Para las doce y media iba caminando por una de las calles principales, sin molestarme ni en mirar las casas ante las que pasaba, cuando oí un vehículo que reducía la marcha a mi espalda. Me di la vuelta y vi el viejo Datsun de Melford, de un verde oscuro desvaído bajo aquella luz.
Bajó la ventanilla.
– Sube.
Yo continué andando, y Melford siguió a mi paso con el coche.
– No.
– Vamos. ¿Piensas pasarte el día dando patadas a las piedras? Tengo aire acondicionado, música, una conversación inteligente.
No tenía elección, me dije a mí mismo, aquel tipo era un asesino, y no conviene llevarle la contraria a un asesino. Aunque había dejado de tenerle miedo. Bueno, puede que no del todo: no le habría provocado por nada del mundo, ni siquiera me habría gustado estar cerca cuando otro le provocara, pero a pesar de todo él no era como Ronny Neil y Scott, y ellos sí me daban miedo.
Suspiré y asentí, así que Melford se detuvo. Rodeé el vehículo y subí por el lado del pasajero. Tenía el aire acondicionado bastante alto, y se estaba bien. Por unos minutos permanecimos en silencio, mientras él pasaba de largo ante casas y caravanas, por una calle en la que había comercios a ambos lados, un Kmart, un almacén de material deportivo, un restaurante italiano. Vi que Galen Edwine salía del Kmart. Estaba seguro de que era él, el hombre en cuya casa conseguí el grand slam que no cuajó. No muy lejos de donde había estado vendiendo el día anterior.
Melford vio que miraba aquella zona comercial.
– Dios, me encanta Florida -dijo.
– Bromeas. Yo odio este sitio. Estoy deseando marcharme.
– Creo que eres tú el que bromea. Estás en una tierra donde no hay arte ni valores, ni siquiera una mínima orientación cultural. Aquí lo único que importa es la propiedad y los centros comerciales. Hay más campos de golf que escuelas, barrios de casas prefabricadas que se extienden como el cáncer, una población cada vez más vieja y más temeraria en la carretera, el Ku Klux Klan, los señores de la droga, los huracanes y veranos de doce meses.
– Pues a mí todo eso me suena fatal.
Él meneó la cabeza.
– En Florida vives en una ironía perpetua que no te deja apalancarte en una falsa conciencia.
– Yo lo que quiero es largarme de aquí y no volver.
– Bueno, es otra forma de enfocarlo.
Permanecimos unos diez minutos en silencio, hasta que le pregunté adónde íbamos.
– Ya lo verás.
– Quiero saberlo ahora.
Aunque Melford me caía bien, a pesar de todo lo que había visto, no aguantaba aquello. No soportaba que me tuviera atrapado y a oscuras.
– Eres muy curioso, ¿eh?
– No me gustaría encontrarme con un tiro en la cabeza ni nada por el estilo.
Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca. Me acababa de poner en peligro, porque por lo visto el comentario hirió sus sentimientos. Entrecerró los ojos y apartó la mirada.
– Como ya has visto, yo no resuelvo mis problemas recurriendo a la violencia -me dijo-. La violencia solo es un instrumento. Como un martillo. Tiene unos usos, y va muy bien para eso. Pero si utilizas un martillo para cambiarle los pañales a un bebé, tendrás problemas. Decidí utilizar la violencia con aquellos dos porque pensé que era lo correcto.
– Vale. Lo entiendo. -Pero no lo entendía, y por mi tono se notó perfectamente.
Melford meneó la cabeza.
– No disfruto haciendo daño a otros, Lemuel. Solo lo hago cuando no hay otro remedio.
– Pero no me quieres decir por qué.
– Te lo diré cuando sepas decirme por qué existen las cárceles.
– No tengo energía para tus enigmas en estos momentos. Y quiero saber la respuesta.
– Y yo te la quiero decir, de verdad, pero mientras no estés preparado no tendría sentido. Sería como hablarle a un niño de cuatro años de la relatividad. Puede que la voluntad de entender esté ahí, pero no la capacidad.
