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Y estaba su madre, que siempre dijo que prefería a Aphrodite. Ya antes de terminar la primaria, Desiree empezó a preguntarse si aquello era cierto o solo lo decía para herirla, aunque no por eso le dolía menos. A su madre le encantaba llorar, se sujetaba la cabeza entre las manos y decía: «Oh, ¿por qué no se salvó Aphrodite?».

Y luego llegó Aphrodite. Desiree empezó a oír su voz más o menos cuando tenía doce años. Aquella semana su madre estaba fuera, se había ido a Key West con su nuevo novio, aunque la relación -oh, gran sorpresa- tampoco llegó muy lejos. No, no era exactamente que la oyera. Su hermana estaba allí como una presencia, una sensación, una compulsión, incluso como una corriente de información intuitiva. Cuando conocía a alguien nuevo y sentía de forma instantánea que le gustaba o le desagradaba, sabía lo que opinaba su hermana.

Al principio aquella presencia fue bienvenida, un remanso en su vida solitaria, pero cuando cumplió los quince, las cosas empezaron a cambiar. Conoció a gente a la que no le importaba la cicatriz, que quería salir con ella, escuchar música, fumar hierba. A Aphrodite no le gustaban, pero a ellos Desiree les gustaba mucho. Y entonces descubrió que el speed acallaba la voz de Aphrodite. Al principio le picaba, le producía una quemazón tan intensa en la nariz que aspiraba agua y la expulsaba por la nariz como una ballena. La siguiente vez no le escoció tanto. Y a la tercera, si le escoció, no se dio cuenta.

Y así fueron las cosas hasta que B. B. la encontró. O más bien hasta que ella le encontró a él. B. B. iba en su Mercedes por la zona comercial de Fort Lauderdale y se había parado en un semáforo, con la capota y las ventanillas bajadas y Randy Newman sonando a todo volumen, como si fuera Led Zeppelin.

Tenía todo lo que ella necesitaba: dinero. Y si necesitaba dinero era porque necesitaba desesperadamente colocarse, tanto que la estaba matando. En otro tiempo la droga le ayudaba a viajar instantáneamente a un lugar donde podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, donde se sentía completa, libre de los caprichos de su madre, de los maestros, de su gemela muerta.

Ahora era diferente. El speed seguía haciendo que subiera, desde luego, pero menos. Y los bajones… bueno, eran más intensos de lo que habría podido imaginar. Bajones subterráneos, tan profundos que era como estar enterrada debajo de tu propia tumba, arañando la base de tu ataúd. Se sentía seca, vacía, como una esponja exprimida y rota, y habría hecho lo que fuera por volver a subir. Incluso ofrecerse a un desconocido en la zona comercial de Fort Lauderdale. Si alguna vez hubo algo que la ayudaba a moderarse, el cansancio y el insomnio lo habían deteriorado hasta donde alcanzaba a recordar, que no era mucho, porque su memoria ya no era muy buena. Justo bajo la conciencia vibraba de forma permanente cierta sensación de pánico. Siempre tenía la boca seca, por mucho que bebiera, y nunca tenía hambre, por poco que comiera.

A pesar de todo, nunca había hecho algo así. Había ido con hombres para conseguir speed, sí, pero siempre eran hombres a los que conocía. Y sin embargo, cuanto más lo pensaba, más fuerte era la sensación de que no importaba. Solo serían unos minutos. ¿De qué? ¿De sexo? Gran cosa. Todos le daban mucha importancia al sexo, pero no significaba nada. Unos minutos y tendría dinero para comprar más droga.

Incluso en aquellos momentos, mientras sentía la presión de la necesidad y el terror en sus oídos, oía la voz amortiguada de su hermana. No acababa de entenderla, pero sabía que estaba ahí, rogándole desde lejos. Pero el hombre parecía bien dispuesto. Iba bien vestido, con el pelo bien peinado y teñido. Llevaba alguna joya de buen gusto y cara… Desiree había aprendido a diferenciarlas por sus visitas a las casas de empeños. No parecía un doctor rico de Florida, ni un abogado ni un promotor inmobiliario más en su descapotable. Este era de los otros. Llevaba la marca, la señal, una vibración que solo percibían los adictos al speed y los perros. Mentía en su declaración a Hacienda, engañaba a su mujer, timaba a sus compañeros. Lo que fuera. El hombre del Mercedes era malo, y tenía dinero.

