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Melford meneó la cabeza como si fuera un crío incapaz de asimilar una idea muy simple.

– Ya te lo he dicho. Se lo merecían.

– Pero aún no estoy preparado para saber por qué.

– Exacto.

– Y soy una mala persona porque como carne.

– No, eres una persona normal, porque la tortura y el sacrificio doloroso de los animales se han convertido en la norma en nuestra cultura. No se te puede juzgar por comer carne. Al menos ahora. Por otro lado, si escuchas lo que te digo, si te paras a pensarlo aunque sea un poco y luego sigues comiendo carne, entonces sí, serás una mala persona.

– Tortura, ¡y qué más! -dije yo-. Que yo sepa no meten a las vacas en ninguna celda oscura y las despiertan en mitad de la noche para someterlas a ejecuciones ficticias. Los animales se mueven, mugen, comen hierba y cuando llega el momento, los matan. Sus vidas son más cortas, eso sí, pero ni se mueren de hambre, ni tienen que preocuparse por los predadores y las enfermedades. Es un intercambio justo.

– Claro, suena muy bonito. El señor granjero que sale de vez en cuando y les da unas palmaditas en el lomo o toca un rato el banjo mientras mordisquea una brizna de heno. Despierta, amigo. Esa granja idílica ya no existe, si es que alguna vez ha existido. Las pequeñas granjas están siendo absorbidas por las grandes empresas. Ahora se construyen lo que se llama granjas-factoría, edificios oscuros en los que se amontona el mayor número posible de animales y se les atiborra de medicamentos para que puedan sobrevivir en esas condiciones antinaturales. Les dan hormonas de crecimiento para que se pongan bien gordos, aunque ellos no quieran. Les dan antibióticos para que no se pongan enfermos, aunque se pasan la vida amontonados unos encima de otros. Y entonces llegas tú, amigo mío, y te pones a comer tan tranquilo tu bistec de solomillo y, ¿sabes qué?, lo que comes son antibióticos y hormona de crecimiento bovina. Come mucha carne de ternera y sabe Dios lo que te pasará. Si una mujer embarazada come carne de ternera o de cerdo o de pollo, ¿qué le pasa a su bebé? Además de ser una crueldad, todo esto es potencialmente una catástrofe para la salud pública.

– Claro, pero si hay tanto peligro, ¿cómo es que al consumidor no le preocupa?

– El consumidor. -Dejó escapar un suspiro despectivo-. Recuerda: ideología. Si al consumidor le dicen que la carne es segura, buena y sana, el consumidor se lo cree.

– Y entonces, ¿tú de qué vives? ¿De huevos y queso?

Él rió.

– No, no, nada de eso. Soy vegetariano estricto. No como ningún producto animal. Ninguno.

– Oh, vamos. ¿Tampoco toleras la explotación del fruto de un pollo?

– Si me demostraras que esos pollos no sufren, comería sus huevos -me dijo-. Pero no tienes ni idea. A esos animales los meten tan apretados en las jaulas, que ni siquiera se pueden dar la vuelta. El pico y las patas se les infectan, y sufren. Seguramente sufren muchas más agresiones que los cerdos y las vacas, porque son aves, y nos importa todavía menos lo que les pase. Estamos hablando de animales que no pasan ni un momento de su vida sin sentir dolor, miedo o incomodidad. Y eso las hembras. A los machos que nacen en granjas de gallinas ponedoras los tiran directamente en unos sacos y luego los trituran vivos para darlos de comer a las hembras. ¿Quieres que te cuente cómo es la vida de una vaca lechera?

– No, no especialmente. Quiero que me cuentes cómo vives. ¿Tú qué comes?

– En mi casa tengo una cocina bien abastecida, y como bien. Pero la verdad es que si vas a ser un vegetariano estricto, que lo, serás, no podrás variar mucho si no estás dispuesto a ser creativo. Sin embargo, podrás mirarte al espejo y sabrás que estás haciendo lo correcto. Además, tendrás el bono añadido de sentirte más justo que los demás. Y es un tema de conversación estupendo en las fiestas. -Me miró con un gesto de connivencia-. A las mujeres les encantan los vegetarianos, Lemuel. Les pareces más profundo. Cuando empieces la universidad, ponte a hablar de lo que puedes y no puedes comer y, créeme, las mujeres hablarán y hablarán del tema y se morirán por tu alma sensible.

