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Todo iba sobre ruedas. El timo de las multas, el acuerdo con B. B… todo. Hasta ahora. No soportaba aquella espera, no saber si la periodista de Miami aparecería. Por experiencia, Doe sabía que la mayoría no explicaban lo que les había pasado. Era como si estuvieran programadas para eso, como robots o algo así: cuanto peor las tratabas, menos se defendían ellas. Y podías aprovecharlo, como había hecho él con su ex. Pero, sobre todo, se aguantaban porque sabían lo que pasaría si no lo hacían.

¿Cuántas querrían llevar realmente algo así ante un tribunal? Sabían muy bien lo que pasaría.

– Sea sincera. Su señoría, el alcalde Doe, le pareció bastante atractivo, ¿no es así?

– Sí, al principio, pero…

– Y al menos hasta cierto punto le halagó que quisiera practicar el sexo con usted, ¿verdad?

– Sí, me halagó, pero…

– Y, durante sus interacciones, ¿disfrutó en algún momento de la sensación de tener el pene inusualmente grande de él en su boca? Recuerde que está bajo juramento.

– Yo no se lo pedí.

– ¿Disfrutó usted? ¡Responda a la pregunta!

– ¡Sí! ¡Sí! Me avergüenza, pero sí, me gustó.

¿Qué mujer pasaría por algo así voluntariamente? Y sin embargo, Doe tenía un mal presentimiento con aquella periodista. Había conseguido escapar antes de que entraran realmente en materia. Y el hecho de que le hubiera golpeado en las pelotas podía hacer pensar que de verdad no quería hacerlo. Además, era periodista, y nada la haría más feliz que una historia sobre aquellos catetos con la trampa para conductores de su parque de caravanas.

La mañana después del incidente, tras volver a casa y ducharse -doblando el cuerpo para que el agua no le tocara sus partes y manteniendo la cabeza levantada para no tener que mirar aquella cosa hinchada y púrpura tan espantosa- se vistió, aunque los calzoncillos y los pantalones le dieron algunos problemas, volvió a la caravana policial y llamó a la patrulla de carreteras de Florida.

– Soy Jim Doe. Jefe de la policía y alcalde de Meadowbrook Grove.

– Ah, ¿sí? -dijo la voz del otro lado de la línea. Luego se oyó una risita, medio disimulada. Todos conocían Meadowbrook Grove.

– Sí. Mire, esto es un poco embarazoso, pero anoche estaba poniéndole una multa a una mujer…

– Avisaré a la prensa… -dijo aquel gracioso.

– Anoche estaba poniéndole una multa a una mujer -siguió diciendo Doe- y puede que bajara la guardia, no sé. Era joven, y parecía inofensiva y… bueno, digamos que me cogió por sorpresa. Me golpeó con la puerta del coche y huyó antes de que yo pudiera volver a mi vehículo para seguirla. Pero aún tengo su permiso de conducir y la documentación del coche.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad. No sé por qué huyó de aquella forma, si no es que ocultaba algo.

– ¿Y eso lo ha deducido usted solo?

– Y me agredió. Agredió a un oficial de policía.

– ¿Le agredió a usted y a un oficial de policía?

– Oiga. No tengo nada contra usted y estoy seguro de que si le hubiera pasado a un agente de autopistas ya tendrían un helicóptero barriendo la zona.

– A un oficial de autopistas no le habrían dejado fuera de combate.

– Solo estoy tratando de informar sobre una persona peligrosa. La mujer me agredió, quién sabe si no le sacará una pistola a alguno de los suyos. No sé. ¿Me está diciendo que no tendría que haber informado del caso?

El otro dejó escapar un largo suspiro.

– De acuerdo. Deme los datos.

Doe le leyó los datos y colgó. Él dice que la mujer trató de huir. Ella dice que él trató de atacarla. Si es necesario, él reconocerá que, por el motivo que sea, quizá la mujer pensó que él iba a atacarla y se contentaría con que la amonestaran. Pero de momento lo había arreglado para que fuera su palabra contra la de él. Aquello debía de haber hecho su efecto porque, días después, seguía sin saber nada de ella.

