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Si Andy sabía algo de su querencia por las pastillas -y tenía que saberlo-, no parecía preocupado. A pesar de su adormecimiento perpetuo, que a veces la hacía ir de una habitación a otra con un cucharón de plástico o un guante de cocina en la mano buscando algo que no lograba recordar, mi madre se las arreglaba para tener la casa limpia y preparar las comidas, y eso era lo único que Andy le pedía.

De vez en cuando el hombre trataba de llamar su atención sobre mi sobrepeso, pero mi madre se limitaba a encogerse de hombros y musitaba algo sobre el desarrollo. Andy no estaba dispuesto a tolerarlo, así que un día anunció que, si ella no hacía algo, lo haría él. Es decir, que inició un régimen disciplinado de desprecios para ayudarme a adelgazar. Después de seis meses oyendo cómo me llamaba «foca» y me hacía útiles sugerencias del estilo de «mueve el culo y sal a jugar al aire libre», su método no había dado resultado, así que, en un raro momento de inspiración intelectual, le dio un nuevo enfoque al problema.

– Es hora de que hablemos seriamente -me dijo una mañana cuando estábamos desayunando.

Mi madre, mirándonos a través de las ranuras de sus párpados, ya había anunciado que iba a echarse, así que Andy y yo estábamos solos.

Él tenía cincuenta y tantos, quince años más que mi madre, y parecía que se había lanzado en picado a la vejez. Tenía papada, manchas en la piel y pesadas bolsas bajo sus ojos verdes. A pesar de la rudeza que mostraba conmigo, a él también le sobraban diez o quince kilos. Aún tenía bastante pelo, pero estaba canoso y empezaba a clarearle, y lo llevaba demasiado largo para un hombre de su edad. Jugaba al golf con el celo incansable de un abogado de Florida, que es lo que era, y la continua exposición al sol había dado a su piel el aspecto de una manzana al horno. Aun así, pertenecía a una generación que adoraba el bronceado: mejor tener piel de paquidermo que estar blanco.

Andy se subió sus gafas bifocales con montura negra sobre la nariz, que en los últimos dos años se había vuelto notablemente gorda.

– Sé que quieres ir a la universidad cuando te saques el bachillerato -me dijo-. Pero, afrontémoslo, todo el mundo quiere ir, y tú no tienes nada especial para que te acepten a ti antes que a otros.

Hacía menos de un año, en una especie de epifanía estética, yo me había dado cuenta de que detestaba Florida. Detestaba el calor, los zapatos y los cinturones blancos, el golf y el tenis y las playas y los ruinosos edificios de estilo art déco que olían a gente vieja y las palmeras y a los rednecks y a los ruidosos norteños trasplantados y a los despistados canadienses que nos visitaban en invierno y la poco destacable tristeza de la población pobre y mayoritariamente negra que pescaba su cena en los canales estancados. Detestaba la pata de gallina y las parcelas vacías y arenosas y las serpientes venenosas, los siluros mortíferos, los cocodrilos que comían perros, las inevitables plantas carnívoras, las inmensas cucarachas rojas, las arañas del tamaño de puños, los enjambres de hormigas rojas y el resto de mutantes tropicales que nos recordaban diariamente que los humanos no debíamos estar allí. A un nivel fundamental pero no articulado, yo sabía que eso significaba que odiaba mi vida y quería otra. Desde entonces, no había dejado de hablar de ir a la universidad, de marcharme lejos de allí, como si los tres años que me faltaban solo fueran un pequeño obstáculo.

– Tienes que pensar cómo les vas a convencer de que no eres un perdedor más. -Andy tenía los codos apoyados en la mesa blanca ovalada, y estaba prácticamente metido en el plato con su desayuno de microondas-. Sé que no te gustará oír esto -me dijo-, pero lo que tendrías que hacer es unirte al equipo de atletismo el año que viene. Has tenido buenas notas -tenía una media de 3,9, que a mí personalmente me parecía mucho más que buena-, y está bien que estés en el periódico escolar, pero el atletismo te ayudaría a bordar tu solicitud. -Hinchó los carrillos-. Lo que te interesa es que te vean y piensen «Ahí tenemos a una persona ambiciosa» y no «Ahí tenemos a otro gordo». De esos seguramente ya tienen de sobra.

