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Pero ¿qué buscaba? Una pista que me dijera quién era realmente el Jugador y por qué trataba de ocultar un triple homicidio.

Su bolsa para trajes estaba vacía, pero la registré de todos modos. Nada. Tenía unas cuantas camisas y unos pantalones colgados y un montón de ropa sucia en el suelo del armario. Lo moví con el pie, por si había ocultado algo entre la ropa sucia, pero no encontré nada. Registré los cajones levantando con cuidado camisetas, calzoncillos y calcetines, pero tampoco había nada interesante. No había nada bajo el periódico de la mesita de noche. Nada, solo había un montón de nada.

En el cuarto de baño descubrí que el Jugador utilizaba hojas de afeitar baratas, de usar y tirar, crema de afeitar sin marca y pasta de dientes. Y poco más, salvo que tomaba tres medicamentos con receta que no me sonaban de nada.

Aquello estaba resultando un gran fracaso. Pero entonces lo vi. Dios, estaba tan a la vista que fue un milagro que lo viera. Sobre la mesita de cristal que había al fondo de la habitación, junto al cubo de hielo con una flamante cubierta de plástico. Su agenda.

Allí estaría todo. Era una de esas agendas gruesas como una novela, y casi igual de larga. Tenía un pequeño cierre y bolsillos por la parte interior y también por fuera. Las páginas eran de usar y tirar, de las que se cambian todos los años, y había demasiadas para unas anillas tan pequeñas, así que costaba pasarlas. En cuanto empecé a hojearla me di cuenta de que aquello no era la mina de oro que yo esperaba. No había más que garabatos prácticamente ilegibles. Cada dos páginas representaban una semana, y para cada día de la semana había por lo menos una entrada, normalmente más. «Bill. 3.00. Pancake.» Aquello no aclaraba precisamente las cosas.

Y entonces me fijé en que un nombre se repetía continuamente: B. B. «Espero llamada B. B. pm.» «Pedir instrucciones B. B.» «B. B. 9 am Denny's.» Ahí había algo, seguro. Miré el final de la agenda, donde aparecía una sección alfabetizada con direcciones. Estaba bastante bien organizada, así que me concentré en la B, aunque no encontré nada útil. Luego comprobé los bolsillos, que estaban a rebosar de tarjetas de visita. Quizá habría alguna con las iniciales B. B. Pero no. Vendedores, abogados, agentes inmobiliarios, médicos, tarjetas con horas de visita. Estaba poniéndolas otra vez en su sitio, tratando de recordar el orden en que estaban, cuando una de las tarjetas llamó mi atención:

william gunn, venta de ganado al por mayor.

Bobby había mencionado que Gunn era propietario de Educational Advantage Media. ¿Qué pintaba ahí el ganado? En la agenda no había ninguna otra cosa que sugiriera que el Jugador tenía alguna relación con la ganadería. Pero Jim Doe sí la tenía. Y estaba aquel nombre. William Gunn. B. B. Gunn, pensé. Un apodo inevitable, tan inevitable como el del Jugador. Corrí a la mesa, cogí un taco de papel del hotel y un bolígrafo y anoté la información. Volví a dejarlo todo en su sitio y eché una rápida ojeada para asegurarme de que todo estaba como lo había encontrado.

Lo único que me quedaba por hacer era marcharme. Aparté las cortinas ligeramente y miré como pude. Aquella perspectiva dejaba un montón de ángulos muertos, pero estaba razonablemente seguro de que podía salir sin ser visto, así que abrí la puerta y salí a la luz y el calor del exterior.

Y descubrí que me había dejado un ángulo muerto más que preocupante. En la galería, a unos cinco metros, estaba Bobby, con las manos metidas en los bolsillos.

23

Desiree estaba junto al teléfono de pago, pasando la uña del pulgar, bien cuidada pero sin esmaltar, por el auricular. Ya tendría que haber llamado. B. B. estaría esperando. Seguramente estaría preocupado. Enseguida se preocupaba por ella. Si se retrasaba media hora, cuando llegaba se lo encontraba hecho un manojo de nervios. A Desiree le gustaba pensar que la necesitaba, porque, si ella se mataba en un accidente, por ejemplo, ¿quién iba a prepararle la cena? Pero era más que eso. A su manera, B. B. la quería. Ella lo sabía. Y eso lo hacía todo más difícil.