Pensé en soltarle algo en tono ofendido, como por ejemplo si no me consideraba más inteligente que un niño de cuatro años, pero sabía que no era eso lo que había querido decir.
– Por el momento -decía en ese instante Melford- lo que importa es que estamos juntos en esto. Estás en un buen lío, amigo mío. Los dos lo estamos. Están pasando cosas muy peligrosas por aquí, y hemos tenido la mala suerte de ir a caer justo en medio.
– Pero yo no tengo nada que ver, no ha sido culpa mía.
– Es verdad. No es culpa tuya. Si tu casa fuera alcanzada por un rayo y empezara a arder, tampoco sería culpa tuya. Y aun así, ¿te quedarías dentro gritándoles a las llamas o harías lo que pudieras por salvarte y apagar el fuego?
No tenía respuesta porque me estaba convenciendo lo bastante para hacer que me enfadara.
Melford paró delante de un restaurante chino y anunció que era hora de comer. Yo estaba razonablemente hambriento, no había comido gran cosa en el desayuno. Las tortitas de harina de avena sin leche sabían demasiado a pegamento, y como estaba con Chitra no me había visto con ánimo de comérmelas.
– Los restaurantes chinos son estupendos para un vegetariano -me dijo mientras nos sentábamos en la pequeña sala empapelada con papel rojo y budas dorados. Había dos estatuas de buda junto a la entrada, un tanque lleno de koi de color blanco y naranja y una pequeña fuente-. Normalmente tienen montones de platos sin carne, y cocinan sin leche y sin mantequilla.
Melford nos sirvió té en unas tazas blancas con el esmalte agrietado.
Aquella mañana, mientras desayunaba con Chitra, me sentía decidido a dejar los productos animales. En cambio con Melford deseé ser carnívoro. Por la mañana había querido impresionar a Chitra con mi sensibilidad, y ahora quería impresionar a Melford desafiándolo. Tenía que decidir si estaba de acuerdo con la idea o no, si quería realmente ser vegetariano o solo lo utilizaba como un recurso para impresionar a las mujeres.
Miré el menú.
– ¿Qué tal el pescado?
Melford levantó una ceja.
– ¿Qué le pasa al pescado?
– ¿Comes pescado? La lubina con salsa de judías rojas tiene buena pinta.
– ¿Que si excluyo el pescado de mis escrúpulos morales porque vive en el agua en lugar de la tierra? ¿Es eso lo que me preguntas?
– Creo que ya sé la respuesta, pero va, hombre, se trata de peces. No son preciosos conejitos ni vacas entrañables. Son peces. Les ponemos el anzuelo en la boca todos los días.
– O sea, que la crueldad se justifica a sí misma. Tú, precisamente, tendrías que saber que no está bien.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que cuando fui a ayudarte con aquellos dos tipos del motel, me dio la impresión de que no era la primera vez que algún imbécil decidía convertirte en un alfiletero. El hecho de que ya haya pasado antes no significa que esté bien. El hecho de que seamos crueles con los peces no significa que debamos serlo. Que vivan bajo el agua y tengan escamas en vez de piel no cambia nada.
Di un suspiro.
– Vale.
Cuando vino la camarera, pedí lo mein vegetal, y Melford pidió budín de verduras.
– No tengo mucha hambre -me dijo.
– Y entonces, ¿qué hacemos aquí?
Melford se encogió de hombros.
– Quería ver si la mujer que nos está siguiendo entraba.
– ¿Qué mujer?
– Iba en un Mercedes, y ahora está junto a la mesa que tienes detrás. No te gires. En realidad, no hace falta que te molestes, veo que viene hacia aquí.
La mujer se acercó, se sentó entre los dos y nos miró como si tratara de decidir a cuál de los dos iba a llevarse a casa. Era guapa y alta, pelo rubio oscuro hasta los hombros, facciones redondeadas que en otro tiempo se habrían considerado hiperfemeninas y ahora solo parecían juveniles. Como si quisiera compensar aquella impresión, vestía para llamar la atención, llevaba unos vaqueros ajustados de color rosa y una blusa blanca casi transparente que dejaba ver el sujetador negro.