Así pues, me eché la bolsa al hombro y caminé hasta la siguiente caravana, que era gris con una franja verde. Al igual que las otras parcelas, esta consistía en un tramo de arena y hierba, y malezas que avanzaban desde el extremo más alejado. En la parte de delante había una palmera encorvada, de aspecto enfermo, con una taza medicinal empotrada en el tronco, como la pipa de un viejo. Las ventanas de delante tenían persianas de las que pone la gente civilizada en sus dormitorios, pero no estaban bajadas del todo. Desde la calle podía ver la luz del interior y el parpadeo de un televisor.
No había accesorios de jardín, ni juguetes, ni una esterilla chillona para dar la bienvenida al visitante. No había nada cutre. Aquella era la palabra estrella del vendedor de libros, la palabra que Bobby nos había enseñado. El vendedor adora lo cutre. Cutres son los juguetes de plástico de los críos tirados por todas partes. Los gnomos de jardín, las campanillas en la puerta, los adornos excesivos y prematuros -o tardíos- para las fiestas, cualquier cosa que indique que en ese lugar vive gente a la que le gusta gastarse un dinero que no tiene en cosas que no necesita. Y gastarse dinero en cosas que los hijos no necesitaban era lo más cutre de todo. A veces, cuando nos llevaba de ronda, Bobby hacía una especie de baile en el asiento del coche cuando veía una casa con una piscina de plástico con tobogán incluido. «Un mono ciego podría convencer a esos -anunciaba. Su cara redonda, que siempre estaba radiante, se iluminaba tanto que tenías que ponerte gafas de sol para mirarle-. Uau, eso sí que es cutre.»
Pero aquella caravana no tenía nada de cutre. Si la camioneta no hubiera seguido allí parada, seguramente habría pasado de largo. Bobby siempre decía que no hay que pasar de largo ante ninguna casa. Llamar a la puerta de un perdedor solo cuesta un minuto, y nunca se sabe. En más de una ocasión yo había vendido en casas que no tenían nada de cutres, pero se estaba haciendo tarde, y estaba cansado, y necesitaba ver un triciclo de niño, o una Barbie desnuda, o un ejército de soldados de juguete arrastrándose por la provincia de Quang Tri sobre el césped… algo que me indicara que iba por el buen camino.
Sin embargo, en ausencia de lo cutre, aceptaría de buen grado un refugio, así que abrí la puerta mosquitera, notando cómo el sudor me caía a chorros desde la axila. Al otro lado de la malla gris había dos pequeños lagartos verdes, inmóviles; uno se movió arriba y abajo, haciendo señales de advertencia, o de amor, o de lo que fuera, con su papada escarlata.
Llamé a la puerta mientras los lagartos me miraban con sus pequeñas cabezas ladeadas. Y entonces oí un distante arrastrar de pies, un sonido apenas audible pero al que mi trabajo me había hecho sensible. Momentos después, una mujer abrió -solo un poco-, me miró, y luego miró la camioneta que había en la calle.
– ¿Qué pasa? -preguntó con un susurro hosco que casi me derribó por su imperiosidad y desespero.
Era una mujer joven, pero estaba muy envejecida para su edad. La cara, que era en teoría bonita, estaba salpicada de pecas y marcada por una nariz respingona, pero en los ojos, del mismo marrón que la botella de Yoo-hoo del redneck, tenía profundas patas de gallo y marcadas ojeras. El pelo era fino y de color tostado, y lo llevaba recogido en una cola de caballo que podía considerarse juvenil o descuidada. No sé, había algo en su expresión… como un globo que pierde aire lentamente. No hasta el punto de que pudieras notarlo u oír salir el gas, sino como cuando dejas un globo en perfecto estado y vuelves al cabo de una hora y te lo encuentras arrugado y desinflado.
Fingí no reparar en la miseria de aquella mujer y sonreí. Mi sonrisa ocultaba mi hambre, mi sed, mi aburrimiento, el miedo al redneck con los dientes salidos de la camioneta de Ford, mi desazón ante la ausencia visible de cosas cutres, mi desesperación por saber que Bobby no pasaría a recogerme por el Kwick Stop hasta cuatro horas después.