Después de salir del chino había dejado de seguir al chico y su amigo. ¿Para qué? No pensaba decirle nada a B. B. A Aphrodite le gustaban, eso es lo que le transmitía su gemela muerta, sobre todo el amigo, Melford. Lo que no hacía más que demostrar que ella y Aphrodite cada vez coincidían en más cosas, porque a ella también le gustaba Melford. Si los seguía, si le daba a B. B. lo que quería, habría sido como una traición, y eso significaba que tarde o temprano tendría que traicionar a alguien.

Lo que Melford había dicho de quedarse al margen, de guiñarle un ojo al mal porque era lo más cómodo… era como si le hablara de ella misma. Como si supiera lo de B. B., lo que hacía, lo que probablemente haría cuando no consiguiera mantener a raya su deseo tras su supuesta labor de mentor; como si supiera que Desiree había estado ayudando a B. B. a distribuir speed, el mismo veneno que casi acaba con ella. Pero no sabía nada, claro. Melford solo hablaba de cómo lograr un mundo más seguro para los corderitos y los cerditos, y eso era muy bonito, ingenuo y bonito. Hacía tanto tiempo que vivía metida en el mundo del crimen y la droga y la autodestrucción, que la idea de implicarse en algo tan bonito y desesperado como ayudar a los animales podía ser justo lo que necesitaba.

Quizá B. B. no se manchaba las manos de sangre directamente, pero Desiree sabía, siempre lo había sabido, que su pequeño imperio había provocado más que una simple carnicería. Vidas arruinadas, dolor, sufrimiento, muerte, y todo al servicio del speed. El hecho de que se hubiera portado bien con ella la llevaba a compadecerlo, a que se preocupara por él, pero eso no significa que lo que hacía estuviera bien ni que ella tuviera que ayudarle.

– Eh, monada, me gusta lo que llevas puesto.

Desiree miró. A no más de un metro había un hombre anchote, de cuarenta y tantos, con la barba y el pelo largos, vaqueros y botas de motero. Llevaba un pack de seis cervezas bajo el brazo.

– ¿Has acabado con el teléfono? -le preguntó-. Porque tengo que llamar a mi madre para decirle que me he enamorado.

– ¿Tengo pinta de ser tu peep show particular? -contestó ella. Hablaba con voz tranquila, casi ausente.

– ¡Vale, vale! -dijo el otro retrocediendo solo medio paso. Levantó una mano con gesto defensivo y agitó la otra levemente, porque tenía el brazo ocupado con las cervezas-. No hace falta ser tan brusca. ¿Es que no puede decirte un hombre que estás guapa?

Ella se apartó del teléfono y se plantó ante él, con su navaja abierta.

– No, no puede.

– Joder. Vale. -Retrocedió dos pasos más y se medio encogió de hombros, como si no le importara, por si alguien había presenciado el intercambio.

Desiree se quedó allí mirando para asegurarse de que se iba. Y entonces descolgó y marcó el teléfono del motel. Colgó antes de que diera señal. Había llegado el momento de cortar con B. B.; ahora, no en un futuro próximo. Llevaba demasiado tiempo actuando como cómplice.

Por eso discutieron el mes anterior, cuando pasó lo del niño de la carretera. Había tenido que trazar una línea. Desde que estaba con él, la línea siempre había estado en algún lugar del horizonte, pero por fin había llegado, la tenía frente a ella. Y cuando llegas a la línea, pensó, solo ves lo que hay del otro lado, y lo que has dejado parece tan lejano que queda desdibujado por la distancia.

Nunca más. Apenas había cruzado unas palabras con él, pero estaba segura de que Melford había aparecido para decírselo. Las cosas sucedían por una razón, los accidentes formaban parte del orden de las cosas, la coincidencia era una manifestación de un designio cósmico. Había llegado el momento de avanzar y, tal vez, de pagar por los errores. Tenía que haber un equilibrio en el universo. Había hecho cosas malas, ahora tenía que hacer el bien. Pero ¿cómo exactamente? ¿Perjudicando el negocio de B. B., la venta de speed? No, eso no estaría bien. B. B. era lo que era, y la había ayudado. Tendría que buscar otra cosa. Ya se le ocurriría algo. O alguien la ayudaría.