Pasamos una vez más ante la caravana y vi que no había nadie. No había señal de la policía, ningún cordón policial, así que Melford apagó el casete y dejó el coche en el aparcamiento de una zona donde había una tienda de comestibles, una tintorería y una supuesta joyería, aunque, a juzgar por lo que se veía a través de la reja metálica, parecía más bien una tienda de empeños. En la cabina que había junto al coche, un cartel reclamaba otra mascota perdida, esta vez un terrier escocés marrón que se llamaba Nestle.

Solo tuvimos que recorrer tres manzanas para llegar a la caravana de Karen y Cabrón. Nos acercamos avanzando por la parte de atrás de otras casas móviles. La temperatura había bajado hasta casi los treinta grados, pero la atmósfera seguía siendo muy bochornosa y el parque de caravanas olía como un retrete atascado. Aquello no parecía molestar a Melford, que sabía dónde buscar huecos en las verjas, qué zonas saltarse para evitar a los perros… todo lo cual me indicaba que había dedicado mucho tiempo a planificar la ruta. Así que quizá matar a Karen y a Cabrón no fue un acto de violencia aleatoria.

Llegamos a la parte de atrás de la caravana; no había ningún cordón policial amarillo. Melford sacó algo que parecía una pistola de rayos barata de un episodio de Dr. Who, una especie de mango del que salían alambres de diferentes grosores.

– Un juego de ganzúas -me explicó-. Un chisme muy útil. -Con los ojos entrecerrados por la concentración, se acercó a la puerta de atrás y un momento después oímos un clic. Empujó la puerta y volvió a meterse aquel chisme en el bolsillo.

Sacó un bolígrafo linterna y paseó el haz de luz por la cocina durante un momento.

– Ajá -dijo-. Qué curioso. Mira.

Yo no quería mirar los cadáveres; en realidad, en un primer momento la oscuridad me había tranquilizado, porque me protegía de la visión de aquellos cuerpos, que seguramente ya estaban rígidos. Y sin embargo miré, porque sabía que era lo que Melford esperaba. Miré pensando que el uso de la palabra «curioso» no era del todo exacto en aquel contexto.

Cabrón y Karen seguían allí, con los ojos abiertos, rígidos como maniquís ensangrentados y exangües.

Y había un tercer cuerpo.

10

Quizá no es justo, pero el caso es que culpé a mi padrastro de todo lo que pasó aquel fin de semana. Al menos en parte sí fue culpa suya, pero lo curioso es que las cosas salieron como salieron por las dos únicas buenas ideas que Andy tuvo en su vida, dos ideas que cambiaron mi vida para siempre.

Andy tenía montones y montones de malas ideas. Que si solo me compraría ropa nueva cada dos años, que si tenía que esperar hasta los dieciséis para sacarme el permiso de conducir, que si tenía que limpiar la barbacoa cada vez que él la usaba para poder recuperar los fragmentos de carbón aprovechables y reutilizarlos. Esta última me dolía particularmente, porque cuando salía del garaje, cubierto de sudor y hollín, con las fosas nasales saturadas de polvillo negro y escupiendo una flema gris, me resultaba imposible negar la desolación dickensiana de mi vida.

Su primera buena idea llegó el verano después de mi primer año de bachillerato. Andy Roman se había casado con mi madre hacía seis años, y desde entonces yo no había dejado de engordar. Había pasado de flaco a recio y de ahí a gordo, y sin embargo mi madre veía que me llevaba bolsas de Oreos y paquetes de donuts a mi habitación, para comérmelos durante mis maratones solitarios frente al televisor, y no decía nada. Más adelante supe que aquella apatía suya se debía a la gran cantidad de Valium que tomaba. Pero en aquel entonces pensaba que tenía tendencia a la somnolencia y le gustaban las siestas, nada más. Que era normal que algunas personas echaran una cabezadita entre el desayuno y la comida y luego otra entre la comida y la hora de preparar la cena.