Pero al menos ese día había hecho una venta durante la primera hora. Y eso significaba automáticamente doscientos dólares para mí, gracias a aquellos pobres idiotas. Y lo de «pobres» no lo digo en el sentido de «desgraciados», hablo de pobres de los que llevan ropa que no les queda bien, tienen muebles rotos, un grifo que gotea en la cocina y una nevera donde solo hay pan, salchichas de las baratas, mayonesa y Coca-Cola. Seamos sinceros. Por muy feliz que me sintiera, ni una vez, ni una sola, hice una venta sin sentir remordimiento. Me sentía malo y predatorio y en más de una ocasión, antes de llegar a la puerta, tuve que resistirme al impulso de volver atrás porque sabía que aquella gente no podría hacer frente a las mensualidades. La financiera les concedería el crédito, lo sabía, pero cuando llegara el momento de pagar las facturas tendrían que cambiar la Coca-Cola por un refresco de cola genérico.
Entonces, ¿por qué seguía haciéndolo? En parte porque necesitaba el dinero, pero había otra razón, algo mucho más importante y seductor. Yo era bueno, era bueno en las ventas como no lo había sido nunca en ninguna otra cosa. Fui un buen estudiante en la escuela, claro, y pasé sin problemas los exámenes de acceso a la universidad. Pero eran actividades solitarias, en cambio la venta era algo público, comunitario, social. Yo, Lem Altick, podía convencer a otras personas en una situación social. Eso era nuevo para mí, y me encantaba. Miraba a los posibles clientes, a aquella gente que estaba encogida en su sofá y nunca me habían hecho nada, y sabía que eran míos. Eran míos, y ellos ni siquiera se daban cuenta. Me entregaban el cheque y me estrechaban la mano. Me invitaban a volver otro día, a que me quedara a cenar, a que conociera a sus padres. La mitad de las personas a las que liaba me decían que si alguna vez necesitaba lo que fuera, si necesitaba algún lugar donde alojarme, no lo dudara. Se comían a lengüetadas todo lo que yo les daba y, tanto si era malo como si no, yo me sentía bien. Me sentía avergonzado pero, al mismo tiempo, bien.
En aquellos momentos quería conseguir otra venta. La empresa ofrecía doscientos dólares de bonificación por una doble, y yo quería marcarme otro tanto antes de ver a Bobby. Quería el dinero, por supuesto; seiscientos dólares era una cantidad más que aceptable para un día. Y ya lo había hecho antes. De hecho, en mi primer día de trabajo, cosa que me valió el título de «nuevo fenómeno». La verdad es que me encantaba la cara que ponía Bobby, su expresión de sorpresa y felicidad. No sé por qué era tan importante para mí. Pero el caso es que lo era.
– Hola. Soy Lem Altick -le dije a la mujer demacrada, entre guapa y amarga-. Estoy recorriendo este vecindario para hablar con los padres y preguntarles su opinión sobre las escuelas locales y la calidad de la enseñanza. ¿Tiene usted hijos, señora?
La mujer pestañeó un par de veces, como si estuviera evaluándome. Los lagartos también pestañearon, pero más despacio, levantando los párpados desde abajo.
– Sí -dijo ella después de pensar un momento. Su mirada fue directamente a la camioneta azul, que seguía parada a un lado de la calle-. Tengo hijos. Pero no están aquí.
– ¿Puedo preguntarle qué edad tienen?
Ella volvió a pestañear, pero esta vez con aire más receloso. Solo habían pasado dos años desde que un niño llamado Adam Walsh había desaparecido en un centro comercial en Hollywood, Florida. Dos semanas después encontraron su cabeza cientos de kilómetros más al norte. Después de aquello nadie había vuelto a mirar con los mismos ojos a los niños ni a los desconocidos que demostraban interés por los niños.
– Siete y diez. -Su mano se agarró con más fuerza a la puerta, y los dedos, con las uñas quebradas y pintadas con esmalte fucsia, se le pusieron blancos. Seguía mirando la Ford.