Enseguida comprendí por qué me había sugerido el atletismo y, en cierto modo, se lo agradecí. Con un equipo deportivo no llegaría muy lejos, no después de mi desastroso experimento con el softball en quinto curso. En cambio, el atletismo tenía ciertas ventajas. Básicamente se trataba de un deporte solitario que se practicaba cerca de otros. Nadie dependía de que yo no la fastidiara, al menos no como cuando una bola venía en mi dirección durante un partido de béisbol.

– Tampoco es que seas ninguna maravilla corriendo -me dijo-, pero si trabajas durante el verano puede que consigas mejorar lo bastante para ser el peor del equipo.

Nuestra casa en Terrapin Way estaba ante un estanque artificial que habían convertido en su hogar peces sin nombre, ranas de colores llamativos, patos con protuberancias en el pico y, ocasionalmente, algún caimán itinerante. Andy anunció que había señalado la circunferencia de la carretera que lo rodeaba exactamente a media milla.

– Este es el trato -me dijo, dando golpecitos con su uña bien cuidada contra el tenedor-. Tienes que practicar. Hasta que empiece el próximo curso, te daré un dólar por cada kilómetro que corras, y diez dólares cada vez que consigas correr cinco kilómetros seguidos.

Parecía una buena oferta. Jo, seamos sinceros, era una oferta realmente generosa, un raro momento de inspiración paternal, aunque era consciente de que en parte Andy solo quería demostrar que tenía razón. Aun así, seguía siendo un buen trato, por mucho que nunca hubiera sido un buen corredor. En clase de gimnasia, cuando nos ponían a dar vueltas, yo siempre era el primero que se rendía y acababa caminando, con la mano en el costado por el flato, mientras los otros pasaban a mi lado con mirada de desprecio. El dinero podía motivarme, sí, pero era humillante que me ofrecieran dinero para hacer lo que los otros chicos hacían por sí mismos sin ningún problema.

Así que dije que no. No quería salir allá fuera a sudar mientras Andy me veía tratando de correr un kilómetro. No quería pasar resollando delante de la casa y oírle decir «Venga, foca, sigue».

Pero el caso es que quería adelgazar. Quería hacer régimen, y si hasta entonces no lo había hecho era porque habría sido como darle la razón a Andy, como decirle que había hecho bien en llamarme «foca», y «culo gordo» y «bola de sebo» todo ese tiempo.

Y sabía que el atletismo podía ayudarme. Andy solo lo mencionó una vez, así que decidí que podía hacerlo sin comprometerme. Podía hacer régimen a la vez que entrenaba, aunque lo del régimen pasaría como una necesidad para mantenerme en forma, y no como una manera de adelgazar. Y jamás habría aceptado su dinero por hacerlo. Tenía que mantener a Andy al margen de mis esfuerzos por adelgazar.

No estaba dispuesto a entrenar por Terrapin Way. Muchos chicos de la escuela residían en Hibiscus Way, nuestra zona, e incluso había algunos que vivían en las casas que rodeaban el estanque. No quería que me vieran… al menos no hasta que corriera sin dificultad, hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Necesitaba escudarme en el éxito, porque ellos también se divertían llamándome «foca», «bola de sebo» y «pedazo de carne», no «culo gordo», como me decía mi padrastro por su sentido del decoro. En vez de salir directamente a correr, me metí en mi habitación, me puse mis bambas, encendí la radio y empecé a correr allí dentro. Al principio no aguantaba más de diez minutos, luego quince. Al cabo de una semana podía correr durante media hora, y tras una semana así supuse que ya estaba preparado para salir.

Me imaginaba mi regreso triunfal al instituto: delgado y atlético. Y con la ropa nueva que Andy tendría que comprarme, porque la vieja se me habría quedado grande, me vería hasta guapo. Aquellos matones tendrían que buscar otra víctima con quien meterse.