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El televisor estaba encendido, pero solo se veía nieve. B. B. echó un vistazo al reloj digitaclass="underline" las 4.32. Una llamada a aquellas horas no presagiaba nada bueno. Se incorporó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche, que tenía la forma de una jirafa estirando el cuello para llegar a las hojas de los árboles. La pantalla estaba sobre el árbol. B. B. permaneció sentado en silencio, mirando el rosa y el azul del papel rococó de la pared, hasta que llamaron suavemente a la puerta.

– ¿Sí?

La puerta se abrió una rendija.

– Es el Jugador.

– Mierda. -B. B. cogió el teléfono y apretó el botón para recibir la llamada. Siempre tenía el teléfono en una de las líneas falsas, le gustaba eso de apretar un botón cuando aceptaba una llamada. Le hacía sentirse como un ejecutivo. En realidad es lo que era, por mucho que fuera un ejecutivo poco convencional.

– Bueno, ¿cómo va? -le preguntó al Jugador-. ¿Todo bien?

Hubo una pausa. Una de esas que a B. B. no le gustaban.

– No mucho. -La voz sonaba seria-. De lo contrario, no te llamaría a estas horas.

– ¿Y eso qué significa? -Miró a Desiree, que estaba apoyada contra la puerta, con los brazos cruzados, estudiándolo. Iba vestida con un albornoz blanco y, seguramente, no llevaba nada debajo. Muchos hombres la hubieran encontrado muy sexy, con cicatriz o sin ella. Y por un momento el hecho de que pudiera ser sexy le pareció sexy. Pero la sensación pasó.

– Significa que tenemos un serio problema, de los que es posible que yo no pueda solucionar.

B. B. detestaba tener que hablar en clave por teléfono, pero aunque nada hiciera pensar que los federales se habían fijado en su negocio, era mejor actuar como si le estuvieran escuchando, lo que significaba que tenían que hablar dando rodeos. El problema es que, cuando no sabías exactamente de qué hablabas, era de lo más absurdo.

¿Quién necesitaba semejantes quebraderos de cabeza? ¿No se suponía que en aquel negocio no había problemas? En realidad, no, pero al menos se suponía que era fácil. B. B. había heredado la granja de cerdos que había en las afueras de Gainesville del padre de su padre, un viejo de cara colorada, con mechones de pelo blanco que sobresalían de su cabeza como si un enemigo vengativo se los hubiera metido a la fuerza. Era tan terco que parecía una parodia del viejo testarudo, siempre renegando y escupiendo tabaco, rechazando con un manotazo las manos amigas, los abrazos de los nietos, los sándwiches de carne… cualquier cosa que le ofrecieran. Para B. B. las visitas a la granja habían sido un castigo. El viejo le ponía a recoger con una pala los excrementos de los cerdos, a limpiar los pozos de los orines, a arrastrar los cadáveres por las patas.

Si alguna vez se le ocurría quejarse, el abuelo le decía que cerrara el pico y le daba con la mano en la cabeza, o con un saco casi vacío de pienso; una vez le pegó con una anticuada fiambrera de metal. Otras veces, cuando B. B. violaba el código del granjero -una lista de normas que se habían olvidado de incluir en el Almanaque del Poor Richard-, * se lo llevaba al viejo granero para castigarlo. B. B. nunca se aprendió ese código, ni entendió sus normas o parámetros, pero el caso era que unas pocas veces al año su abuelo se acercaba a él con aire especialmente amenazador y sucio. Escupía un pegote de tabaco en su dirección y le decía que había violado el código del granjero y que necesitaba un mentor que le enseñara. B. B. no tenía ni idea de lo que significaba aquella palabra, no sabía lo que era un mentor. Aquel hombre era un monstruo, y cuando tuvo edad suficiente para tomar sus propias decisiones, B. B. se prometió no ver nunca más al viejo.

