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Nunca me lo creí realmente, e hice bien. Ese tipo de transformaciones son la base de las películas hollywoodienses para adolescentes, pero no se producen en la vida real. En el cine, la chica fea se pone ropa nueva, se cambia el peinado, se quita las gafas y -¡tachan!- se convierte en la chica más popular del instituto. En la vida real, cuando los que somos como yo tratamos de subir de nivel, nos aplastan, nos cortan las extremidades y nos meten en una caja. Aquel septiembre volví al instituto en forma, pero siguieron llamándome «culo gordo» hasta que me gradué.

Pero la fantasía era motivación suficiente para mí. Empecé a correr cuando Andy estaba en el trabajo y mi madre salía a hacer algún recado. No quería que lo supieran. Al menos hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Aquello resultó más fácil de lo que yo pensaba y, seis semanas después de haber empezado a correr en solitario en mi cuarto, le dije a Andy que estaba preparado para probar con el atletismo en el próximo curso.

– Bien -dijo él encogiéndose de hombros con expresión incómoda.

Estaba claro que se arrepentía de haberme ofrecido el dinero y ahora quería evitar por todos los medios que lo sacara a colación.

Bueno, el caso es que no me fue nada mal con el atletismo. Entré en el equipo, y respondía bastante bien en competición. No destacaba como velocista, pero era bueno en fondo, y en algunas de las carreras más largas hasta logré llegar tercero y ocasionalmente segundo. Aquello bastaría para ayudarme a entrar en la universidad, y ni siquiera era el más lento del equipo.

Su segunda buena idea llegó algo más de medio año después, durante las vacaciones de invierno de mi segundo curso. Estaba tumbado en mi cama, leyendo, cuando oí que llamaban a la puerta de mi habitación. Ya habían pasado un par de horas desde la cena, y oía el televisor de la salita, donde mi madre se habría quedado dormida en el sofá, con el diseño de manzanas de la naturaleza muerta que llevaba haciendo en encaje de aguja desde hacía nueve meses en el regazo.

Andy no esperó a que contestara. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

– ¿Qué está pasando aquí? ¿Algo malo?

Me senté y cerré el libro. Por un momento Andy no dijo nada, se limitó a quedarse apoyado contra el marco de la puerta con una sonrisa feroz. Sus gafas con montura gruesa y rectangular se le habían bajado por el narizón.

– Creo -anunció- que tendrías que pensar en una de las universidades de la Ivy League. Preferiblemente Harvard o Yale, aunque Princeton o Columbia también estarían bien. O incluso Brown o Dartmouth. -Andy había estudiado en la universidad de Florida, y se había sacado la licenciatura en derecho en una facultad local sin reputación nacional. Y sin embargo parecía muy enterado de los entresijos de las universidades de la Ivy League -. Evidentemente, yo no esperaría ninguna ayuda de tu padre.

Mi padre vivía en algún lugar de Jamaica, donde trabajaba de guía turístico en inmersiones y, a juzgar por las conversaciones que oía, fumaba prodigiosas cantidades de marihuana. Me lo imaginaba sentado en una playa, en un círculo de rastafaris con los ojos vidriosos, dando ociosas caladas a un porro del tamaño de un puro. Algunos de mis amigos habían descubierto el reggae, pero yo no soportaba las ansias políticas de Bob Marley, ni la ira de Peter Tosh, acentuada por el cannabis o los brindis de autoalabanza del Yellowman… no cuando mi propio padre se había ido y llevaba una vida de rasta blanco. Además, había dejado de pagar mi pensión como padre y hacía dos años que no sabía nada de él, desde que llamó una cálida noche de abril, borracho, para desearme un feliz decimoquinto cumpleaños. En realidad eran trece, y los tenía desde enero.

– No sé si vale la pena que vaya a un sitio así -dije yo. Estaba confuso, y presentar un contraargumento me pareció la mejor forma de pararle los pies a Andy-. No sé, si es tan caro…

Nunca se me habría ocurrido ir a una universidad de la Liga. Siempre había pensado que estaban reservadas a los chicos guapos, privilegiados y encantadores, y a las ricas herederas con sonrisa espontánea y los mofletes sonrosados de pasar las tardes haciendo esquí.