Desiree se acercó, le sonrió. Puso su sonrisa más radiante. Al menos en otro tiempo lo fue. Si hubiera sabido el aspecto que tenía -el de una enferma de cáncer, con los ojos hundidos, los labios finos, rojeces en la cara y las manos-, jamás se habría ofrecido, jamás habría pensado que alguien pudiera quererla. Pero no lo sabía, así que sonrió y el hombre se volvió a mirarla.

– Te la chupo por diez dólares, cielo -le dijo.

El hombre empezó a subir la ventanilla, cosa bastante inútil teniendo en cuenta que la capota estaba bajada, y ella se apartó. Estaba a punto de ponerse a renegar, pero se detuvo. El cristal volvió a bajar.

– ¿Qué te metes?

– Que te jodan -dijo ella, dándose la vuelta… pero despacio. Sabía que aún no habían terminado.

Él sacó un billete de veinte y se lo enseñó.

– ¿Qué te metes?

Desiree se detuvo. Oía la voz de Aphrodite, esa voz que había estado muda y adormecida durante años. Ahora la oía, hueca, cavernosa, como el goteo distante del agua en una cueva. Y la sensación era tan fuerte que casi intuía las palabras: «No se lo digas». Y por eso se lo dijo.

– Speed.

El hombre la estudió un momento y entonces quitó el seguro de las puertas con un movimiento del dedo.

– Sube -dijo.

Ella subió. ¿Por qué no? Tenía buena pinta para ser tan mayor. Seguramente estaba limpio y era rico. Lo otro -aquella vibración que le decía que podía acabar muerta en algún solar perdido, o que la arrojarían desde una lancha motora en los Everglades-, aquello no importaba en esos momentos. La necesidad la llamaba, la necesidad. La necesidad. Partiéndola en dos, tirando de ella, aplastándola, derribándola y arrastrándola por el fango. Así que subió.

Pero el hombre del Mercedes no quería una felación. Quería reformarla.

B. B. nunca entró en su cuarto en busca de sexo. Después de dos meses, cuando Desiree se había convertido en una especie de asistenta interina, era evidente que no lo haría. No le gustaban las mujeres. No las miraba cuando pasaban por la calle o por la zona comercial, no miraba a las encantadoras, a las elegantes o a las guapas. A las provocativas y a las sexys, sí, pero no con deseo, sino con una especie de hostilidad, o quizá divertido.

Al principio Desiree supuso que era gay, y le parecía perfecto. Había conocido a muchas queens en la calle, pero incluso de no haber sido así, se había sentido despreciada durante demasiado tiempo para juzgar a nadie por ser diferente o no responder a la imagen de normalidad que veía en la televisión. Y aun así nunca acabó de entenderlo. B. B. tampoco miraba a los hombres, ni siquiera a los que eran guapos y estaba claro que eran gays.

También era posible que fuera asexual, pero su instinto y la voz de Aphrodite lo dudaban. Puede que lo fuera o puede que no, pero había otra cosa, algo que ni la parte efímera ni la parte carnal de las gemelas acababan de situar. Había una especie de vacío en él, como si estuviera aturdido la mayor parte del tiempo. La había rescatado, pero no actuaba como el tipo de persona que rescata a un drogadicto. Solo cuando hacía alguna obra de caridad con alguno de sus chicos parecía realmente vivo. O cuando miraba a un niño. Estaban en un restaurante, o de compras, o paseando por la playa, y entonces sus pupilas se dilataban, se ponía más derecho y su rostro adoptaba un saludable sonrojo, como si estuviera enamorado. Era como si cada vez se enamorara.