Y entonces, diez años atrás, el viejo murió. Había llegado a los noventa y siete destilando una ira terrible, y un odio casi divino por los bienhechores, las mujeres, la televisión, los políticos, las modas y por un mundo que era cada vez más joven mientras que él era cada vez más viejo. El padre de B. B. había muerto hacía tiempo en un accidente de moto, borracho, hasta el tope de coca y sin casco, lo que prácticamente era un suicidio. Después de morir su abuelo, B. B. recibió una carta del abogado en la que le decía que había heredado la granja. Llegó en el momento oportuno, porque hasta entonces las cosas no le habían ido muy bien en las diferentes ocupaciones que probó, entre ellas las de vendedor de coches, agente inmobiliario sin licencia, paisajista, guarda de seguridad y una temporada en Las Vegas como jugador de póquer.

Esto último incluyó largos y delirantes maratones, bajo las luces de los casinos, en los que no distinguía si era de día o de noche, si estaba sobrio o borracho, si ganaba o perdía. Ahora recordaba las risas exageradas, los montones de fichas que acumulaba, y recordaba que al día siguiente, misteriosamente, nunca tenía dinero. Pero aquellos no eran los recuerdos más frecuentes. Cuando pensaba en Las Vegas, invariablemente le venía a la cabeza el griego sin camisa al que debía (y seguía debiendo) dieciséis mil dólares y que mandó a un matón que le golpeó tan fuerte con el mango de una escoba que, diez años más tarde, aún le dolían las costillas cuando estornudaba. Pensaba en su bochornosa huida en un autobús, disfrazado de sacerdote de la Iglesia ortodoxa oriental, el único disfraz razonable que pudo conseguir en tan poco tiempo. Era eso o huir disfrazado de pirata o de momia.

No tenía alternativa, así que se hizo cargo de la granja de cerdos. Le permitía pagar las facturas, aunque a duras penas, pero apestaba y le hacía sentir una profunda aversión por aquellos animales, que apestaban y cagaban y pedían comida y bramaban de dolor y desdicha y merecían morir como castigo por estar vivos. Y por la tierra, esa espantosa granja que tanto le recordaba a su abuelo. Solo por él deseaba fervientemente que existiera el infierno. La simple proximidad del granero donde su abuelo le pegaba de pequeño le alteraba tanto el sueño que convenció a tres lugareños barrigones y de antebrazos muy gruesos para que lo echaran abajo por él. Les pagó con cerveza y un cerdo asado.

Volver a la granja y trabajar con los cerdos fue degradante, una auténtica pesadilla, pero estaba en bancarrota, mucho más que hundido, y la granja le permitió mantenerse a flote. Tenía comida y techo, y ocasionalmente podía disfrutar de los vinos que había aprendido a valorar en Las Vegas.

Y entonces, un tipo al que apenas conocía -había hablado con él algunas veces en el bar del pueblo, y era amigo de uno de los hombres que derribaron el granero-, un motero de una banda que se llamaba los DevilDogs, fue a verle una noche. ¿Qué le parecía si un par de sus chicos montaban un pequeño laboratorio en su propiedad? Nadie lo sabría, porque el olor de los cerdos disimularía el olor de la metadrina. B. B. no tenía que hacer nada, solo mantener la boca cerrada, y sacaría mil dólares al mes.

Era un buen trato. Después de un mes sin querer implicarse, B. B. empezó a frecuentar a los que preparaban la metadrina y vio lo fácil que era convertir unos medicamentos que te vendían en la farmacia por unos cientos de dólares en speed tan potente que a su lado la coca parecía horchata. Y entonces pillaron a los tipos del laboratorio cuando estaban distribuyendo la droga. B. B. pensó que lo denunciarían, pero no ocurrió. Pensó que llegarían otros de la misma organización a hacerse cargo del laboratorio, pero no ocurrió. Y allí estaba, en su propiedad: una máquina de hacer dinero. Desaprovecharlo era de idiotas.

El problema era que B. B. no sabía nada sobre la distribución de las drogas. No tenía ni idea de cómo empezar. No se imaginaba en una esquina, con una gabardina, haciendo señas a un redneck huesudo de alguna de las caravanas, con una camiseta extragrande y mirada mortecina. Mientras le cogía el tranquillo siguió fabricando speed en pequeñas cantidades, una o dos onzas al mes. Mejor limitarse a cantidades pequeñas, porque fabricar speed cuando uno no sabe lo que hace era como subirse en una montaña rusa con un tarro de nitroglicerina en las manos.

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* Almanaque con información para campesinos, acompañado de misceláneas, que sale cada año y fue creado por Franklin. (N. del E.)