Media hora después de la última pregunta.

– ¿Cómo están las joyas de la familia? -preguntó Pakken.

– ¿Por qué no te largas a detener a infractores? -contestó Doe.

– Porque no estoy de servicio.

– No tienes iniciativa.

– Puede, pero estoy «iniciado» -dijo él volviendo el libro para que Doe pudiera ver la palabra que había rodeado con bolígrafo rojo.

– Vete a poner unas multas o vete a casa.

Pakken supuso que Doe quería estar solo, así que refunfuñó un poco y se tomó su tiempo para recoger sus trastos. Diez minutos más tarde salía por la puerta. Doe se levantó y fue renqueando, con las piernas muy separadas, hasta la barra, donde cogió lo que él consideraba su embudo de las fuerzas de la ley para añadir más bourbon a su Yoo-hoo. Volvió a su sitio -ahora que no había nadie no tenía por qué intentar andar como si no pasara nada- y puso los pies sobre la mesa, extendió las piernas y dio espacio para respirar a sus partes heridas.

Sonó el teléfono. Seguramente era Pam otra vez; todos los días le llamaba un par de veces para pincharle por haberse olvidado del cumpleaños de Jenny. Ya se lo había explicado: que no se había olvidado, que estaba ocupado con un caso importante y no había podido ir. Pero no la había convencido.

Era mejor dejar que sonara, pero tenía responsabilidades para con la comunidad, así que cogió el auricular.

– Policía de Meadowbrook Grove.

– Quería hablar con el jefe Doe. Soy el oficial Álvarez, de la patrulla de carreteras de Florida.

– Doe al habla.

Con un nombre como Álvarez, Doe habría esperado que tuviera acento o algo, pero el tipo hablaba el inglés bastante bien.

– Sí, mire, estábamos investigando el informe que hizo. Hemos hablado con la mujer en cuestión y dice que la dejó marchar con un aviso y nada más.

– ¿Cómo? -Doe bajó las piernas demasiado deprisa y tuvo que controlarse para no gritar al teléfono.

– Sí, dice que la hizo detenerse, que le entregó un aviso y la dejó marchar.

¿Cuándo coño había dejado él marcharse a nadie con un aviso? Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero se contuvo.

– ¿Y ya está?

– Bueno, parece que uno de los dos no dice la verdad.

– Eh, un momento -empezó a decir Doe, y entonces sonó el otro teléfono. El dolor en las pelotas, el timbrazo de la otra línea. Iba a volverse loco.

– No, ni un momento ni nada -dijo el otro-. Uno de los dos no ha dicho la verdad. Si quiere podemos abrir una investigación, o dejar las cosas como están. ¿Qué quiere que hagamos?

¿Cómo podía saber lo que quería con aquel dolor de huevos y el otro teléfono sonando? Ya había sonado una docena de veces. ¿Quién sería para insistir tanto?

Pero la cuestión era que la mujer no había querido presentar cargos. Lo que quizá significaba que se estaba guardando la munición para el reportaje. No, no podía ser. Ella misma había negado ante la policía del estado que se hubiera producido ningún incidente. Si ahora presentaba una alegación pública sería como reconocer que había mentido. No, tendría la boca cerrada.

– Entonces, déjelo -dijo Doe.

– ¿Está seguro, jefe? Tengo entendido que un agente de la ley ha sido agredido.

– Ya me ha oído, señor. -Doe supuso que ya había acabado con aquel imbécil, así que colgó golpeando con el dedo la luz de la otra línea, que no dejaba de parpadear-. Policía de Meadowbrook Grove. ¿Qué coño pasa?

Un sollozo, luego una pausa.

– Jim?… Jim, ¿eres tú?… Oh, Dios, Jim.

La voz sonaba rota y confusa, llorosa. Un accidente de coche tal vez. Si se producía en los límites del municipio, era asunto suyo, y eso siempre era un fastidio. Quizá tendría que comprar una grúa y montarse un lucrativo servicio de remolque, así al menos los accidentes le permitirían ganar unos dólares. O, mejor, remolcar los coches hasta los límites del municipio y dejar que el condado se ocupara.