– Si mantienes las notas y consigues buenos resultados en las pruebas de acceso -dictaminó-, puedes conseguir una beca. Y el hecho de estar en el equipo de atletismo ayudará. Te rebajarán mucho el precio, y podrías pedir algún préstamo. Y si con eso no hay bastante para pagarlo -anunció con gesto magnánimo-, ya se nos ocurrirá algo.

Andy puso la semilla. Yo siempre me había considerado un chico listo, siempre me había sentido capaz de hacer cosas inteligentes, pero ir a Harvard o Yale… Eso estaba fuera de mi alcance, como ser astronauta o embajador en Francia. Aun así, Andy lo sugirió, y yo lo quería. Quería las oportunidades que podía darme un título de la Liga. Podía convertirme en un historiador importante, o dirigir películas, o entrar en política. Cuando Andy lo puso sobre la mesa, supe que era la salida, una salida a un futuro genuinamente lejos de Florida.

El verano siguiente, cuando fui a visitar a mis abuelos en New Jersey, lo arreglé todo para visitar Columbia, Harvard y Princeton en tres fines de semana diferentes. Aunque cada año iba a ver a mis abuelos, que vivían a cuarenta y cinco minutos de Nueva York, en el condado de Bergen, cuando fui al campus de Columbia en el Upper West Side no había estado nunca en la Gran Ciudad. Enseguida me dejé seducir y me fui totalmente convencido de que quería estudiar en la Universidad de Columbia.

De hecho, en el momento en que el coche pasó por el puente George Washington supe que, en el fondo de mi mente, siempre había conocido Nueva York. Quizá había asimilado lo que era la ciudad por el cine. Debía de haberla visto en la pantalla cientos de veces, pero nunca significó nada para mí, no era más que un paisaje urbano distante. Pero en la realidad, sobre el terreno, con el ruido y la gente, los chicles pegados en las aceras y la basura y los sin techo, me pareció algo totalmente distinto. Había descubierto la antiFlorida.

– Columbia está bien -me aseguró Andy- y, si es el único sitio donde puedes entrar, estupendo. Pero no tendría que ser tu primera opción. Harvard es la mejor. -Cruzó los brazos con autoridad, aunque lo más cerca que había estado él de Harvard era el aeropuerto de Logan, en el puente aéreo.

Al final, aquello no tuvo importancia, porque Yale, Harvard y Princeton rechazaron mi solicitud. Columbia la aceptó, como hicieron inopinadamente Berkeley y mi seguro, la Universidad de Florida. Cuando recibí la carta de admisión, una lluviosa tarde de sábado, corrí a decírselo a Andy, que estaba descansando en su asiento reclinatorio en la salita, viendo un partido de golf por televisión.

– Columbia -comentó-. Algo es algo, si Harvard y Yale te han rechazado…

– No me lo puedo creer -dije yo. No dejaba de andar arriba y abajo, porque estaba demasiado exaltado para quedarme quieto-. Voy a vivir en Nueva York. Qué pasada.

Andy puso cara larga, clara señal de que las cosas iban a ponerse feas. Meneó la cabeza mientras se preparaba para aguarme la fiesta.

– Piénsalo bien. La Universidad de Florida no está mal. Si vas a Nueva York te atracarán.

– Hay millones de personas en Nueva York. No pueden atracarlas a todas.

– Atracarán a otros, pero a ti no, ¿verdad? ¿Eso crees? ¿Qué pasa, que tú estás exento?

– No vale la pena preocuparse por eso.

– Bueno, pues yo recibí una educación muy buena en la Universidad de Florida. ¿No te parece lo bastante buena para ti?

– No quiero ir a la Universidad de Florida, quiero estudiar en la de Columbia. Fuiste tú quien me dijo que tratara de entrar en una universidad de la Liga.

Andy encogió los hombros y miró por encima de mi hombro para ver a alguien fallando un putt de un metro.