacer?
– ¿Yo? -Melford se encogió de hombros-. En realidad no quiero hacer nada. Y tú, ¿qué piensas hacer?
– ¿Qué?
– ¿Qué? -repitió Melford.
– ¿Qué has dicho?
– ¿Y tú, qué has dicho?
– No sé qué demonios pretendes.
– La verdad, no pretendo nada.
– No me gusta ver maricones por aquí -dijo el de la camiseta negra.
– Pues yo creo que nuestra política exterior con El Salvador es equivocada -repuso Melford.
El de la camiseta negra juntó las cejas.
– ¿De qué coño hablas?
– No sé, pensaba que se trataba de decir lo que piensa cada uno. Tu comentario me ha parecido bastante aleatorio, así que he pensado que yo podía hacer otro. -Levantó su cerveza y se terminó lo que quedaba de un trago. La agitó ante ellos, poniendo de manifiesto que estaba vacía-. ¿Queréis otra cerveza?
– ¿Y a ti qué te importa?
– Nada. Pero es que voy a pedir una para mí y, como estábamos en medio de una conversación, me ha parecido educado pedir una para vosotros. ¿Queréis?
El tipo calló. Su deseo de cerveza chocaba con su ira absurda. Quizá si Melford hubiera parecido nervioso, o inquieto, o asustado, la cosa habría sido distinta, pero empezaba a entender el poder de su tranquilidad.
– Claro -dijo el de la camiseta negra. Pestañeó con rapidez y se mordió el labio, como si hubiera malinterpretado algo y no quisiera admitirlo.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Bob's Oyster se encogió de hombros.
Melford hizo una señal al camarero y pidió las cervezas. Los jugadores de billar cogieron sus jarras, el de la camiseta negra dio las gracias a Melford con la cabeza y él y su amigo volvieron a la mesa. Estaban confusos, y no se miraban entre ellos.
– Qué demonios -susurré ante una fuente de humeantes aros de cebolla que habían llegado durante la confrontación-. Pensaba que nos iban a dar una buena patada en el culo.
– Yo no. Verás, ese tipo solo había considerado dos posibles respuestas: o me peleaba con él o me acobardaba. Yo lo único que he hecho ha sido plantearlo desde un punto de vista diferente y de pronto la amenaza de la violencia ha desaparecido. No tiene ningún mérito.
Hacía que sonara tan fácil…
– Vale. ¿Y si hubiera decidido derribarte del taburete y golpearte la cabeza con el taco?
Melford se dio unas palmaditas en el bolsillo.
– Le habría matado.
Dejé que sus palabras quedaran un momento en el aire, sin saber muy bien si me complacían o me horrorizaban.
– Pero ¿por qué no matarlos directamente?
– Estoy dispuesto a defenderme y a luchar por lo que es correcto, pero no actúo indiscriminadamente. Solo quería salir de la situación sin que te hicieran daño, y he intentado lograrlo de la forma menos perjudicial.
Me lo quedé mirando, no solo lleno de alivio y gratitud, sino con una especie de admiración. Entonces me di cuenta de que, del mismo modo que me gustaba que Bobby me elogiara cuando vendía enciclopedias, me gustaba la atención que Melford me dedicaba. Me gustaba gustarle a Melford, que quisiera pasar su tiempo conmigo. Melford era alguien… Loco, violento e incomprensible, pero era alguien, y, por lo que había visto, ocasionalmente también podía mostrarse heroico.
– ¿Qué vas a hacer con lo del talonario? -pregunté.
– Esperaremos.
– ¿A qué?
– Bueno, ¿sabes dónde está esa caravana? ¿A qué jurisdicción corresponde?
Yo meneé la cabeza.
– A Meadowbrook Grove, una pequeña localidad notablemente desagradable que consiste en un gran parque de caravanas y una pequeña granja donde hay una nave de cerdos. El policía que has visto delante de la caravana es el jefe de la policía del pueblo. Y también el alcalde… Un desgraciado que se llama Jim Doe. Y no le gusta mucho la policía del condado. Lo más probable es que no llame a los verdaderos policías hasta la mañana. Porque si no tendría que pasarse la noche en vela. Así que vamos a esperar. Esperaremos hasta que sea muy tarde, y entonces entraremos en la caravana, pasando por debajo del cordón policial, y cogeremos el talonario. -Miró la fuente de aros de cebolla-. ¿Puedo coger uno?
No sabía cuándo cerraban los bares por allí, si es que lo hacían, pero ya eran las dos y cuarto y aquel no parecía tener intención de cerrar. Melford me tocó el brazo y dijo que teníamos que irnos. Le seguí obedientemente.
En el coche, Melford puso otra cinta, una música triste y tintineante que, a mi pesar, me gustaba. A lo mejor eran las cuatro cervezas.
– ¿Qué es?
– Los Smiths -dijo Melford-. El álbum se llama Meat is Murder. *
Reí.
– ¿He dicho algo gracioso?
– No, pero me parece un poco fuerte. No sé, una cosa es que quieras ser vegetariano. Pero comer carne no es asesinar. La carne es carne.
Melford meneó la cabeza.
– ¿Por qué? ¿Por qué es aceptable exponer a sufrimientos a criaturas que tienen sentimientos, necesidades y deseos para que nosotros podamos tener una comida que no necesitamos? Podemos obtener todos los nutrientes de las verduras, la fruta, las legumbres y los frutos secos. Esta sociedad ha decidido tácitamente que los animales no son realmente seres vivos, sino productos de una fábrica que no merecen mayor consideración que las piezas de un coche. Así que los Smiths tienen razón, Lemuel. Comer carne es asesinar.
Seguramente no habría dicho lo que dije sin la cerveza.
– Vale, muy bien. Comer carne es asesinar. Pero ¿sabes otra cosa que también es asesinar? Espera. Déjame pensar. Ah, sí, ya me acuerdo: asesinar. Asesinar es asesinar. Eso es. Matar a dos personas que solo se metían en sus asuntos. Entrar en su casa y dispararles en la cabeza. Me parece que eso también es asesinar. ¿Tienen un disco para eso los Smiths?