Y entonces reconoció la voz: Laurel Vieland. Mierda, hacía cinco o seis años que no hablaba con ella, desde que se mudó a Tallahassee. Pero su hija… eso ya era otra cosa. Antes de que se aficionara al speed, Karen estaba muy bien. Y si en aquella época no había querido que lo dejaran, ahora menos. Nada de inhibiciones.
Laurel y Karen eran el único dúo madre-hija que se había tirado. No a la vez, claro… y desde luego ahora tampoco lo haría. Pero ya era algo. Y Karen tenía una hija. La cría vivía en el norte, con el padre, y Doe sabía que el padre no quería que viera a su madre desde que se le fue la olla por culpa del speed hacía un par de años. Pero algún día habría una reunión familiar. Cuando tuviera trece o catorce años, la niña volvería a casa, a Meadowbrook Grove, y Doe ejercería su magia con ella. Y entonces se habría tirado a tres generaciones de una misma familia. No conocía a nadie que pudiera decir lo mismo.
– Laurel, ¿eres tú, cielo?
Más sollozos.
– Jim. Están muertos. -Sonó como el suspiro de un fantasma-. Cabrón y Karen. Están muertos.
– Jesús -dijo él-. ¿Dónde ha sido el accidente?
– No, no es eso.
Más lagrimitas. Lágrimas, lágrimas, lágrimas. Joder, escúpelo de una vez. Esas cosas no se dicen, claro, porque la gente se ofende, incluso si eso era lo que necesitaban. Incluso si en el fondo es lo que querían, no podías decirlo.
Doe ya estaba pensando en el dinero. Y puede que un poco en Karen, pero sobre todo pensaba en el dinero. Cabrón había vuelto a su caravana. No podía creer que le estuviera pisando a Karen. Él lo sabía, sabía que Doe se la tiraba, y aun así se había metido de por medio. Esa noche lo había visto por sí mismo. Karen había visto que los vigilaba, como él quería. Quería que supiera que tenía un problema. Y entonces aquel estúpido crío de las enciclopedias entró y Karen lo retuvo todo el tiempo que pudo, como si eso pudiera impedir que intentara algo.
Pero nada de eso importaba tanto como el hecho de que Cabrón acababa de volver con la recaudación, y que debía de tener cerca de cuarenta mil dólares para entregarle. Eso es mucho dinero pero, si realmente estaba muerto, ¿sería capaz de encontrarlo? ¿Y si lo llevaba en el coche con él y había quedado desparramado por todas partes? ¿Y si lo había escondido?
Doe trató de tranquilizarse. A lo mejor no estaba muerto. A lo mejor solo se estaba muriendo. Estúpida Laurel. Seguro que no estaba muerto. Moribundo tal vez, pero no muerto. Si consiguiera llegar a tiempo… se arrodillaría junto a él, Cabrón le pondría un brazo ensangrentado en el hombro para que se acercara y le susurraría sus últimas palabras: «Está en el cobertizo de las herramientas». O lo que fuera. Bueno, en el cobertizo de las herramientas no, porque no tenía.
Apretó los dientes y movió la mandíbula adelante y atrás, como una sierra para metales.
– ¿Dónde ha sido el accidente, Laurel? Iré enseguida. -Y se terminó lo que quedaba de la botella.
Más sollozos. Sollozos y más sollozos aderezados por una especie de sacudidas, luego unos pocos gemidos. Y más sollozos. El cable del teléfono era lo bastante largo para permitirle llegar hasta la nevera, así que cogió otra botella de Yoo-hoo. Bebió un poco y, sujetando el auricular entre el hombro y la oreja, echó con un embudo unos cuatro tragos de bourbon. Volvió a sentarse y puso los pies en alto.
– No ha sido un accidente -dijo por fin la mujer-. En la caravana de Karen. Les han disparado.
Doe se levantó de un brinco. Aquel movimiento tan brusco fue un terrible error. Notó una sacudida de dolor.
– ¿Estás ahí ahora?
– Sí -dijo ella.
– Quédate donde estás y no llames a nadie.
Colgó el auricular con un golpe y derribó la botella de Yoo-hoo, empapando con el líquido marrón la mesa y sus pantalones. Ahora tendría que ponerse el uniforme… y apretar sus pelotas. Aquella semana estaba resultando un auténtico desastre.
El coche patrulla se metió en el pequeño camino de acceso a la caravana de Karen, iluminando con los faros a Laurel, que estaba allí con los ojos hinchados y las manos sobre la boca. Doe apagó las luces de forma instantánea. Normalmente le encantaba llevar las sirenas encendidas, que todos supieran quién ponía las normas allí, pero aquella vez algo le decía que era mejor no llamar la atención. Cabrón estaba muerto y habían desaparecido cuarenta mil dólares.
Solo había dado un par de pasos cuando Laurel se abalanzó sobre él y lo abrazó. Sollozaba, como un rato antes al teléfono, solo que ahora Doe notaba sus lágrimas en el cuello y se sintió obligado a ponerle el brazo en la espalda, todo hueso y carne, como arcilla húmeda envuelta en tela. Y pensar que se había tirado a aquella mujer cuando era una señora madurita y excitante… Ahora era vieja, nada más, tenía unos cincuenta y cinco años, y seguía vistiéndose como una puta, aunque todo el mundo veía que tenías las tetas como salamis sobre el mostrador de un delicatessen.
– Vamos, nena -dijo-. Dime qué ha pasado.
Doe sabía que aquello era lo que tocaba, así que las lágrimas y los sollozos no le alteraron demasiado. Finalmente, la mujer se serenó lo bastante para hablar.
– El molde para el horno. Para Acción de Gracias le dejé mi molde para el horno. Y este fin de semana tengo invitados.
Doe lo había visto otras veces y no lo soportaba. Aquella manía de parlotear y decir idioteces.
– La llamé esta mañana. Le pregunté si podía venir a recogerlo y ella dijo que sí. Quería venir antes pero tenía que ir a la peluquería y salí más tarde de lo que pensaba.
– Ajá… -Doe dio unos toquecitos con la punta del pie contra una piedra.
– Le dije que vendría antes, pero el caso es que he venido más tarde. Había pensado entrar y coger el molde, para no molestarla. No creí que le importara, pero cuando entré en la caravana…
Doe tendría que averiguar por sí mismo lo que había pasado en la caravana, porque lo único que le sacó a la mujer fue un largo lamento, seguido de más lágrimas y sollozos. Qué lío.
– Mi niña -estaba diciendo Laurel-. Mi pequeña.
«Mi pequeña», y un huevo. Karen era una puta muy crecidita. Y tampoco podía decirse que fueran uña y carne. La mayor parte de las veces no se aguantaban. Hacía unos meses se enteró de que se habían peleado porque Laurel la pilló cogiéndole dinero del monedero. Y ahora le venía con el cuento de «mi pequeña».
La puerta de la caravana estaba abierta, así que Doe se apartó de la puta llorona y subió los escalones. Dentro estaba oscuro, pero enseguida vio lo que necesitaba.
Estaban muertos, más muertos que un muerto. Cabrón. Y Karen la zorra. Qué lío. Más que un lío, porque no sabía quién lo había hecho, y eso convertía todo aquel asunto en algo muy desagradable. Lo bueno de aquel negocio es que ese tipo de cosas no pasaban.
Salió y vio a Laurel con un cigarrillo en su mano paralizada. Con los ojos muy abiertos, esperando su diagnóstico profesional. A lo mejor pensaba que él lo haría desaparecer todo. Que como agente de la ley le diría que en realidad no estaban muertos. Que aquello eran maniquís, actores, que todo había sido una ilusión óptica.
Y qué más. No pensaba tranquilizarla. Sabía muy bien lo que iba a pasar, aunque no lo hubiera planeado. No era momento de planear nada, era momento de actuar.
– ¿Has llamado a alguien más? -le preguntó.
Ella meneó la cabeza.
– ¿Lo sabe alguien más?
Volvió a menear la cabeza.
– ¿Cuánto hace que Cabrón veía a Karen?
Laurel lo miraba. No contestó.
– ¿Cuánto? -repitió alzando la voz.
– ¿Había algo entre Karen y tú, Jim? -preguntó ella en voz baja.